Los narcotraficantes de México se han convertido en una auténtica insurgencia. Sólo el año pasado la violencia se ha cobrado más vidas que estadounidenses muertos en la guerra de Irak. Y el fin no parece próximo.

 

Lo que más recuerdo de mi regreso a México, el año pasado, son las narcomantas. Así es como todo el mundo llama a esas pancartas de la droga. De tres o cuatro metros de largo y uno o dos de alto, estaban colgadas en los parques y en las plazas de Monterrey. Llevaban mensajes pintados a mano en grandes letras negras. Todas decían prácticamente lo mismo, incluso tenían mal escrito el mismo nombre con el mismo error. Otras mantas similares aparecieron en ocho ciudades mexicanas aquel día 26 de agosto de 2008.

Las pancartas eran seguramente obra del cartel de la droga del Golfo, una de las bandas de narcotraficantes más importantes de México. Su rival de la costa del Pacífico, el cartel de Sinaloa, había entrado en territorio del Golfo, cerca de Texas, y los dos grupos estaban librando una guerra de propaganda además de enfrentamientos armados cada vez más intensos. Una pancarta acusaba al presunto líder del cartel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán Loera, de contar con la protección del presidente mexicano, Felipe Calderón, y del Ejército. Al poco rato, la policía local llegó y retiró educadamente las mantas.

He vivido durante diez años en México, pero nunca había visto nada semejante. Me fui en 2004, justo un año antes de que los problemas tradicionales del país con el narcotráfico empezaran a empeorar. Monterrey era la región más segura de México cuando vivía allí, gracias a su sólida economía y al firme control social de una élite empresarial. Hoy, los narcotraficantes actúan abierta y descaradamente y no temen a la policía ni al Gobierno.

Según los periódicos, esa semana hubo en Monterrey 167 asesinatos relacionados con las drogas. Cuando vivía allí, no había que contar los asesinatos por semanas. En total sólo había alrededor de un millar de asesinatos relacionados con la droga al año. El México al que volví en 2008 terminó el año con un recuento de más de 5.300 muertos. Casi el doble del año anterior, y más que todos los soldados estadounidenses muertos en Irak.

Pero no sólo me escandalizó el número de asesinatos. Cuando vivía en México, de vez en cuando aparecía un miembro de una banda ejecutado, quizá con las manos atadas con cinta adhesiva, envuelto en una alfombra y abandonado en un callejón. Pero en agosto del año pasado los periódicos mostraban un nuevo tipo de matanza: de los 167 muertos de la semana, 24 eran policías, 21 habían sido decapitados y 30 mostraban señales de tortura. Unos campesinos encontraron 12 cuerpos sin cabezas amontonados en Yucatán. Otros cuatro cadáveres decapitados aparecieron en Tijuana, la misma ciudad en la que luego dejaron unos barriles de ácido con restos humanos delante de un restaurante de pescado. Un par de semanas después, alguien arrojó dos granadas durante la celebración del Día de la Independencia, en Morelia, que mató a ocho e hirió a docenas. Y en cualquier momento pueden verse en YouTube vídeos de bandas mexicanas ejecutando a sus rivales.

           
México está arruinado por una insurgencia criminal capitalista, mientras la mayoría de estadounidenses no tiene ni idea de lo que ocurre justo a su lado
           

Luego están las armas. Antes, los carteles se conformaban con fusiles de asalto y pistolas de gran calibre, que compraban, sobre todo, en tiendas estadounidenses. Ahora, las autoridades mexicanas están encontrando arsenales que antes habrían sido imposibles de imaginar. El antiguo responsable estadounidense de la lucha contra la droga, el general Barry McCaffrey, estuvo en México hace poco y esto es lo que descubrió:

 “Las autoridades y las fuerzas del orden mexicanas están peor armadas y se enfrentan a ataques de auténticos escuadrones que emplean gafas de visión nocturna, interceptación electrónica, comunicaciones en clave, operaciones de información muy sofisticadas, vehículos sumergibles en el mar, helicópteros y aviones modernos, armas automáticas, cohetes lanzagranadas, cohetes de 66mm anticarros de combate, minas, ametralladoras pesadas, fusiles de francotirador de [calibre] 50, uso masivo de granadas de mano militares y los últimos modelos de ametralladoras lanzagranadas de 40mm”.

