¿Es posible el consenso interno español en política exterior? Debería serlo. De lograrlo, España ganaría mucho, interna y externamente, como sabe muy bien cualquiera que haya pasado por una reunión o institución internacional. A estas alturas no se trata de lograr un mero consenso entre los principales partidos políticos, sino también con la sociedad. Pues una lección que hay que sacar de lo ocurrido en España con el cambio que le dio Aznar, sobre todo pero no sólo con la guerra de Irak, es que la política exterior requiere también de apoyo social, democrático, y no es ya reducto de especialistas o coto reservado del Ejecutivo. En la era de la globalización y de la atomización (pues el Gobierno central ha dejado de ser el único actor en la acción exterior), no puede ser de otro modo. La política exterior es ya parte de la política.

¿Ha habido alguna vez consenso en la política exterior de la democracia española? Lo hubo en el sentido de que queríamos ser como los demás, como los franceses o alemanes, y entrar en las instituciones europeas. Pero no lo hubo sobre temas tan importantes como el acceso y la permanencia en la OTAN (aunque luego se recompuso) ni sobre la negociación de la renovación del convenio con EE UU que llevó a la salida de las fuerzas estadounidenses de Torrejón. Las diferencias, algunas de las cuales persisten, no se refieren sólo a la dimensión de seguridad. Incluso sobre los términos del ingreso en la (hoy) Unión Europea hubo sus más y sus menos. Pero, en general, una vez marcado el rumbo, sí se consiguió un consenso en política exterior, al menos en los grandes objetivos, mientras se dejaba al Gobierno que gestionara los detalles y lanzara iniciativas.

¿Por qué se rompió y por qué es más difícil de recuperar? Básicamente porque las diferencias ideológicas entre los dos grandes partidos (y algunos de los más pequeños) se han agrandado. Y estas discrepancias se han reflejado también en la acción exterior, más ideologizada. Como señalan algunos responsables del PP, su política europea fue ideológica en el sentido de defensa de un modelo socioeconómico diferente, más anglosajón y liberal y menos continental, y todo en un mundo de creciente globalización (finalizada la guerra fría y su enfrentamiento también) y mucho más radical e ideológico desde que Bush llegó a la Casa Blanca. El apoyo al presidente de EE UU (y el entendimiento con Blair) del Gobierno de Aznar tuvo un importante componente de eso que ahora llamamos valores, incluso con rasgos que atañen a lo religioso.

Pero, además, dado que la política exterior, y especialmente la europea, afecta ya tanto a la política interna, parece inevitable (aunque poco deseable) que las diferencias internas se trasladen también a ese ámbito, en el que se juegan muchas cosas. Es necesario mantener estas discordancias dentro de unos límites razonables, que no afecten a las reglas del juego. Martin Luther King consideraba que "un gran líder no es aquel que busca el consenso, sino quien lo moldea". Y éste es el nuevo reto del actual Gobierno. Felipe González lo consiguió (y de ahí el problema de si el consenso sólo se puede recomponer sobre aquellas bases). Aznar, no, ni lo intentó, inspirado en aquella Margaret Thatcher para la cual el consenso es "el abandono de todas las creencias, principios, valores y políticas". Ante un mundo que ha cambiado, Zapatero tiene un desafío, y desde la oposición, Rajoy también: no tanto rehacer el consenso pasado cuanto moldear uno nuevo.

Zapatero tiene el desafío no tanto de rehacer el consenso pasado como de moldear uno nuevo

No es imposible, y el mejor ejemplo es el consenso que se ha logrado en torno a la Constitución Europea (una redefinición de las reglas del juego a 25), fruto de un compromiso ya no sólo interno español, sino entre otros tantos gobiernos de mayorías políticas diferentes. Los avances europeos son siempre fruto de cambalaches, compromisos y consensos. Por eso no llegan a ser nunca definitivos y van requiriendo nuevos pasos posteriores. En esta España, por encima de las diferencias sobre el reparto de los votos en el Consejo de Ministros de la UE, tanto el PSOE como el PP han apoyado el texto final de la Euroconstitución y se han comprometido por el sí en el referéndum de este 20 de febrero. Pero, más allá, persisten las diferencias sobre la política europea. De modo inmediato se plantea, para España, la negociación de las próximas perspectivas financieras de la UE. Pretender que no se van a reducir -en una Unión ampliada y en la que España ha constituido un éxito económico- es engañarse o engañar. La cuestión es cómo se van a transformar y que, si se reducen paulatinamente, España se incorpore a otra cohesión, por ejemplo, la científica, que une a los países más avanzados. El consenso también es necesario para que la diplomacia y las Fuerzas Armadas españolas estén a la altura de las crecientes demandas que recaen sobre ellas, también en materia de cooperación al desarrollo y ayuda humanitaria, como frente a la devastación del sureste surasiático por el tsunami.

La famosa frase de Benjamin Disraeli, "un país no tiene amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes", ha dejado en parte de regir en esta Europa posmoderna, quizá excepción en el mundo. Por ello, preocupa el sesgo antifrancés que, de espaldas a las realidades económicas y de seguridad, ha resurgido en los últimos años en una parte de la derecha, y el sesgo antiamericano (y no meramente antiBush) que se ha reforzado en una parte de la izquierda. De lo que no cabe duda es de que un país con consenso interno (político y social) en su política exterior tendrá mucho más peso, un margen de maniobra más amplio y una mayor capacidad de negociación que otro dividido. El referéndum sobre la Constitución Europea es una oportunidad para España y los españoles de demostrarlo y, al ser los primeros, de marcar rumbo.

Como siempre, estaremos abiertos a sus comentarios.

