Se impone el establecimiento de una agenda común de objetivos concretos.

A pocos días del viaje inaugural del segundo mandato del presidente Bush que tendrá Europa como destino -y de la también anunciada visita al Viejo Continente de Condoleeza Rice, que simbólicamente será su primer periplo internacional como secretaria de Estado-, el reclamo de una agenda concreta para la comunidad euroatlántica parece relegado a la categoría de
voto piadoso -un esfuerzo poco realista de resucitar la complicidad transatlántica de la guerra fría-, a una más de las buenas intenciones que caracterizan los comienzos de etapa -la Comisión Europea recién estrenada, las expectativas de la Constitución Europea, además de la reelección del presidente Bush- y que proliferan, en particular en los análisis bienpensantes cada comienzo de año.

Porque nadie discute que los indicadores sociales nos describen una pujante comunidad euroatlántica. Los flujos de capital, servicios, inversiones, personas o ideas subrayan que las redes transatlánticas son cada día más tupidas, que atravesamos uno de los periodos más intensos de integración, que alcanza ámbitos como la inteligencia y la policía, en los que el progreso en los últimos años y meses ha de calificarse de exponencial. Por otra parte, no es exagerado afirmar que los Estados Unidos y la Unión Europea constituyen, hoy, la más potente asociación comercial del mundo, cimentada en el intercambio de más de 2.000 millones de euros diarios en mercancías y servicios. Y la Unión Europea compone con EE UU, de lejos, la más importante red bilateral de inversiones cruzadas, hasta el punto de que la adscripción de muchas de nuestras empresas punteras a esta o aquella ribera no pasa de ser un ejercicio puramente retórico.

Por otra parte, cierto es que mantenemos diferencias de calado que afectan a principios y valores, como la pena de muerte, el Protocolo de Kioto, la Corte Penal Internacional o el futuro de los foros multilaterales. Pero estas diferencias no son nuevas y nunca, hasta hoy, se han esgrimido para argumentar la incompatibilidad de Europa y los Estados Unidos.

Dicho todo lo anterior, y por paradójico que resulte, la ciudadanía a ambos lados del Atlántico percibe que el partenariado estratégico entre América y Europa está roto, tal vez perdido para siempre. Y este estado de opinión entra en resonancia con quienes desde esta orilla propugnan construir una Europa que defina su identidad como contrapoder o contrapeso de la hiperpotencia americana, y quienes desde la ribera oeste entienden que ya es hora de que los Estados Unidos se sacudan el eurocentrismo que ha marcado su política exterior durante buena parte del siglo xx y asuma de una vez por todas y sin complejos que su estrategia de seguridad nacional cimentada sobre la hegemonía (militar, en particular) pasa por la acción preventiva y el unilateralismo.

Los partidarios de la Europa "potencia" frente a los Estados Unidos y quienes, desde EE UU, consideran que cualquier partenariado con Europa lastrará los intereses norteamericanos frente a los que consideran principales retos del nuevo siglo -la consolidación de China como potencia y los problemas del "Oriente Medio Ampliado"- esgrimen el enfrentamiento de dos percepciones diferentes de las nuevas amenazas y la forma de combatirlas, ancladas en cierta manera en tiempos históricos distintos, que naturalmente llevan a dos visiones de la realidad internacional.

El acontecimiento definitorio de nuestra realidad europea sigue siendo el derribo del muro de Berlín, el colapso subsiguiente de la Unión Soviética y el comunismo europeo que ha alumbrado la gozosa realidad de la nueva Unión de 25 miembros, la dimensión continental recobrada. Esta Europa que, de la lógica de guerra a la paz y la prosperidad enarbolada con orgullo, inscribe sus logros en la negociación y la diplomacia del Estado de Derecho, y propugna la doctrina del "realismo", del equilibrio de poderes. En la otra orilla, los Estados Unidos viven en la era del 11 de septiembre, sintiéndose por primera vez en su historia vulnerables en su propia casa, enfrentados a una amenaza existencial global, caracterizada por su objetivo de destrucción total de las señas de identidad de su sociedad, de Occidente. Los americanos están en guerra contra el terrorismo, mientras los europeos abordan mayoritariamente la cuestión desde la perspectiva de una lacra que hay que combatir, con planteamientos equivalentes a la lucha contra el tráfico de drogas o la inmigración ilegal. Para ellos, el terrorismo es ante todo un asunto de seguridad; en tanto para nosotros prima el aspecto humanitario, como pone de manifiesto la nueva Constitución Europea, que consagra en su artículo I.43 la cláusula de solidaridad en caso de atentado o amenaza terrorista en estricto pie de igualdad con la solidaridad en caso de catástrofe natural o creada por la mano del hombre.

