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Un estudiantes pinta en las ventanas de la Fiscalía General protestando por la desaparición de 43 estudiantes en Iguala (Omar Torres/AFP/Getty Images).
Los asesinatos, las desapariciones y las amenazas, se han convertido en una herramienta habitual de la narcopolítica para conquistar y controlar el espacio democrático de la sociedad civil de México.
“Aquí la gente prefiere no saber… porque uno está más seguro cuando menos sabe” me dice un campesino en la Costa Grande guerrerense. “Los hombres no van a los entierros y las mujeres solo van a llorar al difunto. No hablan, nadie pregunta de qué murió, qué le pasó”. Y es que en Guerrero nunca sabes -aunque lo conozcas- a quién tienes en frente, en qué está implicado o para quién trabaja. Por eso el silencio es la norma. O lo era, hasta la trágica noche del pasado 26 de septiembre en Iguala, cuando la policía municipal –presuntamente- mató a seis personas y entregó al cártel de los Guerreros Unidos a 43 estudiantes de magisterio de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, que todavía siguen desaparecidos. Pero no ha sido la atrocidad de los crímenes ...
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