Es posible el consenso interno español en política exterior? Debería serlo. De lograrlo, España ganaría mucho, interna y externamente, como sabe muy bien cualquiera que haya pasado por una reunión o institución internacional. A estas alturas no se trata de lograr un mero consenso entre los principales partidos políticos, sino también con la sociedad. Pues una lección que hay que sacar de lo ocurrido en España con el cambio que le dio Aznar, sobre todo pero no sólo con la guerra de Irak, es que la política exterior requiere también de apoyo social, democrático, y no es ya reducto de especialistas o coto reservado del Ejecutivo. En la era de la globalización y de la atomización (pues el Gobierno central ha dejado de ser el único actor en la acción exterior), no puede ser de otro modo. La política exterior es ya parte de la política.

¿Ha habido alguna vez consenso en la política exterior de la democracia española? Lo hubo en el sentido de que queríamos ser como los demás, como los franceses o alemanes, y entrar en las instituciones europeas. Pero no lo hubo sobre temas tan importantes como el acceso y la permanencia en la OTAN (aunque luego se recompuso) ni sobre la negociación de la renovación del convenio con EE UU que llevó a la salida de las fuerzas estadounidenses de Torrejón. Las diferencias, algunas de las cuales persisten, no se refieren sólo a la dimensión de seguridad. Incluso sobre los términos del ingreso en la (hoy) Unión Europea hubo sus más y sus menos. Pero, en general, una vez marcado el rumbo, sí se consiguió un consenso en política exterior, al menos en los grandes objetivos, mientras se dejaba al Gobierno que gestionara los detalles y lanzara iniciativas.

¿Por qué se rompió y por qué es más difícil de recuperar? Básicamente porque las diferencias ideológicas entre los dos grandes partidos (y algunos de los más pequeños) se han agrandado. Y estas discrepancias se han reflejado también en la acción exterior, más ideologizada. Como señalan algunos responsables del PP, su política europea fue ideológica en el sentido de defensa de un modelo socioeconómico diferente, más anglosajón y liberal y menos continental, y todo en un mundo de creciente globalización (finalizada la guerra fría y su enfrentamiento también) y mucho más radical e ideológico desde que Bush llegó a la Casa Blanca. El apoyo al presidente de EE UU (y el entendimiento con Blair) del Gobierno de Aznar tuvo un importante componente de eso que ahora llamamos valores, incluso con rasgos que atañen a lo religioso.

Pero, además, dado que la política exterior, y especialmente la europea, afecta ya tanto a la política interna, parece inevitable (aunque poco deseable) que las diferencias internas se trasladen también a ese ámbito, en el que se juegan muchas cosas. Es necesario mantener estas discordancias dentro de unos límites razonables, que no afecten a las reglas del juego. Martin Luther King consideraba que "un gran líder no es aquel que busca el consenso, sino quien lo moldea". Y éste es el nuevo reto del actual Gobierno. Felipe González lo consiguió (y de ahí el problema de si el consenso sólo se puede recomponer sobre aquellas bases). Aznar, no, ni lo intentó, inspirado en aquella Margaret Thatcher para la cual el consenso es "el abandono de todas las creencias, principios, valores y políticas". Ante un mundo que ha cambiado, Zapatero tiene un desafío, y desde la oposición, Rajoy también: no tanto rehacer el consenso pasado cuanto moldear uno nuevo.

Zapatero tiene el desafío no tanto de rehacer el consenso pasado como de moldear uno nuevo

No es imposible, y el mejor ejemplo es el consenso que se ha logrado en torno a la Constitución Europea (una redefinición de las reglas del juego a 25), fruto de un compromiso ya no sólo interno español, sino entre otros tantos gobiernos de mayorías políticas diferentes. Los avances europeos son siempre fruto de cambalaches, compromisos y consensos. Por eso no llegan a ser nunca definitivos y van requiriendo nuevos pasos posteriores. En esta España, por encima de las diferencias sobre el reparto de los votos en el Consejo de Ministros de la UE, tanto el PSOE como el PP han apoyado el texto final de la Euroconstitución y se han comprometido por el sí en el referéndum de este 20 de febrero. Pero, más allá, persisten las diferencias sobre la política europea. De modo inmediato se plantea, para España, la negociación de las próximas perspectivas financieras de la UE. Pretender que no se van a reducir -en una Unión ampliada y en la que España ha constituido un éxito económico- es engañarse o engañar. La cuestión es cómo se van a transformar y que, si se reducen paulatinamente, España se incorpore a otra cohesión, por ejemplo, la científica, que une a los países más avanzados. El consenso también es necesario para que la diplomacia y las Fuerzas Armadas españolas estén a la altura de las crecientes demandas que recaen sobre ellas, también en materia de cooperación al desarrollo y ayuda humanitaria, como frente a la devastación del sureste surasiático por el tsunami.

La famosa frase de Benjamin Disraeli, "un país no tiene amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes", ha dejado en parte de regir en esta Europa posmoderna, quizá excepción en el mundo. Por ello, preocupa el sesgo antifrancés que, de espaldas a las realidades económicas y de seguridad, ha resurgido en los últimos años en una parte de la derecha, y el sesgo antiamericano (y no meramente antiBush) que se ha reforzado en una parte de la izquierda. De lo que no cabe duda es de que un país con consenso interno (político y social) en su política exterior tendrá mucho más peso, un margen de maniobra más amplio y una mayor capacidad de negociación que otro dividido. El referéndum sobre la Constitución Europea es una oportunidad para España y los españoles de demostrarlo y, al ser los primeros, de marcar rumbo.

Como siempre, estaremos abiertos a sus comentarios. Andrés Ortega