El escritor representa a la China rural y también a la del cambio, pero no a la de después del cambio.

 

mo yan

FREDRIK SANDBERG/AFP/Getty Images

 

La literatura de Mo Yan refleja, además de muchas otras cosas, una mirada ambivalente sobre la evolución de China. En un primer momento su lectura parece presentar una crítica irónica y valiente, sobre muchas de las circunstancias de la sociedad en la que ha vivido y vive. Sin embargo, no existe una conclusión –esa que, tan insistentemente, los medios occidentales quieren sacarle.

Tal vez la ausencia de esa conclusión sea sincera y no el resultado de la presión o el interés, u otras razones, y se deba a lo que Mo Yan presenta en un estado de lectura más profundo, en el que parece apuntar a una actitud en cierta manera existencial, con referencias a Lao Tse y con una dimensión espiritual o sobrenatural sin definir. Algo que le eleva, en sus propias palabras, más allá de la política. Algo así como que la vida merece la pena vivirla y es fuente de gozo, cualesquiera que sean las circunstancias en las que se vive. Así se explica que cuente lo bien que se lo pasaba a principios de los 60, en pleno apogeo del maoísmo, cuando comía carbón a falta de otra cosa que llevarse a la boca: “Hacíamos muchísimas cosas divertidas. En el primer puesto de la lista estaba comer cosas que nunca antes habíamos pensado que fueran comida”.

La crítica del sistema está presente, y es despiadada, pero la experiencia vital está por encima. En China, seguramente por el agnosticismo y ateísmo prevalentes, hay mucha gente que profesa un híbrido filosófico-religioso similar –por otra parte, muy razonable.

Uno de sus cuentos cortos, Shifu, harías cualquier cosa por divertirte, además de ser una delicia de humor, ironía y picaresca, nos pasea por diferentes estados de ánimo a través de los cuales se puede ver una valoración moral de los procesos a los que alude, que se podría interpretar como un resumen de algunas de sus tomas de posición. Nos cuenta Mo Yan la historia de un hombre al que, después de haber trabajado toda su vida en una fábrica sin salir de pobre (crítica del sistema previo), la nueva economía le deja en la calle, sin nada, una semana antes de la jubilación (crítica del cambio de sistema). Al bueno de Shifu, en su desesperación, se le ocurre montar una especie de hotel por horas para encuentros sexuales en un autobús abandonado al lado de un cementerio, y gana más dinero y es más feliz que nunca antes en su vida -tanto, que hasta su salud mejora y su codicia se dispara. Parece que aquí Mo Yan elogia la creatividad y el espíritu emprendedor del libre mercado, pero no deja de aludir a sus pecados. Al final,  el viejo se ve enredado en un problema con la policía, cuyo comportamiento es presentado como muy poco virtuoso y cierra su chiringuito con la convicción de que ha habido algún tipo de intervención sobrenatural que le ha marcado los límites entre el bien y el mal.

La narración contiene perlas tales como el discurso del vicealcalde al anunciar el cierre de la fábrica: “…tendréis que salir adelante por vosotros mismos en lugar de delegar en el Gobierno. Camaradas, si los miembros de la clase trabajadora pueden revertir el curso de la historia con sus manos, no debería ser muy duro encontrar la forma de ganarse la vida, ¿no es así?” O la referencia a los representantes de la Administración: “Nada les preocupa tanto como las apariencias”. O, cuando por primera vez en su vida al protagonista le exigen el pago de un yuan por utilizar los urinarios públicos y, ante su indignación, su joven amigo le explica “No todo es tan malo. Si no fuera por los baños de pago personas de clases bajas como nosotros jamás disfrutaríamos del privilegio de aliviarnos en un lugar tan lujoso, ni siquiera en nuestros sueños”. A lo que Shifu replica, emocionado, “…he meado en un lugar de lujo gracias a ti”. No creo que una ironía tan explícita pueda ser calificada de cobarde.

Mo Yan es la China rural y también la del cambio, pero no la de después del cambio. A pesar de que, por lo que sale de él en los medios, parece ser una persona curiosa e involucrada en lo que le rodea, no participa de esa sociedad que crece a toda velocidad. De ese grupo de jóvenes que frecuentan clubes carísimos en Shanghai, Pekín o Guangzhou, de esa gente que no ha conocido la escasez y que consume vorazmente, esa que está obsesionada con el dinero (esto es con tener más, no con tener dinero para sobrevivir a), de esa que apenas tiene interés en lo que digan los líderes en el Gobierno y que no está familiarizada con los dogmas y la retórica originales del Partido. Todos esos universos, y muchos otros, coexisten en la China actual. El de Mo Yan, forjado más en el siglo XX que en el XXI, es otro -aunque puede que esté y siga presente de alguna manera en todos los demás-. Tampoco parece que el recién nombrado Premio Nobel de Literatura se apunte al carro de la disidencia beligerante (en esto coincide con muchísimos millones de chinos y es, por lo tanto, un buen exponente de ellos), pero su obra cuestiona la realidad sin tapujos –toda ella, no sólo la política-. Y lo hace de una forma honrada y sin pretensiones, mordaz, descarnada y sin falsa compasión. Para algo nos ha explicado que decidió ser escritor para poder comer.

En su discurso de aceptación del Nobel, Mo Yan ha dicho que le están pasando todo tipo de anécdotas maravillosas a raíz del galardón que le hacen creer en la existencia de la justicia y la verdad y que tiene la intención de escribirlas. Veremos a ver qué y cómo nos lo cuenta.

Artículos relacionados