La Administración Obama está volviéndose hacia Asia como la competencia decisiva del próximo siglo. Si Estados Unidos quiere ganar a China, necesitará a sus vecinos del sur.

 

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Con el gobierno de Barack Obama centrado en torno a Asia y el presidente estadounidense que ha visitado Hawai para asistir a la cumbre de Cooperación Económica Asia-Pacífico (desde donde irá a Australia e Indonesia), recordemos que el viaje más importante del periodo que ha pasado en el cargo no ha sido hacia el este, sino hacia el sur. En marzo, en medio de las consecuencias que trajeron el tsunami  y el accidente nuclear de Japón y la brutal escalada en Libia, Obama realizó un viaje internacional que la mayoría de medios occidentales ignoraron casi por completo. Su destino: Brasil, Chile y El Salvador. Se produjeron presiones para cancelar estas visitas, y las fotos e informaciones de prensa revelaron que a Obama lo acompañaron sus asesores militares y estuvo recibiendo constantemente las últimas noticias sobre ambas crisis desde una tienda de camuflaje segura.

Naturalmente, la fecha del viaje no se podía desplazar, especialmente porque se trataba del 50 aniversario de la declaración de la “Alianza por el progreso” del presidente John F. Kennedy, “que produjo una expansión industrial desde México a Argentina”. El viaje de Obama tenía por tanto un ambicioso propósito estratégico que se les pasó por alto a las élites de Washington obsesionadas con Oriente Medio y China (por no hablar de gobiernos anteriores, uno se acuerda del sobresalto de George W. Bush en 2005 ante un mapa de América del Sur exclamando, “¡Guau! ¡Qué grande es Brasil!”). Al proponerse "forjar nuevas alianzas por toda América”, Obama ha reconocido implícitamente la realidad geopolítica emergente de que América Latina es verdaderamente el tercer pilar de Occidente, junto con Europa y América del Norte.

Pero EE UU no puede dar por sentada la lealtad de América Latina, si es que alguna vez pudo hacerlo. Ésta es una época de alineamientos múltiples, en la que la mayoría de las potencias juegan a varias bandas. América del Sur ha desplegado la alfombra roja para el nuevo poder asiático; Brasilia y Pekín declararon una alianza estratégica hace años y muchos exportadores suramericanos de materias primas como Chile y Argentina deben gran parte de su crecimiento reciente al enorme apetito del gigante asiático por éstas.

De hecho, el primer objetivo de la geopolítica es el acceso a los recursos, de los que América del Sur tiene una abundante oferta. Aproximadamente un 30% de la biocapacidad total del mundo radica en América del Sur. Puede sonar como un cliché decir que la selva amazónica son los pulmones del planeta, pero es verdad. El continente es además su granero. La mayor parte del suministro global de plátanos, azúcar, naranjas, café, semillas de soja y salmón, así como una gran proporción de la carne de vacuno y de cerdo, proviene de América del Sur. Cuenta además con enormes depósitos minerales: plata, cobre, plomo, estaño, zinc, mineral de hierro y litio.

Y lo que quizá resulta más importante, América Latina es fundamental para cualquier estrategia de autosuficiencia energética. El futuro de la energía en Norteamérica ya parece sólido gracias a los depósitos bajo el lecho marino del Ártico, las gigantescas arenas petrolíferas de Canadá, los pozos del Golfo de México y los recién encontrados depósitos de gas de esquisto en Estados Unidos. Añadamos a esto los importantes descubrimientos de crudo en la costa atlántica de Brasil, más las abundantes reservas de Venezuela, y lo que tenemos es una solución integral para lograr la independencia energética total de las turbulentas Eurasia y África. Existe aquí además un aspecto relacionado con la sostenibilidad. La producción de etanol brasileño a partir de la caña de azúcar es cuatro veces más eficiente que la estadounidense basada en el cereal.

Según el experto en energía Daniel Yergin, el nuevo eje de la energía del hemisferio occidental arranca de Alberta, Canadá -de donde Estados Unidos obtiene otro 1% de sus importaciones petrolíferas cada año-, atraviesa Texas y el Golfo de México y baja por Venezuela, la Guayana francesa y Brasil. La política energética estadounidense debería estar cada vez más centrada en el hemisferio occidental, del mismo modo que la china lo está cada vez más en Oriente Medio. En este contexto, el oleoducto Keystone XL de Alberta a Texas puede que se retrase (como acaba de suceder), pero es no obstante inevitable.

