A la hora de llevar electricidad a los países en vías de desarrollo, lo pequeño es bello.

 

AFP/Getty Images

 

Después de casi una década de ayudas y donaciones, se puede decir que el sector de la electricidad en Afganistán sigue siendo  un caos. Esa es la realidad que destacaba un artículo publicado en The New York Times recientemente por Glenn Zorpette, director de una publicación de ingeniería electrónica, que explicaba los tres años de lucha de la Agencia de Desarrollo Internacional estadounidenses (USAID) para construir una central eléctrica de diesel a las afueras de Kabul. Zorpette decía que la central, por fin terminada, permanece parada con frecuencia porque el coste de introducir camiones de combustible en el país hace que la electricidad cueste seis veces más que la que se importa de los Estados vecinos. Varios estudios realizados en empresas indican que los usuarios de la electricidad en Afganistán sufren un promedio de 20 apagones al mes y que siete de cada 10 empresas poseen un generador porque la red eléctrica es poco fiable o inexistente.

Sin embargo, USAID debería tener en cuenta el lado más o menos positivo: por una vez, este es un problema que tiene poco que ver con los males típicos de Afganistán o los fallos de sus ocupantes. El sector eléctrico es un caos multimillonario en gran parte del mundo en vías de desarrollo, donde lo normal es que la red tenga un alcance limitado, los servicios sean malos y se manifieste una tendencia a despilfarrar dinero. La respuesta, en Afganistán y en todos esos otros lugares mal alumbrados, es alejarse del modelo actual de suministro –un monopolio centralizado en manos del gobierno— e ir hacia servicios competitivos administrados por pequeños proveedores.  Y, con la ayuda de la tecnología, esta última opción se está haciendo realidad en muchas partes. Es lo que podríamos llamar el modelo de microred.

En los países en vías de desarrollo, tiene acceso a la electricidad alrededor del 20% de la población de rentas bajas, y esa cifra es aún peor en el África tanto rural como urbana. Incluso para quienes viven cerca de una línea eléctrica, a menudo, la única forma de tener luz es sobornar a los empleados de la compañía. Para la típica empresa de Europa del Este y Asia Central, aproximadamente el 10% del dinero apartado para pagar sobornos se dedica a mantener la luz encendida y los grifos abiertos. Y para los que tienen la suerte de estar abastecidos, la calidad de la electricidad que reciben es mediocre. En el conjunto de los países en vías de desarrollo, los estudios realizados en las empresas indican que el 40% considera que el suministro de electricidad es una grave limitación para su funcionamiento, cada compañía sufre un promedio de nueve apagones al mes y casi un tercio posee su propio generador para casos de emergencia… o incluso como fuente principal de electricidad.

Detrás de estos datos se esconde un cálculo político. Los pocos afortunados que están conectados a la red eléctrica –que, como se pueden imaginar, suelen ser los ricos— prefieren no tener que pagar mucho por la luz. Y en la situación actual lo consiguen: los precios suelen ser muy bajos para favorecer a los clientes actuales, e incluso, a veces, no pagan nada. En Bangladesh, sólo se paga el 55% de la electricidad generada. Del 45% que falta, entre el 15 y el 18% consiste en lo que el sector llama pérdidas “técnicas reales”; el resto son conexiones ilegales o cuentas a las que se factura menos de lo debido. Un estudio de 1994 sugiere que los ingresos de la electricidad en los países en vías de desarrollo sólo constituyen, por término medio, el 60% de los costes. Las compañías eléctricas estatales, carentes de financiación, no pueden ofrecer un servicio decente a la mayor parte del país. Un tercio de las empresas de servicios en África y el sur de Asia no pueden ni sufragar sus costes operativos y de mantenimiento.

Eso significa que, por ejemplo, el 80% de los africanos tiene que recurrir a alternativas más caras, menos eficaces y más insalubres. Los pobres utilizan fundamentalmente madera o estiércol para cocinar y velas o queroseno para iluminarse. Pierden mucho tiempo obteniendo combustible y mucho dinero comprando queroseno, sufren enfermedades respiratorias y quemaduras, producen muchas más emisiones de gas de efecto invernadero por unidad calórica o lumínica que con otras tecnologías más eficientes, y consiguen una luz muy mala y un calor poco fiable para cocinar; y todo ello a un precio mucho más alto por unidad de energía que la electricidad más cara.

