Transeúntes caminan por el puente principal de Mitrovica. Armed Nimani/AFP/Getty Images

La desconfianza y la falta de perspectivas de futuro marcan la vida diaria en la ciudad kosovar, símbolo de cómo las heridas de las guerras de los Balcanes siguen sin cicatrizar.

Teresa viaja en un antiguo autobús que une Prístina con Mitrovica. Conversa con varias señoras de las que más tarde sabré que no veía desde hacía una década, cuando emigró a Francia. Tras cerca de 30 minutos de conversación, lo que dura el trayecto, se empiezan a comprender algunos de los significados de la guerra, el peso de los traumas con los que carga Teresa, quien, de repente, se descompone. Recuerda entre lágrimas a su madre; a su hermano; a su vecina que las echó de su casa en 1999 cuando pretendían recoger la única foto de su hermano, fallecido en un accidente. “Antes de las guerras en los Balcanes podíamos convivir. Tras la caída de la URSS, los serbios eliminaron la autonomía de Kosovo. Ahí comenzaron nuestros problemas. No nos pagaban, nos apartaron, nos atacaron… Esa vecina no me dejó ni coger la única imagen de mi hermano. Se lo rogué, pero no cedió. ¿Dónde estaba la compasión?”.

Teresa, de etnia albanesa y 61 años, representa la visión parcial de un conflicto en el que las heridas no cicatrizan. Esas heridas, las más profundas, nos llevan hasta la lucha de independencia de Kosovo, una antigua región serbia que, gracias a la intervención internacional de 1999 dirigida por Estados Unidos (EE UU) para evitar un supuesto genocidio orquestado por Slobodan Milosevic, salió victoriosa en la lucha y declaró, una década después, en 2008, su independencia, reconocida hoy por el 56% de miembros de la ONU y 23 de los 28 miembros de la Unión Europea.

Pero la independencia no fue completa. Cuatro municipios del norte de Kosovo quedaron bajo el control de Serbia, que envió fuerzas paramilitares para crear estructuras paralelas en justicia y seguridad y eliminar cualquier referencia de la reconocida soberanía kosovar. El punto de entrada a esa región es la ciudad de Mitrovica, segregada en función de la etnia y hacia donde se dirige Teresa. La ciudad cuenta con 70.000 albaneses en el sur y 20.000 serbios en el norte. Antes de la guerra ambas comunidades convivían, pero tras ella, por temor a las represalias, los serbios del sur de Mitrovica se desplazaron al norte y los albaneses del norte, al sur. Hoy ambas comunidades rara vez cruzan la línea divisoria marcada por el puente sobre el río Ibar, símbolo de este conflicto y del rechazo serbio al status quo que reconoce Mitrovica como parte de Kosovo.

“Desde 1999 sólo he podido ir una vez a mi casa. Ahora vengo a recoger los documentos que certifican que es mía. Estoy convencida de que no me van a dar lo que quiero, pero al menos me quedaré contenta al intentarlo”, reconoce Teresa, reflejo de la desconfianza kosovar ante los avances. Las palabras de Besart, albanés de 31 años desplazado al sur de Mitrovica, también dudan: “Hay un proceso de reconocimiento de las propiedades. Mandé mis papeles hace seis meses y aún sigo esperando. Es un buen gesto, pero seguro que ahora sobrevienen tres malos. Es lo que siempre sucede aquí”.

Las alegres calles del sur de Mitrovica enmudecen a medida que se aproxima el puente sobre el río Ibar. Allí comienza el norte, a simple vista deprimido, y las banderas albanesas desaparecen de súbito dando paso a las serbias. Los vehículos carecen de matrícula o bien usan la serbia. El euro, moneda en curso en Kosovo pese a no ser miembro de la UE, cede paso al dinar. A la izquierda, junto a un parque austero que marca el final del puente, un monumento recuerda a los caídos serbios. A unos metros varios miembros de las fuerzas pacificadoras observan la calma reinante. No parecen tener mucho trabajo desde que en 2013 se detuvieran los continuos ataques que sufrían de los indignados serbios que aún ven esas fuerzas como ocupacionales, como una extensión de EE UU y su satélite, Kosovo.

“El único camino para la solución es que serbios y albaneses, entre ellos y sin actores externos, empiecen a convivir, a dejar de extender el odio. Cuando vienen rusos, americanos y europeos es cuando llegan los problemas a los países pequeños. Si ellos quisieran la paz todo se solucionaría. Por eso no podemos confiar en ellos”, dice Miçov, serbio de 32 años.

