He aquí las posibles consecuencias negativas de una mayor presencia de las fuerzas armadas en el espacio social a causa de la crisis sanitaria provocada por la COVID-19.

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Soldados mexicanos gestionan el reparto de alimentos para familias con pocos recursos durante la pandemia, mayo 2020. Alfredo Martinez/Getty Images

En estos últimos meses se ha producido un debate intenso sobre el papel de los militares ante la pandemia. En resumen, existen dos posiciones. Una de ellas considera que es tarea de los militares cuidar a la población, y que ante una emergencia su misión es cooperar con las autoridades en proveer todos los medios disponibles para atender a los ciudadanos. Para ello, cuentan con una logística adecuada, entrenamiento y disponibilidad. La otra posición estima que si bien tienen la logística necesaria para atender emergencias, su presencia en el espacio social ha aumentado progresivamente en los últimos años y esto ha empoderado a las fuerzas armadas, otra vez, como actor político. Las voces más críticas dicen que en realidad nunca dejaron de tener autonomía y presencia política, y que su actuación ante la COVID-19 confirma su poder.

En los países desarrollados, especialmente, Europa Occidental, el patrullaje social y una participación destacada en la vida cotidiana de los militares no suponen un debilitamiento del control civil democrático y la fortaleza institucional de sus Estados. Por el contrario, en otros lugares como América Latina, el histórico déficit en la conducción civil de las fuerzas armadas representa no solo impunidad, sino también un debilitamiento de la precaria construcción institucional.

 

Un número impactante

Las medidas extraordinarias para mitigar la propagación de la COVID-19 han otorgado un restablecido del protagonismo a militares. Las tareas de vigilancia sobre la sociedad para que ésta cumpla con las medidas de aislamiento y prevención provocaron desmanes y, en algunos casos, represión excesiva. Y, por supuesto, estas labores no son de defensa.

El gobierno de Bolivia manifestaba en marzo pasado que tenían 20.000 efectivos movilizados en todo el país. Un mes después en Brasil se informaba que el Ejecutivo había dispuesto de 25.000 militares para intervenir ante la pandemia, el mismo número que destinó el ministro Oswaldo Jarrín de Ecuador. En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador indicó en abril que 13 unidades militares y 15 unidades operativas se convertirían en instalaciones para atender a personas enfermas de la COVID-19. El ministro de Defensa chileno anunció que 14.000 soldados fiscalizarán la cuarentena en la región metropolitana de Santiago. Agustín Rossi, ministro de Defensa argentino, dispuso 22.000 efectivos para combatir el coronavirus que calificó como el despliegue “más importante desde la guerra de Malvinas”. El gobierno de Perú creó el Comando de Operaciones COVID-19 con la participación de todas las fuerzas bajo el mando del ministerio de Salud.

Sin destacar lo que sucede en otros países, estos pocos casos muestran que más de 100.000 militares están abocados a tareas de salud. Las primeras preguntas que surge de esta constatación son ¿qué hacen esos 100.000 militares cuando no hay pandemia? ¿Son necesarios para la defensa? Y la segunda cuestión es: ¿una vez controlada la crisis sanitaria, estos militares volverán mansamente a los cuarteles?

En realidad, desde que muchos gobiernos de América Latina han recurrido a los militares para confrontar los problemas de orden público, los oficiales se han acostumbrado a mantener una interlocución directa con la ciudadanía y a custodiar las calles.

 

¿Una preocupación de uno pocos?

La dimensión de contagios y muertes por la pandemia es enorme. En América Latina se calcula que hay cerca de 13 millones de infectados y más de 320.000 muertos. Ante estos resultados devastadores, ¿es una nimiedad preguntarse por el papel de los militares?

La Organización Panamericana de la Salud (PAHO) señaló posibles desventajas en utilizar las fuerzas armadas ante la pandemia como, por ejemplo, que pueda afectar al equilibrio entre militares y civiles en el país, o también que la ayuda no siempre responde a las prioridades y normas del sector de la salud.

Hay una serie de publicaciones que se ocupan del tema, como los documentos que pueden consultarse en la página de FESCOL, así como en Washington Office on Latin America (WOLA), en la Fundación Carolina y en prestigiosos diarios como The New York Times. No es un tema anacrónico, sino una genuina constatación de que los principios de control civil democrático que impulsaron las transiciones a la democracia han quedado adormecidos.