La construcción de una nueva economía hemisférica es crucial para afrontar no sólo la independencia energética sino también la competitividad industrial. Los 900 millones de habitantes de América Latina (aproximadamente un 12% de la población mundial) representan una economía de 6 billones de dólares -igual en tamaño a la de China. Y América Latina es más joven y está más urbanizada que Asia, convirtiéndola en un socio muy productivo para EE UU. Además, las economías latinoamericanas están sintiendo ahora la amenaza económica china tanto como la siente Estados Unidos. El gigante asiático ha inundado los mercados de la región con todo tipo de productos, desde ropa hasta móviles, amenazando a un estimado 90% de las exportaciones de manufacturas de América Latina (lo que supone un 40% de todas sus exportaciones) y rebajando los precios. Casi la mitad de las exportaciones de manufacturas de Brasil va a otros países latinoamericanos, y dos tercios de esos mercados (de toda clase de cosas, desde calzado a coches) están en riesgo por la competencia china.

América Latina es más joven y está más urbanizada que Asia, convirtiéndola en un socio muy productivo para EE UU

En vez de externalizar sus servicios a Asia y acelerar el ascenso de sus competidores económicos, las compañías estadounidenses podrían detener su mirada mucho más cerca de casa, estableciendo empresas conjuntas de energía y manufacturas a lo largo de la región. Esto ya está sucediendo en cierta medida, pero no se han aprovechado las oportunidades. Con los salarios de la China costera en ascenso, numerosas compañías estadounidenses  están mudándose a México, que ofrece proximidad logística, un tipo de cambio más predecible y una relación política más estrecha —todo lo cual significa menos riesgos y, en definitiva, mayores beneficios. Incluso la industria de tecnologías de la información externalizada en India (que asciende a 1.000 millones de dólares) podría regresar hasta las zonas horarias estadounidenses. A largo plazo, una política industrial hemisférica de este tipo es el único modo de que EE UU siga siendo competitiva respecto a Asia, que ya le ha alcanzado en músculo y ahora le está alcanzando en ingenio.

Con las preocupaciones sobre la competencia de China en aumento y la sospecha de que las multinacionales están cediendo al pragmatismo respecto a la necesidad de inversión y tecnología extranjeras, ahora es el momento de revitalizar el objetivo de un pacto hemisférico. Actualmente, se están estudiando Tratados de Libre Comercio (TLC) de Estados Unidos con Colombia y Panamá, pero más TLC en la región se traducirían en más exportaciones y más empleos para la apurada economía estadounidense. Sin embargo, he aquí cómo no se refuerzan los vínculos: estableciendo aranceles sobre el acero brasileño y vacilando respecto a un acuerdo de libre comercio con Colombia. Acelerar la creación de empleo y el crecimiento económico en las antiguas “repúblicas bananeras” de América Central beneficia a EE UU no sólo por el descenso de la inmigración ilegal, sino en términos de dinero real: la mayoría de estos países exportan sus productos a través de Florida, usando aerolíneas y puertos estadounidenses.

Considerar a América Latina como un gran premio estratégico en vez de objeto del politiqueo del Congreso es el desafío fundamental de Obama. Podría tomar una frase del ministro de Asuntos Exteriores de Brasil, Celso Amorim, que recientemente declaró: "La integración es un imperativo porque en un mundo de grandes bloques, nosotros seremos más fuertes si estamos unidos”.

Está de moda entre los expertos declarar que el centro de gravedad del mundo se está desplazando hacia el este. Pero eso no tiene por qué ser así. Elevar a América del Sur a su legítimo puesto como tercer pilar de Occidente junto a Europa y Norteamérica podría ser la maniobra geoestratégica más decisiva que todavía se puede desplegar. Es posible que en las próximas décadas Estados Unidos necesite dirigir y proyectar su poder hacia el este, pero la fuente de ese poder cada vez será más el sur. Hay quienes piensan que el futuro de la competencia vendrá del otro lado del Pacífico -y puede que eso sea correcto- pero si EE UU tuviera éxito a la hora de forjar una nueva economía hemisférica con América Latina, Oriente tendría aún un camino más largo que recorrer para poder alcanzar a Occidente.

 

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