Éstas son las armas que los narcotraficantes están empleando contra el Gobierno mexicano a medida que Calderón intensifica la guerra contra los carteles.

El aumento de la violencia relacionada con las drogas en México ha ido acompañado de un incremento similar de los secuestros. Este viejo problema, que antes sólo se daba en algunas regiones inestables, se ha convertido en una crisis nacional. Cuando estaba en Monterrey, el supervisor de la oficina local de la AFI –el FBI mexicano– fue acusado de dirigir una banda de secuestradores. Hace poco, secuestraron y mataron en México, DF al hijo de un magnate del sector de artículos deportivos.

Las clases dirigentes se refugian en auténticos búnkeres, protegidos por cámaras de vídeo y verjas de seguridad. Otros huyen a lugares como San Antonio y McAllen, en Texas. Entre ellos el presidente del grupo de periódicos Reforma. En agosto, la situación culminó en manifestaciones por todo el país en las que ciudadanos vestidos de blanco llevaban velas y exigían el fin de la violencia.

En Monterrey, casi todos los participantes eran de clase media y alta, gente que considera las manifestaciones algo propio de obreros y radicales. En todo el tiempo que había vivido en el país, sólo había visto protestar a ese tipo de gente en una ocasión: durante la crisis del peso de 1994, cuando México estuvo al borde de la bancarrota económica.

 
 

La guerra contra el terror: cuando Felipe Calderón declaró la guerra a los carteles de la droga, se encontró envuelto en una batalla política.   

He viajado por la mayoría de los 31 Estados mexicanos, he escrito dos libros sobre el país y, sin embargo, hoy me cuesta reconocer este lugar. México está destrozado por una rebelión de criminales capitalistas. Está luchando para sobrevivir. Y los estadounidenses, en general, no tienen ni idea de lo que está ocurriendo en el país vecino.

Qué pasó en los cuatro años que estuve fuera? La droga estaba ya presente, por supuesto, alimentada por la demanda de Estados Unidos. También había un excedente de armas y de bandas dispuestas a utilizarlas. Cuando vivía en México, la violencia relacionada con la droga era noticia, pero no con las dimensiones de hoy.

Recuerdo que entonces había otras preocupaciones más solemnes: México estaba deshaciéndose pacíficamente de 70 años de gobierno autoritario de un partido único y soñaba con convertirse en una democracia próspera y estable. Pero el Estado monopartidista de México, dirigido por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), dejó paso al control de unos cuantos partidos que eran tan pasivos y poco responsables como sus predecesores autoritarios. Se peleaban por minucias en el Congreso, y las esperadas reformas no llegaban. El control político centralizado del PRI había desaparecido, pero no hubo nada que lo sustituyera de manera eficaz. Ese vacío abrió nuevas posibilidades para los delincuentes, y las instituciones mexicanas no estuvieron a la altura de las nuevas amenazas.

Casi todos los carteles que luchan hoy por las rutas de la droga hacia Estados Unidos nacieron en el Estado de Sinaloa, en la costa del Pacífico. El narcotráfico mexicano comenzó sobre todo entre los habitantes del campo y de la montaña, de aldeas sin ley, conocidos por ser especialmente broncos. La marihuana y las amapolas de opio crecen con facilidad en las colinas de Sinaloa. Se ha desarrollado una narcocultura que venera a los traficantes y su estilo matón y pueblerino, conocido como buchón. Los paletos se han convertido en héroes. Se han instalado en barrios acomodados y en las fiestas disparan al aire con sus armas. Los grupos musicales cantan sus proezas y los universitarios saben cómo murieron. Sinaloa es un lugar en el que la gente de la ciudad imita a los catetos y los jóvenes sueñan con unirse a ellos.