Miçov es profesor de alemán, vivió en Austria y apenas recuerda la guerra. La educación es para él génesis y solución del problema: “Hemos escuchado lo que ocurrió de nuestros padres y abuelos. Eso nos ha creado un odio y un miedo que no podemos superar. Es como sucedió con los croatas, y la mayoría piensa así, con ese odio. Esto sólo se puede solucionar con educación; no como sucede ahora, enseñando el rencor en lugar de trabajar en educar y alejar el odio”.

Acostumbrado a escuchar que los serbios estaban cometiendo un genocidio, algo que rechaza, apunta que “los albaneses no son santos”. Para ello recuerda los más de 1.500 desaparecidos y los 100.000 serbios que huyeron por el conflicto étnico. Por eso en Kosovo apenas quedan un 4% de serbios de los 1,8 millones de habitantes. Ese dato corresponde al censo sin contar los cuatros municipios al norte de Mitrovica, porque en Kosovo hay seis municipalidades serbias integradas; comunidades que reconocen, más por coyuntura que convicción, la independencia de su antigua región al apoyar a partidos serbios integrados en Kosovo.

Una de esas localidades es Gracanica y, según Miçov, la integración no funciona: “Dicen que allí la relación es buena, pero no es cierto. Todos tienen propiedades en Serbia para escapar si ocurriera algún problema. Si me siento seguro no compro otra casa en otro lugar”. Según la UNMIK, o misión de la ONU en Kosovo, cada mes se producen 25 enfrentamientos de probable carácter étnico. La mayoría de las víctimas son serbias, la minoría. “Ellos tienen aquí menos problemas que nosotros cuando vamos al sur. Lo he sufrido. Te miran mal. Si ven la placa de mi coche me van a lanzar una piedra. No nos sentimos protegidos”, continúa Miçov.

Para Teresa, en cambio, el peligro radica en los serbios. Cuenta la misma historia de Miçov, pero desde la otra perspectiva, como si el mundo se volteara 180º. El norte de Kosovo “es muy peligroso. Está gobernado por criminales que no quieren una solución. Si el Gobierno serbio no se entromete todo es posible, incluso una solución. Pero si continúan como hasta ahora no llegará”.

 

Municipalidades serbias

Empleados serbios en la polícia de Mitrovica protestan en la calle contra los acuerdos alcanzados entre Prístina y Belgrado. Armend Nimani/AFP/Getty Images

El escepticismo en Kosovo encuentra su ruta en los escasos acuerdos políticos que apenas superan la frontera de la palabra. Los primeros contactos para solucionar el conflicto se produjeron en 2011. Gracias a la presión de la UE, que exige a Serbia una solución en Kosovo para continuar con su proceso de adhesión, se sellaron en 2013 los Acuerdos de Bruselas por los que Prístina y Belgrado se comprometen a normalizar sus relaciones y buscar una solución dialogada al conflicto. Desde entonces Serbia ha cedido en causas menores: el control conjunto de pasos fronterizos, la rehabilitación del puente sobre el río Ibar, la aceptación de los diplomas educativos kosovares… Pero en Mitrovica todo fluye lento, condicionado a los deseos de Belgrado, y las estructuras paralelas permanecen inalterables ante los acuerdos.

Y es que Mitrovica se ha convertido en la última carta de presión serbia para condicionar el futuro de Kosovo. Por eso muchas de sus concesiones no afectan a los pilares del conflicto al norte del río Ibar. Para seguir avanzando en las negociaciones, Belgrado exige una mayor autonomía para las comunidades serbias, las seis integradas en el sistema kosovar que apuntaba Miçov y las cuatro situadas al norte de Mitrovica. Digo mayor porque Kosovo nació como un Estado descentralizado debido al Plan Ahtisaari, la hoja de ruta del ex presidente finés Martti Ahtisaari que da forma a la Constitución kosovar. Pero Belgrado reclama más, una gran autonomía conocida como Asociación de Municipalidades Serbias (AMS). La UE apoya la medida y sólo exige que el resultado final respete la Constitución kosovar. Aunque viendo la posición de las partes -Belgrado tiene que vender en política interna esta causa impopular sin abandonar el rol de víctima internacional y el Parlamento kosovar no quiere que el resultado final del acuerdo se aleje en exceso del Plan Ahtisaari-, parece complicado sellar acuerdos en causas sensibles como la distribución de impuestos, el grado de independencia legislativa y judicial de las municipalidades o el componente étnico de las fuerzas de seguridad.