La ayuda brindada por los soldados para equipar sus hospitales móviles, repartir alimentos entre las poblaciones sin recursos, patrullar las calles para controlar que los habitantes cumplan con la cuarentena, producir medicamentos para testear a enfermos, o controlar las rutas y fronteras y cooperar con las policías son imperiosos. Sin embargo, la inquietud que genera se debe a una tradición no desterrada de influir (o comandar) la política nacional.

Por cierto, estas sospechas no son exclusividad de América Latina. Recientemente, un editorial de The New York Times apuntaba la nominación de un general retirado de cuatro estrellas del Ejército, que no ha estado fuera de las Fuerzas Armadas durante siete años, que es el período requerido por la ley, para ser secretario de Defensa del próximo gobierno de Estados Unidos: “Joe Biden se postuló a la Casa Blanca prometiendo restaurar las normas que protegen la democracia estadounidense, que se había erosionado gravemente bajo el presidente Trump. Entre los más preocupantes está la erosión del principio de que los militares deben ser dirigidos por un civil y los uniformados deben mantenerse separados de la política partidista". El editorial lo considera una tendencia preocupante pues “las democracias saludables requieren una división del trabajo entre los líderes militares, que están capacitados para seguir órdenes y ganar batallas, y los civiles, que tienen la tarea de hacer preguntas difíciles sobre por qué se libran esas batallas en primer lugar”.

Es bueno que en EE UU se pregunten por las consecuencias de quebrar la ley. No obstante, este responsable cuidado por la salud de la democracia no está presente en América Latina.

 

¿Eficiencia profesional o comodín?

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Militar brasileño llevando a cabo tareas de desinfección durante la pandemia, abril 2020. Pedro Vilela/Getty Images

El instrumento militar es sumamente caro. Requiere de un prolongado período de preparación. El equipamiento que utiliza es costoso. Precisa de una actualización permanente, más ahora en que el panorama internacional es relativamente incierto. La utilización de las fuerzas armadas para tareas de salud o policiales implica una alteración del rol profesional militar y un desperdicio de recursos. Su actuación en tareas civiles los lleva a perder eficiencia profesional. En el corto plazo, los oficiales pueden sentirse orgullosos de servir a su comunidad, verse útiles y aclamados, pero en el medio y largo plazo su desempeño para enfrentar una hipotética crisis queda semianulado.

Cada vez es mayor la presencia militar para asegurar el poder de un mandatario o forzar imposiciones no democráticas. En octubre de 2019 hemos presenciado numerosos casos de presidentes que imponiendo la “paz social” recurrían a los militares. Las fuerzas armadas se adaptaron fácilmente a esos escenarios, como expresaba una publicación del Centro de Estudios Estratégicos del Ejercito de Perú (CEEEP): “Las Fuerzas Armadas están subordinadas al poder constitucional y no se autoatribuyen tareas o responsabilidades. Durante el proceso de transición democrática, en 2000, se señalaba que su participación en cualquier otra tarea o función que no fuera su misión principal debía ser de carácter eventual y motivado por razones de extrema emergencia. Pero los escenarios han cambiado y son los gobiernos democráticos los que en la necesidad de defender el sistema o garantizar la vida de los ciudadanos le otorgan el papel de soporte multipropósito del Estado”.

Las fuerzas armadas se autoasignan ese papel multipropósito. Esto conlleva riesgos porque se expanden a tareas económicas, sociales, alimentarias, de seguridad pública, empresarial. Su organización piramidal puede dar la idea de eficacia para manejar estas cuestiones, sin embargo, como puede constatarse en Cuba, producen pobreza e incompetencia. Además, resquebrajan la precaria institucionalidad democrática. Evidentemente es un instrumento para la consecución de objetivos políticos. Es por esto necesario estar atentos en la etapa postpandemia para no enfrentarnos a una situación en la que incapacidad estatal de producir buenas políticas públicas degenere en desviaciones institucionales que comprometan el ejercicio democrático.

Existe un círculo vicioso de incremento de la influencia de los uniformados y de una notoria incapacidad de las administraciones civiles para cumplir con el mandato y las expectativas ciudadanas. En este escenario, es urgente revelar los elementos que son capaces de destruir las frágiles democracias que hemos construimos.

 

Este artículo es una adaptación del informe de Militarización, pandemia y democracia  publicado en FES.