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Mexicanos que apoyaron la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, México, 2018. Pedro Pardo/AFP/Getty Images

La refundación del país precisa de algo más que un cambio de presidente o de ideología, necesita una transformación de la participación política de los mexicanos en la que sean no solo votantes sino ciudadanos.

La reciente jornada electoral que vivió México confirmó lo que las encuestas y sondeos preelectorales ya señalaban consistentemente: Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia con una ventaja contundente, acumulando incluso un apoyo mayor al que había logrado Vicente Fox en 2000, el año que marcó el fin de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, en poder desde 1929. Lo que sorprendió —entusiasmo a muchos, y preocupó a otros tantos— fue la victoria aplastante de Morena, el partido de López Obrador, en ambas cámaras del Congreso, en los Estados donde se renovaron las gubernaturas y en los municipios, donde se escogieron los alcaldes. Una victoria contundente, la prueba irrefutable del hastío que sienten los mexicanos por sus élites políticas, de la determinación de castigar a los dos partidos que se alternaban en el poder, perpetuando los mismos vicios, las mismas ineficiencias.

Muchos simpatizantes de López Obrador y de la formación Morena viven ahora un periodo de euforia y enorme esperanza de que se produzca un cambio, la anunciada cuarta refundación de México, prometida por el Presidente electo en la campaña. Otros ven el futuro incierto, temen que el país sucumba a la deriva autoritaria, en el caso extremo, semejante a la de Venezuela chavista. Unos ven a López Obrador como un líder del futuro, otros, del pasado.

La sombra de Hugo Chávez que acompaña a López Obrador desde 2006 tiene origen en la estrategia de sus adversarios electorales, quienes hábilmente explotaron el miedo de la clase media mexicana al modelo venezolano. Pero también debemos reconocer que se justifica por el carácter heterogéneo de los militantes de Morena y un fuerte liderazgo personal. Éste es un partido nuevo, creado en 2011 como vehículo electoral para el político disidente del PRI, y después del PRD. Las candidaturas locales de esta formación han hecho su campaña utilizando la imagen de su líder. La omnipresencia de López Obrador en la campaña de Delfina Gómez Álvarez para las elecciones del Estado de México en 2017 provocó muchas críticas y alejó a la candidata de los votantes que querían a alguien que se sostuviera por méritos propios. En la reciente campaña por la presidencia no faltaron declaraciones polémicas de López Obrador sobre la revocación de las reformas estructurales recién aprobadas, cambios de rumbo en la política de seguridad o la exterior. La ambigüedad de discursos y promesas permitió al candidato sumar apoyo de públicos muy diversos, desde los movimientos radicales, hasta los intelectuales comprometidos con la democracia y un México incluyente. Un ejemplo más contundente de esta ambigüedad fue la declaración del escritor y colaborador de López Obrador, Paco Ignacio Taibo II, quien afirmó que —de ganar las elecciones— se expropiarían las empresas que no quieran colaborar con el nuevo presidente. Una declaración inmediatamente desmentida por el propio candidato, quien se comprometió a gobernar con el respeto absoluto a ley y bajo el principio de reconciliación.

De igual manera, el discurso de López Obrador en el hotel Hilton, en la noche de las elecciones ganadas, se dirigió en gran medida a los que no votaron por él, prometiendo gobernar para todos los mexicanos. La reunión con los empresarios, el perfil moderado y meritorio de varios de los miembros del gabinete propuestos, y quienes trabajan ya en la transición, son medidas que han asegurado un ambiente de tranquilidad, incluso de los mercados, que no perdonarían derivas chavistas.

López Obrador no es Hugo Chávez, ni su proyecto busca emular al proyecto venezolano. Sin embargo, una vez en el poder, tendrá que enfrentar las consecuencias de las expectativas contradictorias que ha creado su campaña y de las alianzas oportunistas que ha creado. La promesa de un gobierno limpio y honesto choca con la presencia de figuras del pasado como Napoleón Gómez Urrutia, exlíder del sindicado de minero, acusado de robar millones de dólares a los afiliados. Las negociaciones con Fernando González, yerno de Elba Esther Gordillo, quien manejaba al sindicato de maestros antes de ser encarcelada por corrupción, ponen en entredicho la promesa de cambio y refundación del sistema educativo de México. Una vez ganadas las elecciones, los que movilizaron el voto presentarán sus facturas por cobrar.

El peligro que viene no son las expropiaciones ni el autoritarismo. El peligro que viene es la desilusión por promesas no cumplidas, por la persistencia de la corrupción, de la pobreza, de la inseguridad. Porque Andrés Manuel López Obrador sí representa el pasado, un pasado muy mexicano, muy latinoamericano.

Las imágenes del festejo postelectoral recuerdan a las reflexiones de Octavio Paz sobre la cultura política mexicana, publicadas hace 40 años en la obra El ogro filantrópico. Historia y política 1971-1978. Una sociedad que busca fusionar en la autoridad política la figura del señor presidente y el caudillo. El presidente apela a la ley, pero es un dictador constitucional. El caudillo es el héroe épico, que está por encima de la ley, la crea a su antojo. Cuando Taibo habló de expropiar a los empresarios, definió a López Obrador como “un caudillo radical, competente y honesto”, una figura añorada por muchos simpatizantes. El vídeo Hoy despierto que circuló en las redes después de la victoria proyecta esta figura del patriarca, que es bueno, es sabio y es poderoso, va a salvar al pueblo, va a redimir a los oprimidos, borrar el pasado y construir un futuro glorioso.

Lo que necesita México, lo que necesita Latinoamérica, es despertar de este sueño que el cambio viene de una figura mesiánica, que nos libera de la obligación de participar en la política, de entrar en el espacio público como ciudadanos, no solamente votantes. Los que apoyan y creen en López Obrador, lo suben en el pedestal del salvador. Los que desconfían de él, leen la carta abierta de Denise Dresser y prometen, ahora sí, vigilar al nuevo presidente. Pero ¿por qué no vigilamos al presidente saliente? ¿Por qué no vigilamos a Vicente Fox cuando entró con su bono democrático de la alternancia? ¿Qué cambió ahora? ¿Qué aprendimos el 1 de julio que no habíamos aprendido antes?

La verdad es que somos la misma sociedad, una que busca ser rescatada, aunque promete construir la democracia. Otorgamos el poder del cambio a los presidentes y los responsabilizamos porque el cambio no se consume, porque queda chiquito. Confiamos que la transformación del partido en el poder va a resolver los problemas sociales complejos, que se han acumulado a través de las décadas, mientras observábamos indiferentes, o incapaces de vigilar a las élites.

Esperemos que el triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador traiga cambios positivos para México, que las contradicciones que enfrenta entre las demandas de sus bases radicales y los simpatizantes moderados no se traduzcan en la parálisis, o peor aún, en movilizaciones permanentes. Sin embargo, el cambio del partido en el poder no es suficiente, incluso el cambio en la orientación política no es suficiente. No vamos a ser testigos de una refundación, ni debemos aspirar a ésta mientras no nos comprometamos con transformar nuestra forma de participar en la política.