¿Cree que a George W. Bush le convendría ponerse, sólo durante un minuto,
en la piel de Mahmud Ahmadineyad? Según un estudio de la revista Psychological
Science
, el presidente de EE UU tal vez no sea capaz de hacerlo. Adam Galinsky,
de la Escuela de Negocios Kellog de la Universidad del Noroeste (Chicago, EE
UU), y su grupo de investigadores han llegado a la conclusión de que ostentar
una posición de poder dificulta la habilidad del sujeto para entender las ideas
ajenas.

En otras palabras, las personas más poderosas del planeta podrían no entender
las motivaciones de sus homólogos para, por ejemplo, acometer programas de desarrollo
armamentístico, probar la bomba nuclear o torpedear unas conversaciones comerciales.

Este estudio afirma que a estos individuos les cuesta adoptar las perspectivas
de los otros, y que son menos flexibles para entender la carencia de información
privilegiada de sus interlocutores.

El documento recoge también un experimento en el que se demuestra que estos
personajes públicos manifiestan una tendencia a adoptar una postura propia y
definida tres veces superior a la de las otras personas. Como si el poder provocara
la ausencia del gen de la empatía.

A pesar de ello, para escalar en el escenario político se exige la capacidad
para percibir cómo ven el mundo los otros. “Para alzarte con el poder, debes
asimilar la visión de tus superiores y ajustar tu comportamiento, para conseguir
las recompensas que ofrecen”, opina Galinsky. “Resulta irónico que, una vez
arriba, se pierda esa capacidad”, explica el experto. Pero entonces, ¿el poder
corrompe? Absolutamente.