La distinta concepción surge, asimismo, a la hora de abordar la responsabilidad de defender y promover los valores de libertad y democracia como ha puesto de relieve el debate en torno a la iniciativa americana del "Oriente Medio Ampliado" y el diferente concepto de "diplomacia humanitaria", que opone, en última instancia, un análisis en el que el mundo se presenta sin asperezas hasta el día en que irrumpe la crisis o la catástrofe a la visión de una realidad internacional moldeable y cuya transformación se considera un deber.

Frente a este panorama se erige la sustancia misma de nuestro proyecto social y el entendimiento de que tenemos una responsabilidad y un interés compartidos en impulsar estos valores de libertad y democracia en el mundo, así como la constatación de que la pujanza de las relaciones económicas y sociales bilaterales es incompatible a largo plazo con el mantenimiento del actual clima enrarecido de mutua desconfianza política.
Siguiendo a Monnet en sus Memorias, "hay que cambiar el curso de los acontecimientos. Para ello hay que cambiar el espíritu de los hombres. Las palabras no bastan. Sólo una acción inmediata (…) puede cambiar el estado estático actual. Necesitamos una acción profunda, real, inmediata y dramática que cambie las cosas (…)". Esto es, además de la reflexión sobre la etiología de la brecha transatlántica, se impone el establecimiento de un método de acción bien conocido por los europeos: una agenda común de objetivos concretos. Desde la confianza que la historia nos da.

Se impone el establecimiento de una agenda común de objetivos concretos. Ana Palacio

A pocos días del viaje inaugural del segundo mandato del presidente Bush que tendrá Europa como destino -y de la también anunciada visita al Viejo Continente de Condoleeza Rice, que simbólicamente será su primer periplo internacional como secretaria de Estado-, el reclamo de una agenda concreta para la comunidad euroatlántica parece relegado a la categoría de
voto piadoso -un esfuerzo poco realista de resucitar la complicidad transatlántica de la guerra fría-, a una más de las buenas intenciones que caracterizan los comienzos de etapa -la Comisión Europea recién estrenada, las expectativas de la Constitución Europea, además de la reelección del presidente Bush- y que proliferan, en particular en los análisis bienpensantes cada comienzo de año.

Porque nadie discute que los indicadores sociales nos describen una pujante comunidad euroatlántica. Los flujos de capital, servicios, inversiones, personas o ideas subrayan que las redes transatlánticas son cada día más tupidas, que atravesamos uno de los periodos más intensos de integración, que alcanza ámbitos como la inteligencia y la policía, en los que el progreso en los últimos años y meses ha de calificarse de exponencial. Por otra parte, no es exagerado afirmar que los Estados Unidos y la Unión Europea constituyen, hoy, la más potente asociación comercial del mundo, cimentada en el intercambio de más de 2.000 millones de euros diarios en mercancías y servicios. Y la Unión Europea compone con EE UU, de lejos, la más importante red bilateral de inversiones cruzadas, hasta el punto de que la adscripción de muchas de nuestras empresas punteras a esta o aquella ribera no pasa de ser un ejercicio puramente retórico.

Por otra parte, cierto es que mantenemos diferencias de calado que afectan a principios y valores, como la pena de muerte, el Protocolo de Kioto, la Corte Penal Internacional o el futuro de los foros multilaterales. Pero estas diferencias no son nuevas y nunca, hasta hoy, se han esgrimido para argumentar la incompatibilidad de Europa y los Estados Unidos.

