• Jeune Afrique l’Intelligent,
    nº 2266, 2270, 2273-76, junio-
    agosto 2004, París

 

Durante su época colonial, Francia reclutaba a gente procedente de África occidental para luchar en regimientos denominados tirailleurs sénégalais (tiradores senegaleses). Uno de los campos de batalla era el Magreb, el término árabe para la región que comprende Marruecos, Argelia y Túnez. Los franceses no crearon la animadversión racial en la región -las dinastías marroquíes llevaban siglos utilizando a los africanos de la región subsahariana como soldados y esclavos-, pero sí la explotaron y exacerbaron para sus propios fines. Hoy, a medida que llegan nuevas oleadas de inmigrantes a la región, están volviendo a aparecer las viejas desconfianzas.

En los últimos años han llegado al Magreb miles de subsaharianos que huyen de la pobreza y las luchas políticas. Esta afluencia ha sido objeto de gran interés en los medios locales, pero, en cambio, no despierta tanta atención la hostilidad magrebí hacia los recién llegados ni lo que constituye su base, la discriminación ancestral de los magrebíes de piel oscura. El verano pasado, la revista parisina Jeune Afrique l’Intelligent publicó una serie en cinco capítulos titulada ‘¿Son racistas los magrebíes?’, con el propósito de suscitar un debate sobre este tema tabú. La revista está acostumbrada a las controversias. Nació en Túnez en 1960, vinculada a los proyectos nacionalistas y panafricanos de aquella época. En otro tiempo criticaba al régimen marroquí, pero ahora la critican a ella los medios magrebíes independientes porque la consideran demasiado próxima al Estado oficial.

El racismo magrebí es muy polémico porque contradice las ideologías nacionales de tolerancia, además de las doctrinas constitucionales y religiosas sobre la igualdad. La serie tiene como elementos fundamentales varios testimonios que destacan esta hipocresía. El redactor Cherif Uazani habla del contraste entre los intentos oficiales de Argelia de tender la mano a sus hermanos africanos y la realidad de una sociedad que trata a los inmigrantes subsaharianos como ciudadanos de segunda clase. Por ejemplo, Argelia ofrece más becas a otros africanos que cualquier otro país del continente, pero los residentes de las ciudades argelinas de Argel, Constantina y Tamanrasset acusan a los inmigrantes subsaharianos de haber llevado las plagas de la modernidad con su llegada. Otros artículos relatan casos similares de inclusión oficial y exclusión social en Túnez, Marruecos y Libia.

El último capítulo, escrito por el periodista Samy Ghorbal, pide a los inmigrantes y las minorías que se resistan a ser silenciados o resignarse, tal como corresponde al propósito de la revista, de ser la voz de los desposeídos. Pero ese propósito, pese a toda su nobleza, en la práctica no supone más que la publicación de una serie de anécdotas, y no un debate profundo y matizado sobre el papel que tiene la raza en la región. Un debate que sería especialmente importante en el Magreb, con sus sombras de etnicidad africana, europea y árabe alteradas por siglos de historia. Del mismo modo, la esperanza de Ghorbal en que los magrebíes negros puedan tener igualdad económica y social respecto a los blancos -se refiere, evidentemente, a la mayoría árabe- refleja la deuda de la revista con el panafricanismo, pero aquí reduce la cuestión a una simple oposición entre dos polos, blanco y negro. Esta distorsión se refleja en las referencias de pasada que hace la revista a la situación de los indígenas bereberes, blanco de discriminación en todo el Magreb desde hace décadas.

Si Ghorbal hubiera tenido en cuenta la experiencia de los bereberes, la superficialidad de su argumento habría quedado al descubierto: los franceses se aliaron con los bereberes porque eran blancos, pero, en plena era poscolonial, ellos siguen luchando por sus derechos. Marruecos, por fin, ha permitido la enseñanza de la lengua bereber en algunas escuelas, pero el Parlamento está debatiendo un proyecto de ley que limitaría la formación de partidos políticos étnicos, se supone que para impedir la representación bereber.

La serie de Jeune Afrique l’Intelligent sobre el racismo magrebí es una oportunidad desperdiciada. Ahora que la globalización facilita cada vez más el paso de las personas a través de las fronteras, del sur hacia el norte y de las áreas rurales hacia las urbanas, muchas regiones están obligadas a conciliar los viejos conceptos de raza e identidad con las nuevas realidades.

Sin embargo, la complejidad del Magreb es especial, y es una realidad que la revista no acaba de examinar.