Según Karin Oliver, de la UNMIK, “se ha producido un progreso tangible en la integración de las instituciones en el norte de Kosovo. Antiguos policías y funcionarios serbios han sido integrados y tienen contratos laborales”. Pero albaneses como Besart no aprecian estos avances y se sienten partícipes de una fábula conocida, la del palo y la zanahoria, en la que Serbia quiere “mostrar que Kosovo no puede controlar su propio país. Quiere destrozar nuestra independencia. Quiere que Kosovo termine como Bosnia y que Mitrovica sea como la República Srpska”.

Glauk Konjufca, diputado Vetëvendosje, la tercera fuerza del país y contraria a los acuerdos con Serbia, coincide: “La AMS quiere seguir el patrón de Srpska en Bosnia, que no es un Estado funcional porque las comunidades no están integradas, sino instrumentalizadas desde Belgrado”. Detenido este año como muchos de sus compañeros por sus acciones radicales contra este y otros acuerdos, Konjufca subraya que la AMS “daría poderes ejecutivo, legislativo e incluso judicial. Nuestro Gobierno ya tiene problemas por su limitada soberanía, pero la creación de este protoestado iría en contra de lo que hemos ganado en el proceso de creación de un Estado. Lo que Belgrado pide para los serbios de Kosovo podría convertirse en una reclamación de los albaneses, rumanos o bosnios de Serbia. ¿Lo aceptaría? No. Serbia tiene que retirar su demanda territorial en Kosovo y dejar de dividir con líneas étnicas y territoriales y financiando estructuras paralelas en Mitrovica”.

Pese a la esperanzadora imagen que muestra la UE, pocos aventuran una solución al conflicto. Los albaneses saben que Serbia nunca reconocerá la independencia de Kosovo. Los serbios, en este caso, coinciden. “Es una cuestión de honor”, apunta Miçov. Entonces, como señaló el think tank International Crisis Group en 2013, un precedente que se podría adaptar es la relación que la RFA y la RDA llevaron desde 1972, cuando aceptaron el rol internacional de su homólogo sin reconocer formalmente la independencia.

Besart dice que no le importa el nombre de la solución, pero asegura que la misma sólo vendrá con dinero y sin las estructuras paralelas: “Nunca viviremos bien si las estructuras paralelas continúan. La comunidad internacional tiene que invertir en educación, artes; convertir Kosovo en una zona de libre comercio. Hay que lanzar proyectos intercomunales para que la gente vea que ni ellos ni nosotros somos animales”. Miçov coincide al señalar que el dinero cambiaría la triste careta que envuelve el norte de Mitrovica, deprimido por el contagio de una lucha llena de orgullos y prejuicios. “Si pudiéramos depender sólo de Serbia sería genial, pero no sé si puede costear las necesidades. Por lo visto en los últimos años es obvio que no. En Mitrovica tenemos que convivir”.

Propuestas, más o menos realistas, que suman para una sociedad, la kosovar, que carece de una soberanía completa debido a las fuerzas internacionales que aún continúan construyendo un sistema legal propio de un país independiente. La sombra de EE UU, país que sirvió la independencia en bandeja y que obtuvo por su ayuda el reconocimiento social, con nombres de sus ex presidentes para las avenidas de Prístina, y militar, con la cesión del terreno para la base Camp Bondsteel, la mayor de EE UU en los Balcanes, sigue condicionando la respuesta del pueblo serbio, reacio a su intromisión. Pero hay otros problemas que enturbian la atmósfera para una solución: en Kosovo, el 29% de sus ciudadanos vive por debajo del umbral de la pobreza, el 32% está en paro y el Gobierno no puede erradicar la corrupción endémica que fuerza a emigrar a sus mentes más brillantes.

Tras una década de independencia, Kosovo sigue luchando por conocer el significado de la palabra normalidad. Bajo la antigua Yugoslavia sufrieron la represión serbia y hoy, siendo un Estado cuasi soberano, es incapaz de controlar sus fronteras. Pese a ello, el objetivo principal, el reconocimiento internacional, se acerca paso a paso. Hasta la FIFA acepta su participación como Estado independiente. Pese a ello, la ansiada normalidad no parece cercana. Cuando abandonaba Mitrovica, una joven recordaba lo difícil que es ser kosovar, los problemas para viajar al extranjero y, como si de un bucle conocido se tratase, reflejaba las heridas sin cicatrizar. “Desde que acabó la guerra no he vuelto al norte. Es peligroso. El odio entre los jóvenes es mutuo. Yo tuve la suerte de no perder a ningún familiar y por eso no odio a los serbios. Pero entiendo a muchos jóvenes que, después de perder a sus familiares, los odian”.