National Pastime: How Americans Play Baseball and the
Rest of the World Plays Soccer
(Pasatiempo nacional: por qué los estadounidenses juegan al béisbol
y el resto del mundo al fútbol)

Stefan Szymanski y Andrew Zimbalist, 267 págs.,
Brookings Institution Press
Washington, EE UU, 2005 (en inglés)

Llega el último minuto de la prórroga en el partido final de
la Copa del Mundo y un delantero que cojea marca el gol de la victoria. ¿Hay
algo más importante en el fútbol? Aunque parezca extraño,
sí. Hay algo mucho más importante que la más épica
de las victorias. Se trata de una dimensión espiritual que ha hecho
del fútbol el deporte planetario y lo ha convertido en metáfora
de un determinado modelo de globalización. El béisbol carece
de esa dimensión y por ello goza de la condición de anomalía:
se trata del único producto que Estados Unidos no ha conseguido exportar
más allá de su periferia caribeña.

El espíritu del fútbol no está en el juego ni en las
reglas, sino en el sistema de competición. El mejor equipo gana y el
peor desciende a la categoría inferior, sustituido por alguien que empuja
con fuerza desde abajo. Ese sistema permite que el más humilde club
del barrio más remoto pueda soñar con enfrentarse en cuestión
de pocos años al Real Madrid o al Milan. ¿Una tontería?
Todo lo contrario. El mecanismo de promociones y descensos es la clave de un
deporte que dejó hace tiempo de ser un juego y hoy sostiene, gracias
a su colosal audiencia, la expansión de los imperios multimedia.

Dos economistas, Stefan Szymanski y Andrew Zimbalist, han estudiado la paradójica
historia del béisbol y el fútbol, dos deportes nacidos en la
segunda mitad del siglo XIX cuyo desarrollo discurrió en paralelo hasta
que fue necesario organizarlos en algún tipo de competición.
La primera paradoja se produjo entonces. La sociedad estadounidense, forjada
sobre las bases de la libertad y la libre competencia, creó un monopolio
con el objetivo primordial de generar dinero para los propietarios de los equipos.
La sociedad victoriana, paradigma del clasismo y el inmovilismo, inventó en
cambio una competición abierta que se sometía al dictado de un
organismo burocrático (la federación), condenaba a los clubes
al endeudamiento y favorecía tan sólo, en último extremo,
a los aficionados.

El
fútbol ha sido precursor –y es
metáfora– de una cierta globalización
patrocinada por el Estado-federación, no por la
empresa-club

El concepto de Liga fue inventado en Nueva York. Se trataba, y así es
hasta hoy, de una Liga cerrada, en la que los propietarios de la competición
(los propios clubes) se distribuyeron a sí mismos un número limitado
de franquicias que daban derecho a participar. Los equipos son siempre los
mismos, jueguen bien o jueguen mal, y sus propietarios ganan notables cantidades
de dinero chantajeando a los aficionados y a los poderes públicos. ¿La
gente no acude al estadio? El equipo se va a otra ciudad. ¿El Ayuntamiento
no regala un estadio nuevo? El equipo se va a otra ciudad. El negocio es tan
seguro que las compañías de televisión compran clubes
para aumentar sus beneficios y pagar menos impuestos, y, sólo en segundo
término, para ampliar la audiencia. Un ejemplo debería bastar:
George W. Bush, que consiguió perder dinero hasta con una empresa petrolera
tutelada por los amigos de la familia, se hizo una pequeña fortuna con
el béisbol.

La comodidad financiera redunda en perjuicio de la competición: los propietarios
carecen de incentivos para contratar mejores (y más caros) jugadores y a mitad
de la temporada regular, cuando sólo cuatro o cinco franquicias aspiran
a la victoria en una de las dos ligas principales (National y American), la
mayoría de los partidos son de un tedio atroz. A veces se asiste a un
curioso espectáculo en el que ambos contrincantes se esfuerzan en perder,
porque los peores clasificados de cada año tienen prioridad en los fichajes
(drafts) para la temporada siguiente.

En el fútbol, por el contrario, no existen garantías ni clubes
financieramente saludables, quizá con la excepción del Manchester
United. La Football Association de Londres copió el sistema de Liga
americana, pero consideró poco caballeroso, y demasiado “profesional” (una
palabra malsonante en el fútbol hasta hace relativamente poco), conceder
la Liga en monopolio a un grupo limitado de franquicias, y decidió que
el poder correspondía a las federaciones, no a los clubes. Uno siente
la tentación, en la que no caen los autores de National
Pastime
, de
comparar las federaciones con el Estado. Los economistas demuestran que el
deporte bajo dirección federativa tiende a adoptar las decisiones más
razonables a largo plazo, aunque al principio parezcan absurdas, mientras que
el dirigido por las empresas se ciega ante el beneficio inmediato y se cierra
perspectivas.

