Finales de febrero de 2003, unas semanas antes de la invasión estadounidense de Irak. La Administración del presidente George W. Bush todavía carecía de una verdadera estrategia para el país vecino, líder hegemónico de la región en potencia. Como responsable de asuntos iraníes en la oficina del secretario de Defensa, yo estaba desesperado. Estábamos a punto de invadir el país mesopotámico sin una política definitiva hacia su más acerbo enemigo. Temía una repetición de Vietnam y veía en Irán una nueva ruta Ho Chi Minh –el hilo de Ariadna del enemigo, que serpenteaba a través de Laos y Camboya y que colaboró en la debacle de EE UU en el sureste asiático; sabía que la República Islámica no cejaría hasta repetir aquel desastre en Oriente Medio desde el momento en que las tropas estadounidenses se plantaran en Bagdad–, del mismo modo en que nos había golpeado en Líbano, Arabia Saudí y otros lugares durante décadas.

En realidad, yo sabía por mis fuentes que Teherán ya había preparado una red completa de agentes, intermediarios y armas listos para desafiar a Estados Unidos tan pronto como Washington depusiera a Sadam Husein. También sabía que sería absurdo asumir –como hicieron muchos en la Administración Bush– que se podía confiar en que los numerosos líderes políticos y religiosos proiraníes de Irak cooperarían en el objetivo declarado por Washington de construir “un Irak unido democrático y pacífico”. Había hablado con muchas de esas personas y tenía buenas relaciones con los representantes de varios prominentes líderes religiosos chiíes. No era un ideólogo y hablaba farsí. Me empapé de cultura e historia islámicas. Sospechaba que muchos de esos individuos eran agentes iraníes, incluido el oportunista Ahmed Chalabi, el “hombre para todas las facciones”, una suspicacia confirmada cuando me dijeron más adelante que él había animado al clérigo chií proiraní Múqtada al Sáder “a tumbar” a los marines estadounidenses en Nayaf.

No fui muy valiente, sin embargo. No me enfrenté a mi jefe en la oficina de Planes Especiales, Douglas Feith, ni a su superior, el vicesecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, para defender mis grandes temores de que Irán pudiera estropear nuestros planes para Irak, causando estragos en la región. En la atmósfera febril del momento, no pensé que fueran a tomarse mis preocupaciones en serio, y estaba convencido de que Feith estaba demasiado comprometido con el derrocamiento de Sadam Husein y demasiado fascinado por Chalabi en particular como para escuchar cualquier duda. Así pues, en una decisión absurda, irreflexiva, le pedí a Steven Rosen, director de Política Exterior del Comité Estadounidense para Asuntos Públicos de Israel, que se acercara a Elliott Abrams, del Consejo de Seguridad Nacional, y le comentara mis preocupaciones. Esta acción provocó que me acusaran de espionaje, en 2005, después de que Rosen transmitiera mis comentarios a un diplomático israelí. Pero en ningún momento mi intención fue filtrar secretos a un gobierno extranjero. Quise parar las prisas por ir a la guerra con Irak por lo menos el tiempo suficiente como para adoptar una política realista hacia un Irán empeñado en hacernos daño.

Hoy, todavía cumpliendo mi condena de 10 meses, saber que mis temores estaban justificados me sirve de poco consuelo. Ya en 2004, el director del periódico Kayhan, portavoz del líder supremo de Irán, el ayatolá Alí Jamenei, alardeó de que “los invasores americanos son nuestros rehenes en Irak”.

