El G-8 corre el riesgo de perder su sentido si no invita a más países a incorporarse al club.

La primera acción internacional del 44º presidente de EE UU debe ser unilateralmente multilateralista. El sucesor de George W. Bush debe anunciar, en su primer discurso sobre el Estado de la Unión, que Washington dejará de asistir a las reuniones del G-8 hasta que el grupo añada cinco miembros más a la mesa. Sólo cuando sea el G-13 –con Brasil, China, India, México y Suráfrica como participantes de pleno derecho–, regresará el líder del país más poderoso de la tierra al club más prestigioso.

A primera vista, la iniciativa podría parecer una retirada de los embrollos extranjeros que han lastrado la presidencia de Bush, una decisión de la Casa Blanca de alzar el puente levadizo y aislarse tras las costosas intervenciones de los siete últimos años. En realidad, sería todo lo contrario: el reconocimiento, con la mirada puesta en el futuro, de que Estados Unidos, aún la principal potencia pero ya insuficiente, no tiene más que una sola oportunidad de diseñar la arquitectura de un nuevo sistema internacional. La silla del presidente estadounidense no se quedaría vacía durante mucho tiempo. Celosos de sus respectivas invitaciones a la cumbre mundial, los demás miembros actuales del G-8 (Gran Bretaña, Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón y Rusia) se desvivirían para apoyar su plan. De esa forma, las potencias emergentes del siglo XXI se unirían por primera vez a las del XX en la misma mesa, en pie de igualdad. El G-13, reunido a mediados de 2009, sería la primera institución que reconocería el equilibrio geopolítico del nuevo siglo.

Ahora bien, esa cumbre sería sólo el principio de una aventura más amplia. A instancias del inquilino de la Casa Blanca, la primera labor del nuevo G-13 sería transformar las instituciones internacionales creadas por Washington al acabar la Segunda Guerra Mundial, con el fin de adaptarlas a los nuevos modelos de poder. Los recién llegados, en palabras del presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, serían invitados a convertirse en “accionistas responsables” del sistema internacional. El proceso se iniciaría con una reasignación de los derechos de voto en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y culminaría, al final, en la expansión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

El próximo presidente de Estados Unidos tomará posesión en plena vuelta de la rivalidad entre grandes potencias. Es inevitable que el país experimente un descenso de su poder relativo, aunque probablemente su capacidad económica y militar seguirá sin tener igual durante muchos años. La Casa Blanca tendrá que escoger entre intentar controlar las nuevas rivalidades o jugar con las estrategias de equilibrios que llevaron a Europa a la guerra abierta en los primeros decenios del siglo pasado. Con prudencia, Washington podrá conservar su hegemonía aunque su posición, en términos relativos, se debilite.

Pese al antiamericanismo despertado por las políticas del presidente George W. Bush, que Estados Unidos desempeñe un papel dirigente, sobre todo en comparación con las alternativas, sigue siendo una situación conveniente para gran parte del mundo.

Sin embargo, para que ese papel sea eficaz, debe ser incluyente y tratar de recobrar la legitimidad que otorga un sistema internacional basado en unas normas.