Dicho todo lo anterior, y por paradójico que resulte, la ciudadanía a ambos lados del Atlántico percibe que el partenariado estratégico entre América y Europa está roto, tal vez perdido para siempre. Y este estado de opinión entra en resonancia con quienes desde esta orilla propugnan construir una Europa que defina su identidad como contrapoder o contrapeso de la hiperpotencia americana, y quienes desde la ribera oeste entienden que ya es hora de que los Estados Unidos se sacudan el eurocentrismo que ha marcado su política exterior durante buena parte del siglo xx y asuma de una vez por todas y sin complejos que su estrategia de seguridad nacional cimentada sobre la hegemonía (militar, en particular) pasa por la acción preventiva y el unilateralismo.

Los partidarios de la Europa "potencia" frente a los Estados Unidos y quienes, desde EE UU, consideran que cualquier partenariado con Europa lastrará los intereses norteamericanos frente a los que consideran principales retos del nuevo siglo -la consolidación de China como potencia y los problemas del "Oriente Medio Ampliado"- esgrimen el enfrentamiento de dos percepciones diferentes de las nuevas amenazas y la forma de combatirlas, ancladas en cierta manera en tiempos históricos distintos, que naturalmente llevan a dos visiones de la realidad internacional.

El acontecimiento definitorio de nuestra realidad europea sigue siendo el derribo del muro de Berlín, el colapso subsiguiente de la Unión Soviética y el comunismo europeo que ha alumbrado la gozosa realidad de la nueva Unión de 25 miembros, la dimensión continental recobrada. Esta Europa que, de la lógica de guerra a la paz y la prosperidad enarbolada con orgullo, inscribe sus logros en la negociación y la diplomacia del Estado de Derecho, y propugna la doctrina del "realismo", del equilibrio de poderes. En la otra orilla, los Estados Unidos viven en la era del 11 de septiembre, sintiéndose por primera vez en su historia vulnerables en su propia casa, enfrentados a una amenaza existencial global, caracterizada por su objetivo de destrucción total de las señas de identidad de su sociedad, de Occidente. Los americanos están en guerra contra el terrorismo, mientras los europeos abordan mayoritariamente la cuestión desde la perspectiva de una lacra que hay que combatir, con planteamientos equivalentes a la lucha contra el tráfico de drogas o la inmigración ilegal. Para ellos, el terrorismo es ante todo un asunto de seguridad; en tanto para nosotros prima el aspecto humanitario, como pone de manifiesto la nueva Constitución Europea, que consagra en su artículo I.43 la cláusula de solidaridad en caso de atentado o amenaza terrorista en estricto pie de igualdad con la solidaridad en caso de catástrofe natural o creada por la mano del hombre.

La distinta concepción surge, asimismo, a la hora de abordar la responsabilidad de defender y promover los valores de libertad y democracia como ha puesto de relieve el debate en torno a la iniciativa americana del "Oriente Medio Ampliado" y el diferente concepto de "diplomacia humanitaria", que opone, en última instancia, un análisis en el que el mundo se presenta sin asperezas hasta el día en que irrumpe la crisis o la catástrofe a la visión de una realidad internacional moldeable y cuya transformación se considera un deber.

Frente a este panorama se erige la sustancia misma de nuestro proyecto social y el entendimiento de que tenemos una responsabilidad y un interés compartidos en impulsar estos valores de libertad y democracia en el mundo, así como la constatación de que la pujanza de las relaciones económicas y sociales bilaterales es incompatible a largo plazo con el mantenimiento del actual clima enrarecido de mutua desconfianza política.
Siguiendo a Monnet en sus Memorias, "hay que cambiar el curso de los acontecimientos. Para ello hay que cambiar el espíritu de los hombres. Las palabras no bastan. Sólo una acción inmediata (…) puede cambiar el estado estático actual. Necesitamos una acción profunda, real, inmediata y dramática que cambie las cosas (…)". Esto es, además de la reflexión sobre la etiología de la brecha transatlántica, se impone el establecimiento de un método de acción bien conocido por los europeos: una agenda común de objetivos concretos. Desde la confianza que la historia nos da.

Ana Palacio, ex ministra española de Asuntos Exteriores, es presidenta de la Comisión Mixta Congreso-Senado para la Unión Europea.