Mirando el Magreb en blanco y negro. Brian T. Edwards

Jeune Afrique l’Intelligent,
nº 2266, 2270, 2273-76, junio-
agosto 2004, París

Durante su época colonial, Francia reclutaba a gente procedente de África occidental para luchar en regimientos denominados tirailleurs sénégalais (tiradores senegaleses). Uno de los campos de batalla era el Magreb, el término árabe para la región que comprende Marruecos, Argelia y Túnez. Los franceses no crearon la animadversión racial en la región -las dinastías marroquíes llevaban siglos utilizando a los africanos de la región subsahariana como soldados y esclavos-, pero sí la explotaron y exacerbaron para sus propios fines. Hoy, a medida que llegan nuevas oleadas de inmigrantes a la región, están volviendo a aparecer las viejas desconfianzas.

En los últimos años han llegado al Magreb miles de subsaharianos que huyen de la pobreza y las luchas políticas. Esta afluencia ha sido objeto de gran interés en los medios locales, pero, en cambio, no despierta tanta atención la hostilidad magrebí hacia los recién llegados ni lo que constituye su base, la discriminación ancestral de los magrebíes de piel oscura. El verano pasado, la revista parisina Jeune Afrique l’Intelligent publicó una serie en cinco capítulos titulada ‘¿Son racistas los magrebíes?’, con el propósito de suscitar un debate sobre este tema tabú. La revista está acostumbrada a las controversias. Nació en Túnez en 1960, vinculada a los proyectos nacionalistas y panafricanos de aquella época. En otro tiempo criticaba al régimen marroquí, pero ahora la critican a ella los medios magrebíes independientes porque la consideran demasiado próxima al Estado oficial.

El racismo magrebí es muy polémico porque contradice las ideologías nacionales de tolerancia, además de las doctrinas constitucionales y religiosas sobre la igualdad. La serie tiene como elementos fundamentales varios testimonios que destacan esta hipocresía. El redactor Cherif Uazani habla del contraste entre los intentos oficiales de Argelia de tender la mano a sus hermanos africanos y la realidad de una sociedad que trata a los inmigrantes subsaharianos como ciudadanos de segunda clase. Por ejemplo, Argelia ofrece más becas a otros africanos que cualquier otro país del continente, pero los residentes de las ciudades argelinas de Argel, Constantina y Tamanrasset acusan a los inmigrantes subsaharianos de haber llevado las plagas de la modernidad con su llegada. Otros artículos relatan casos similares de inclusión oficial y exclusión social en Túnez, Marruecos y Libia.

El último capítulo, escrito por el periodista Samy Ghorbal, pide a los inmigrantes y las minorías que se resistan a ser silenciados o resignarse, tal como corresponde al propósito de la revista, de ser la voz de los desposeídos. Pero ese propósito, pese a toda su nobleza, en la práctica no supone más que la publicación de una serie de anécdotas, y no un debate profundo y matizado sobre el papel que tiene la raza en la región. Un debate que sería especialmente importante en el Magreb, con sus sombras de etnicidad africana, europea y árabe alteradas por siglos de historia. Del mismo modo, la esperanza de Ghorbal en que los magrebíes negros puedan tener igualdad económica y social respecto a los blancos -se refiere, evidentemente, a la mayoría árabe- refleja la deuda de la revista con el panafricanismo, pero aquí reduce la cuestión a una simple oposición entre dos polos, blanco y negro. Esta distorsión se refleja en las referencias de pasada que hace la revista a la situación de los indígenas bereberes, blanco de discriminación en todo el Magreb desde hace décadas.

Si Ghorbal hubiera tenido en cuenta la experiencia de los bereberes, la superficialidad de su argumento habría quedado al descubierto: los franceses se aliaron con los bereberes porque eran blancos, pero, en plena era poscolonial, ellos siguen luchando por sus derechos. Marruecos, por fin, ha permitido la enseñanza de la lengua bereber en algunas escuelas, pero el Parlamento está debatiendo un proyecto de ley que limitaría la formación de partidos políticos étnicos, se supone que para impedir la representación bereber.

La serie de Jeune Afrique l’Intelligent sobre el racismo magrebí es una oportunidad desperdiciada. Ahora que la globalización facilita cada vez más el paso de las personas a través de las fronteras, del sur hacia el norte y de las áreas rurales hacia las urbanas, muchas regiones están obligadas a conciliar los viejos conceptos de raza e identidad con las nuevas realidades.

Sin embargo, la complejidad del Magreb es especial, y es una realidad que la revista no acaba de examinar.

Brian T. Edwards es profesor de inglés y literatura comparada en Northwestern University (Chicago, EE UU) y autor de Morocco Bound: Disorienting America’s Maghreb, from Casablanca to the Marrakech Express, de próxima publicación (Duke University Press, Durham, 2005).