Desde que un grupo de caballeros victorianos adoptó una filosofía
que hoy se da por supuesta, la competición empuja a los directivos a
gastar en jugadores más allá de lo razonable, porque quien más
partidos gana, más cobra (de la federación nacional o internacional,
y ahora de las televisiones), y el fútbol permanece condenado a bordear
continuamente la quiebra y a vivir en el desorden. Las apuestas, como en la
vida, son demasiado altas; un club que invierte grandes sumas para competir
internacionalmente, pero juega mal, no sólo es relegado a una división
local: el desfase entre gastos e ingresos puede llevarlo a la desaparición.

A la expansión del fútbol han contribuido, por supuesto, los
nacionalismos. Y los nacionalismos (o los furores aldeanos o las rivalidades
locales) han acarreado violencia, manipulación política y fraudes
de alto nivel. Pero estos elementos indeseables aparecen porque el fútbol
es un mercado abierto a todos los choques económicos y culturales. El
fútbol ha sido precursor, y es metáfora, de una cierta globalización
patrocinada por el Estado-federación, no por la empresa-club. El mercado
en el que las empresas son hegemónicas, el del béisbol, cerrado,
autorregulado, carente de violencia y atento a reducir en lo posible las desigualdades
entre los competidores, no se ha expandido geográficamente en más
de un siglo y sólo ha generado beneficios para un puñado de propietarios
y jugadores. El mercado caótico, salvaje, abundante en desastres financieros
y en teoría favorecedor de la desigualdad, el del fútbol, mueve
anualmente cifras que el béisbol ni siquiera sueña, y ha conquistado
el mundo, China incluida. Ha conquistado, sobre todo, los sueños de
la gente. Y lo ha conseguido prometiendo a los más pequeños la
oportunidad de enfrentarse a los más grandes. Quienes en los despachos
televisivos y en las sedes de los principales clubes de fútbol hacen
planes para crear una Liga europea cerrada, a imitación de la Major
Baseball League americana, deberían leer National
Pastime
, el libro
de Szymanski y Zimbalist. También deberían leerlo quienes desprecian
la función reguladora de los organismos burocráticos y quienes
sólo ven desorden, explotación y riesgos en la mundialización
de la economía.

Mercado, fútbol y béisbol.
Enric González

National Pastime: How Americans Play Baseball and the
Rest of the World Plays Soccer
(Pasatiempo nacional: por qué los estadounidenses juegan al béisbol
y el resto del mundo al fútbol)

Stefan Szymanski y Andrew Zimbalist, 267 págs.,
Brookings Institution Press
Washington, EE UU, 2005 (en inglés)

Llega el último minuto de la prórroga en el partido final de
la Copa del Mundo y un delantero que cojea marca el gol de la victoria. ¿Hay
algo más importante en el fútbol? Aunque parezca extraño,
sí. Hay algo mucho más importante que la más épica
de las victorias. Se trata de una dimensión espiritual que ha hecho
del fútbol el deporte planetario y lo ha convertido en metáfora
de un determinado modelo de globalización. El béisbol carece
de esa dimensión y por ello goza de la condición de anomalía:
se trata del único producto que Estados Unidos no ha conseguido exportar
más allá de su periferia caribeña.

El espíritu del fútbol no está en el juego ni en las
reglas, sino en el sistema de competición. El mejor equipo gana y el
peor desciende a la categoría inferior, sustituido por alguien que empuja
con fuerza desde abajo. Ese sistema permite que el más humilde club
del barrio más remoto pueda soñar con enfrentarse en cuestión
de pocos años al Real Madrid o al Milan. ¿Una tontería?
Todo lo contrario. El mecanismo de promociones y descensos es la clave de un
deporte que dejó hace tiempo de ser un juego y hoy sostiene, gracias
a su colosal audiencia, la expansión de los imperios multimedia.

Dos economistas, Stefan Szymanski y Andrew Zimbalist, han estudiado la paradójica
historia del béisbol y el fútbol, dos deportes nacidos en la
segunda mitad del siglo XIX cuyo desarrollo discurrió en paralelo hasta
que fue necesario organizarlos en algún tipo de competición.
La primera paradoja se produjo entonces. La sociedad estadounidense, forjada
sobre las bases de la libertad y la libre competencia, creó un monopolio
con el objetivo primordial de generar dinero para los propietarios de los equipos.
La sociedad victoriana, paradigma del clasismo y el inmovilismo, inventó en
cambio una competición abierta que se sometía al dictado de un
organismo burocrático (la federación), condenaba a los clubes
al endeudamiento y favorecía tan sólo, en último extremo,
a los aficionados.