Desde que dejé México, esos renegados se han convertido en una amenaza para la seguridad nacional. Los mercados de la droga en la región han cambiado mucho. En Colombia, el Gobierno empezó a tener más éxito en su lucha contra los narcotraficantes que se habían apoderado de grandes zonas del país. La labor de las fuerzas del orden en el Caribe también mejoró. Las rutas del contrabando mexicano se convirtieron de pronto en la mejor vía para llevar la droga latinoamericana a EE UU. Los carteles mexicanos no podían dejar que sus rivales se adueñaran de las nuevas rutas, para evitar que se hiciesen más fuertes. Las bandas empezaron a disputarse el territorio en una guerra cada vez más brutal, con múltiples frentes: Acapulco, Monterrey, Tijuana, Juárez, Nogales y, por supuesto, Sinaloa.

Con la guerra entre bandas de narcotraficantes y todo el dinero disponible por las ventas de drogas a los estadounidenses –según cálculos fiables, unos 25.000 millones de dólares al año (19.548 millones de euros)–, los pistoleros de los carteles no se conformaron con la limitada selección de armas que encontraban en las miles de tiendas repartidas por la frontera de EE UU. De modo que buscaron –y adquirieron– el armamento más poderoso del mundo. Hoy, los pistoleros pueblerinos están convirtiéndose en modernas organizaciones paramilitares.

 

LA CORRUPCIÓN LOCAL

Con la incapacidad del Estado de reformarse y modernizarse, los carteles vieron su oportunidad. Tradicionalmente, México ha prestado poca atención a sus ciudades. Tienen escasa capacidad fiscal. No puede reelegir a sus alcaldes. El cambio constante de Gobierno fomenta la incompetencia, la improvisación y la corrupción. Los policías locales están mal pagados, mal entrenados y mal equipados, tienen que racionar las municiones y la gasolina y son presa fácil de los sobornos. La moral es pésima. Por consiguiente, la que debería ser la primera línea de defensa contra las bandas criminales es, por el contrario, una institución anémica y fácil de comprometer. México está incapacitado, y unas bandas que, en otra situación habrían sido eliminadas por las autoridades locales, han podido crecer hasta convertirse en una poderosa fuerza que hoy está atacando al propio Estado.

El primer indicio de problemas se vio en Nuevo Laredo a finales de 2005. Durante meses, los carteles del Golfo y Sinaloa llevaron a cabo tiroteos callejeros y asesinatos nocturnos en esta ciudad fronteriza. Un jefe de policía fue asesinado a las pocas horas de su toma de posesión. La policía estatal y la municipal tomaron partido en la lucha entre carteles. Los periódicos tuvieron que dejar de informar por miedo a las represalias.

 
 

El santo de los traficantes: la adoración de la narcocultura en Sinaloa y su inspiración, san Jesús Malverde.   

Llegó Calderón, que juró su cargo a finales de 2006, decidido a abordar la guerra cada vez más intensa entre los carteles mexicanos. Acabó con las viejas medidas tibias de capturar cargamentos –que quedaban muy bien pero hacían poco daño a las bandas– y empezó a extraditar a Estados Unidos a los jefes y a sus lugartenientes –más de 90 hasta hoy–, que estaban ya presos y tenían órdenes de búsqueda y captura en el vecino del norte.

Pero cuando Calderón buscó en México aliados que le ayudasen a intensificar la guerra contra los narcotraficantes, encontró a pocos gobiernos y policías locales que no hubieran caído ya en la disfunción por culpa de la escasez de fondos. Así que tuvo que recurrir a la única herramienta capaz de afrontar la tarea: el Ejército. El presidente mexicano también ha pedido ayuda a Estados Unidos. La Iniciativa de Mérida, lanzada en abril de 2008, consiste en multiplicar por 10 la ayuda de EE UU en materia de seguridad, hasta alcanzar los 1.400 millones de dólares (1.093 millones de euros) en varios años, para proporcionar a las fuerzas mexicanas equipamiento de calidad, desde helicópteros hasta tecnología de vigilancia.