Ahora bien, en los países en los que el Estado tiene lazos demasiado estrechos con la élite urbana, las empresas privadas pueden rellenar el hueco existente. Un estudio llevado a cabo hace unos años por el Banco Mundial en 49 países descubrió que 7.000 empresas privadas de pequeña dimensión, que abastecían a comunidades de menos de 50.000 personas, se encargaban de satisfacer las necesidades de electricidad de entre 10 millones y 50 millones de hogares. En Bangladesh, Filipinas y Camboya, representaban más de un tercio de todas las conexiones eléctricas en el país.

Las empresas privadas suelen cobrar por la electricidad mucho más que las estatales. Por ejemplo, en Camboya, donde la compañía del gobierno ya tiene unas tarifas que son de las más caras del mundo, con un promedio de 16 centavos de dólar por kilovatio/hora, las pequeñas empresas privadas cobran el doble o más. Por otro lado, dichas empresas cumplen lo que prometen y llevan la luz a hogares que, si no, estarían desconectados. Con tiempo y un entorno favorable para las empresas, algunas compañías pequeñas podrían llegar a crecer lo suficiente para beneficiarse de las economías de escala todavía existentes en las centrales eléctricas tradicionales (entre las plantas alimentadas por combustibles fósiles, las de gran tamaño son más eficientes que las pequeñas). Pero, incluso aunque no lo consigan, abaratarán el coste real de la energía para las personas que más lo necesitan.

Y la tecnología está haciendo que el suministro a pequeña escala, e incluso el autosuministro, sea una opción cada vez más atractiva. A medida que los precios de los paneles solares descienden –cuestan un 60% menos que en 2009–, muchas casas empiezan a poder ser autosuficientes en su consumo eléctrico. En India, un panel cuesta alrededor de 300 dólares (unos 210 euros), lo mismo que el queroseno necesario para alimentar una lámpara durante un año. Un solo panel puede dar luz; si se añade otro, se puede alimentar un televisor. En India, la energía solar independiente de la red puede llegar a generar hasta 200 megavatios de aquí a 2013, suficiente para alimentar más de 30 millones de bombillas LED normales. Y la situación en este país forma parte de una tendencia global: según un reciente informe de la ONU, en 2010, los Estados en vías de desarrollo gastaron 72.000 millones de dólares en energías renovables, más que los desarrollados. Y aproximadamente un tercio de las inversiones mundiales en renovables fueron a pequeña escala.

Es cierto que la participación privada en el sector eléctrico tiene un historial contradictorio en los países en vías de desarrollo. En algunos casos, las entidades públicas han contratado a empresas privadas para construir centrales y generar electricidad en unos acuerdos que han sido ruinosos y han estado teñidos de corrupción. Pero una estrategia que prescinda por completo del gobierno, de forma que las compañías privadas o incluso los hogares mismos se encarguen de la generación y la distribución, puede evitar esos problemas. Un estudio exhaustivo realizado en 2009 por el Banco Mundial llegó a la conclusión de que la participación del sector privado en la electricidad ha producido una mejora de la calidad del servicio, en parte porque las empresas privadas tienen el incentivo de asegurarse de cobrar por los servicios que proporcionan.

En conjunto, dar a los pobres la oportunidad de pagar el precio total por el suministro eléctrico a un proveedor local será bueno para la pobreza, la economía y el medio ambiente. La gente obtendrá una electricidad fiable, moderna, que alargará las horas de estudio y de trabajo y que será más limpia y segura que la producida mediante una serie de tecnologías que incluyen quemar cosas inventadas entre la Edad de Piedra y la década de 1850. Los donantes como USAID deberían apoyar el nuevo modelo de microredes y abandonar a su suerte a los mastodontes de las empresas energéticas estatales, que ni se han reformado ni tal vez puedan hacerlo.

 

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