A menudo me pregunto qué habría pasado si nos hubiéramos comprometido en el derrocamiento de la República Islámica. Desde el Pentágono, yo había defendido durante mucho tiempo que lograr un cambio de régimen, y no la guerra o la adaptación, sería nuestra mejor política. Colegas del Departamento de Estado y de la CIA, sin embargo, discreparon. Esto nos metió en un lío: los mulás más duros, que controlaban Irán, pensaron que estábamos intentando expulsarlos, cuando no era así. Busqué alternativas; por ejemplo, lograr que Irán fuera neutral sobre el terreno en Irak para que los objetivos de EE UU pudieran lograrse sin sufrir un número inaceptable de bajas. Fracasé. Mi plan pretendía hacer que los fundamentos de la mulocracia se tambalearan, sin recurrir a la acción militar. Pedí que EE UU reconociera a un gobierno en el exilio. Propuse una sofisticada ofensiva propagandística, que creara reportajes ciertos y falsos en los medios de habla farsí para socavar la confianza de los iraníes en sus líderes. Solicité que subrayáramos la actuación de Irán en cuanto a los derechos humanos, destacando al menos una víctima del régimen cada día del año, y que hiciéramos público el archipiélago Gulag de sus prisiones. Y planteé que se desclasificaran de forma selectiva documentos que pusieran en evidencia a Irán en la esfera internacional. También demandé que nuestros especialistas recopilaran y publicaran una lista de cuentas bancarias, propiedades y negocios fuera de Irán pertenecientes a los líderes del país, y pretendí que interrumpiéramos las transacciones monetarias de la República Islámica, por ejemplo, bloqueando sus créditos y donaciones en las instituciones de crédito internacionales.

           
En un posible escenario, el régimen podría terminar con una explosión de caos, sangre y represalias
           

Por último, sugerí que nos comprometiéramos con el pueblo iraní a hacer lo mismo que con Solidaridad en Polonia: ayudar a entrenar a toda una generación de sindicalistas y activistas políticos para que salieran de Irán y volvieran a entrar de forma secreta. La gente se olvida de que contener a la Unión Soviética no significaba aceptarla; en realidad, EE UU gastó millones en derrocar a aquel imperio del mal.

Con el paso del tiempo, el poder de los ayatolás en el régimen se ha fortalecido aún más, a pesar de que haya crecido la oposición a los teócratas que mandan. Pero algunas de las armas que propuse podrían ser efectivas aún hoy, salvo en caso de guerra. Las elecciones del pasado verano probaron que hay cada vez más bolsas de descontento en Irán. También demostraron que no se ha hecho ni mucho menos lo suficiente para ampliar y focalizar ese descontento fuera de las clases media y alta del norte de Teherán.

Aun así, muchos en EE UU ven ahora sólo dos posibilidades respecto a Irán: la acción militar o algún tipo de acomodo o adaptación. Bombardear las supuestas instalaciones relacionadas con lo nuclear u otros objetivos militares resultaría inconcluyente y podría reforzar al régimen. Pero permitir que un Irán hostil consiga armas nucleares, o que pare justo antes de conseguirlas, no sería mucho mejor. Hay una tercera opción. Estados Unidos podría ofrecer su apoyo inamovible a la oposición iraní, fortaleciendo y amplificando este nuevo despertar del movimiento opositor armándolo con teléfonos por satélite, cámaras digitales y unidades GPS. Podrían introducirse datos en los canales de información del Gobierno iraní para confundir a sus órganos, logrando enfrentar a miembros del régimen entre sí. La radio de onda corta podría emplearse para educar a la gente de las zonas rurales, donde las autoridades gozan de menos apoyos. EE UU podría despojar al sistema de toda su autoridad moral mostrando su corrupción y su perversidad.

Cualquier acción estadounidense podría precipitar una represión masiva, pero ese movimiento por parte de la junta clerical-militar podría extender la resistencia. Al final, la gran mayoría de iraníes, que se oponen a la tiranía, podría rebelarse. En uno de los posibles escenarios, el régimen podría terminar con una explosión de caos, sangre y represalias. Pero si se persuadiera a los iraníes de poner en marcha una huelga general de larga duración, el régimen finalizaría con un gemido. Entonces, podríamos por fin enviar a la cruel República Islámica de Irán al basurero de la historia.