El fútbol ha sido precursor –y
es metáfora–
de una cierta globalización patrocinada
por el Estado-federación, no por la empresa-club

El concepto de Liga fue inventado en Nueva York. Se trataba, y así es
hasta hoy, de una Liga cerrada, en la que los propietarios de la competición
(los propios clubes) se distribuyeron a sí mismos un número limitado
de franquicias que daban derecho a participar. Los equipos son siempre los
mismos, jueguen bien o jueguen mal, y sus propietarios ganan notables cantidades
de dinero chantajeando a los aficionados y a los poderes públicos. ¿La
gente no acude al estadio? El equipo se va a otra ciudad. ¿El Ayuntamiento
no regala un estadio nuevo? El equipo se va a otra ciudad. El negocio es tan
seguro que las compañías de televisión compran clubes
para aumentar sus beneficios y pagar menos impuestos, y, sólo en segundo
término, para ampliar la audiencia. Un ejemplo debería bastar:
George W. Bush, que consiguió perder dinero hasta con una empresa petrolera
tutelada por los amigos de la familia, se hizo una pequeña fortuna con
el béisbol.

La comodidad financiera redunda en perjuicio de la competición: los propietarios
carecen de incentivos para contratar mejores (y más caros) jugadores y a mitad
de la temporada regular, cuando sólo cuatro o cinco franquicias aspiran
a la victoria en una de las dos ligas principales (National y American), la
mayoría de los partidos son de un tedio atroz. A veces se asiste a un
curioso espectáculo en el que ambos contrincantes se esfuerzan en perder,
porque los peores clasificados de cada año tienen prioridad en los fichajes
(drafts) para la temporada siguiente.

En el fútbol, por el contrario, no existen garantías ni clubes
financieramente saludables, quizá con la excepción del Manchester
United. La Football Association de Londres copió el sistema de Liga
americana, pero consideró poco caballeroso, y demasiado “profesional” (una
palabra malsonante en el fútbol hasta hace relativamente poco), conceder
la Liga en monopolio a un grupo limitado de franquicias, y decidió que
el poder correspondía a las federaciones, no a los clubes. Uno siente
la tentación, en la que no caen los autores de National
Pastime
, de
comparar las federaciones con el Estado. Los economistas demuestran que el
deporte bajo dirección federativa tiende a adoptar las decisiones más
razonables a largo plazo, aunque al principio parezcan absurdas, mientras que
el dirigido por las empresas se ciega ante el beneficio inmediato y se cierra
perspectivas.

Desde que un grupo de caballeros victorianos adoptó una filosofía
que hoy se da por supuesta, la competición empuja a los directivos a
gastar en jugadores más allá de lo razonable, porque quien más
partidos gana, más cobra (de la federación nacional o internacional,
y ahora de las televisiones), y el fútbol permanece condenado a bordear
continuamente la quiebra y a vivir en el desorden. Las apuestas, como en la
vida, son demasiado altas; un club que invierte grandes sumas para competir
internacionalmente, pero juega mal, no sólo es relegado a una división
local: el desfase entre gastos e ingresos puede llevarlo a la desaparición.

A la expansión del fútbol han contribuido, por supuesto, los
nacionalismos. Y los nacionalismos (o los furores aldeanos o las rivalidades
locales) han acarreado violencia, manipulación política y fraudes
de alto nivel. Pero estos elementos indeseables aparecen porque el fútbol
es un mercado abierto a todos los choques económicos y culturales. El
fútbol ha sido precursor, y es metáfora, de una cierta globalización
patrocinada por el Estado-federación, no por la empresa-club. El mercado
en el que las empresas son hegemónicas, el del béisbol, cerrado,
autorregulado, carente de violencia y atento a reducir en lo posible las desigualdades
entre los competidores, no se ha expandido geográficamente en más
de un siglo y sólo ha generado beneficios para un puñado de propietarios
y jugadores. El mercado caótico, salvaje, abundante en desastres financieros
y en teoría favorecedor de la desigualdad, el del fútbol, mueve
anualmente cifras que el béisbol ni siquiera sueña, y ha conquistado
el mundo, China incluida. Ha conquistado, sobre todo, los sueños de
la gente. Y lo ha conseguido prometiendo a los más pequeños la
oportunidad de enfrentarse a los más grandes. Quienes en los despachos
televisivos y en las sedes de los principales clubes de fútbol hacen
planes para crear una Liga europea cerrada, a imitación de la Major
Baseball League americana, deberían leer National
Pastime
, el libro
de Szymanski y Zimbalist. También deberían leerlo quienes desprecian
la función reguladora de los organismos burocráticos y quienes
sólo ven desorden, explotación y riesgos en la mundialización
de la economía.

Enric González es corresponsal
de
El País en Roma, desde donde escribe,
además, una columna
semanal sobre fútbol.