Luchar contra las bandas criminales con un Ejército nacional es una solución imperfecta, pero Calderón ha logrado algunas victorias. Ha capturado o matado a jefes muy importantes. Las incautaciones de armas han sido masivas. En noviembre, en Reynosa, el Ejército se hizo con una casa que contenía el mayor alijo de armas jamás hallado en el país, con 540 fusiles, 500.000 piezas de munición y 165 granadas.  

Los carteles han reaccionado con el tipo de brutalidad de buchón que tanto me escandalizó cuando volví a México. Además de luchar entre sí, se enfrentan al propio Estado mexicano, y no parece que los asesinatos vayan a disminuir. El Ejército tiene menos armas, incluso con la ayuda de Estados Unidos. Las depuraciones realizadas por Calderón de cientos de funcionarios públicos por corrupción –muchos, policías– pueden parecer impresionantes, pero consiguen poca cosa. El problema no son los individuos, es el sistema. Hasta que las ciudades no tengan el poder y el dinero necesarios para disponer de una policía local fuerte y bien remunerada, las bandas criminales seguirán siendo una amenaza nacional en vez de una molestia regional. Existen pocos motivos para creer que 2009 va a ser diferente, y hay razones para temer que empeore. La crisis financiera está afectando enormemente a México. No está claro cuánto tiempo va a poder resistir. Por ahora, la inercia favorece a las bandas.

 

EL PAPEL DE EE UU

Los estadounidenses observan estas turbulencias con un desapego curioso. Una señal de alarma es Phoenix. Esta ciudad ha sustituido a Miami como principal puerta de entrada de drogas a EE UU. El caos de los carteles en México está empujando hacia el norte a tipos temibles, matones dispuestos a trabajar para quien sea. Phoenix se ha visto inundada de secuestros: 366 sólo en 2008, frente a 96 de hace diez años. La mayoría de los que cometen esos crímenes proceden de Sinaloa, a varios cientos de kilómetros al sur. Hace poco, unos mexicanos disfrazados de policías y dotados de armas de grueso calibre y tácticas militares irrumpieron en la casa de un traficante, le mataron y se apoderaron de su mercancía.

La ciudad aguanta, por ahora. Su competente policía local se las arregla para contener el problema. Los responsables dicen que no se ha secuestrado a nadie ajeno al narcotráfico y que, en los casos que tienen asignados, no ha muerto ninguna víctima de secuestro. Así, los residentes de la ciudad viven en la ignorancia de que cada año, a su lado, son secuestrados cientos de individuos relacionados con el inframundo del narcotráfico.

No obstante, la violencia y el crimen están avanzando a paso rápido, y los estadounidenses serían unos insensatos si creen que departamentos de policía como el de Phoenix, por buenos que sean, pueden seguir mucho tiempo sin ceder a las presiones. Como me dijo un agente de policía, “nuestro miedo es que nos vamos a encontrar con la horma de nuestro zapato”.  














¿Algo más?






 

Niall Ferguson, en Dinero y poder en el mundo moderno (Madrid, Taurus, 2001), pone en duda la idea de que la libertad económica y la paz son interdependientes. Para una comparación entre el eje del caos y otros lugares con problemas, véase el ‘Índice de Estados fallidos’ (Foreign Policy edición española, julio/agosto, 2008).

Los Angeles Times abre una ventana al mundo de la droga en México con su serie ‘Mexico Under Siege’. También es muy recomendable el reportaje de Alma Guillermoprieto ‘Days of the Dead’ (The New Yorker, 10 de noviembre de 2008). Fernando Henrique Cardoso analiza por qué está fracasando la guerra contra las drogas en www.esglobal.org.