Su irrupción en el escenario bélico como ‘víctimas colaterales’ y mensajeras ha cambiado la percepción de los conflictos.  

Nos encontramos en un mundo que evoluciona vertiginosamente, y una de las principales causas es la participación cada día más activa de la mujer en el desarrollo de los acontecimientos. Hasta bien entrado el siglo XX, la guerra ha sido, con raras excepciones como Juana de Arco, de dominio exclusivo de los hombres, tanto en la toma de decisiones como en la operatividad, al igual que en la narración y exposición de los hechos a la opinión pública. Es en este campo donde la irrupción de la mujer ha forzado el giro copernicano en que nos hallamos envueltos. No tanto por la aparición de escritoras, periodistas y directoras cinematográficas, sino, sobre todo, porque hombres y mujeres han descubierto las brutales consecuencias que tiene la guerra en esa “mitad del cielo” que, según decía Mao Zedong, corresponde a la mujer. Hoy en día, cuando se informa de la guerra muchos de los titulares se refieren al sufrimiento de las mujeres, como el artículo del enviado especial de La Vanguardiaa Bagdad, Tomás Alcoverro, del pasado 3 de septiembre, que mostraba cómo la invasión estadounidense ha dejado en Irak 800.000 viudas cargadas de hijos y “abandonadas de la mano de Dios”. O el reconocimiento público de la ONU del “fracaso” de su misión de estabilización en República Democrática del Congo, cuyos cascos azules no hicieron nada por impedir las violaciones de al menos 500 mujeres por dos grupos de rebeldes armados entre el 30 de julio y el 2 de agosto de este año.

Informar de la guerra supuso para la mujer una auténtica batalla. Entre las pioneras se encuentra la estadounidense Margaret Fuller, que en 1846 fue enviada como corresponsal para Europa del New York Tribune y cubrió, sobre todo en Italia, la oleada revolucionaria de finales de esa década. La española Sofía Casanova viajó a Rusia como corresponsal de Abc para informar sobre la Revolución de 1917. Durante la Segunda Guerra Mundial surgieron muchas más, pero fue el conflicto de Vietnam, según sostiene la escritora y profesora de periodismo Joyce Hoffmann, en su libro On Their Own: Women Journalists and the American Experience in Vietnam, la que supuso el punto de inflexión en el que “la corresponsal de guerra dejó de ser novedad para convertirse en normal”.

Esa normalidad, sin embargo, no impidió que las periodistas tuvieran que seguir batiéndose para que los militares les permitieran acceso al frente. En 2000, durante la segunda guerra de Chechenia, el Ministerio de Defensa ruso autorizó mi viaje como corresponsal de la Cadena SER a la zona, pero cuando los militares supieron que era una mujer se negaron en redondo. No sabían que la gran amenaza contra los abusos que cometían en esa república caucásica les vendría precisamente de otra mujer: Anna Politkóvskaya, cuyos valientes reportajes denunciaron una y otra vez los abusos, la tortura y la constante violación de los derechos humanos en esa guerra. “Chechenia es el reino de la barbarie. Uno de cada dos muertos es un civil abatido de manera sumaria”, escribió. Politkóvskaya, asesinada en 2006 y cuya muerte sigue sin aclararse, arremetió también contra el Kremlin en lo que más podía dolerle: criticando duramente la falta de equipamiento y formación con que se enviaba a los soldados al frente, y la indiferencia y el abandono de las familias de los militares rusos muertos y heridos en combate. Mientras las periodistas se sometían a esperas interminables para ir al frente, el dolor que se encontraban en la segunda fila de la guerra, la de los civiles, fue llenando sus historias y cambiando la forma de narrar los conflictos. Tal vez fue la publicación en 1947 del Diario de Ana Frank lo que aceleró la corriente de un periodismo más involucrado en la exposición de la barbarie de la guerra y allanó el camino de mujeres como Frankie Fitzgerald, quien, convencida de que la guerra era inmoral y errónea, y pese a ser hija del director de operaciones de la CIA, se fue por su cuenta a Vietnam y escribió centenares de artículos que le valieron el Premio Pulitzer en 1972.

No todas las batallas se libran en el frente. Las periodistas también han sido víctimas de la guerra sucia. En la foto, la reportera rusa Anna Politkóvskaya, asesinada en octubre de 2006. Denunció los abusos contra los derechos humanos del Kremlin y los excesos de Moscú en la guerra de Chechenia.

 

Mi primera experiencia en un frente fue en la frontera entre China y Vietnam, donde tras la guerra de 1979 seguían produciéndose en los años siguientes enfrentamientos de baja intensidad. Aparte del impacto que supone escuchar cañonazos en directo por primera vez, aquello era en esencia un enfrentamiento ideológico entre dos regímenes totalitarios, en el que la propaganda jugaba un papel más importante que la ofensiva militar. Mi interés por todo lo concerniente a la guerra, desde la estrategia al drama social, se forjó al año siguiente, cuando estuve en ese mismo frente desde el lado vietnamita y me encontré a chiquillos de 16 años, Kaláshnikov al hombro, con las botas rotas o descalzos y sin apenas nada que llevarse a la boca, defendiendo aquellas montañas. Más de tres décadas de lucha continuada contra Francia, EE UU y China mostraban su cara más horrenda en los hospitales infantiles de Hanoi y Ciudad Ho Chin Minh, llenos de diminutas víctimas mutiladas y desfiguradas por las armas químicas y la hambruna. Allí y en la retaguardia del frente de Camboya, donde a lo largo de la frontera con Tailandia trataban de sobrevivir decenas de miles de refugiados destrozados por las minas antipersonas, se fraguó mi camino como corresponsal de guerra.

El primer paso en el intento de humanizar la guerra lo dio Jean Henry Dunant con la fundación de la Cruz Roja Internacional, en 1864. La irrupción de la mujer como víctima o como “daño colateral”, según la nueva terminología del Pentágono, no es sino un avance en ese sentido, y las reporteras, en parte movidas por solidaridad femenina, han impulsado una visión de los conflictos menos constreñida al universo masculino. Según la escritora británica Natasha Walter: “Si el periodismo de guerra ha cambiado durante la última generación (y yo creo que sí lo ha hecho), hasta el punto en que ahora incluye, más que nunca, las experiencias de civiles, de refugiados y de gente común afectada por la acción militar, no es coincidencia que este cambio haya ocurrido exactamente en el momento en que más mujeres toman parte en la producción de la información”.  La presencia de mujeres periodistas es fundamental en escenarios bélicos donde los dos mundos, masculino y femenino, están totalmente separados, como ocurre en algunas sociedades tradicionales y ortodoxas musulmanas. Cuando en 1988 llegué a Peshawar (Pakistán) para cubrir la guerra de Afganistán contra los ocupantes soviéticos, casi siempre era la única mujer y la única española entre una nutrida tribu –como dice Manu Leguineche– de experimentados corresponsales italianos, británicos y norteamericanos, que jamás pudieron cruzar una palabra con alguna de las millones de afganas que poblaban los campos de refugiados; mujeres atrapadas en un conflicto que no entendían; algunas madres con hijos en ambos bandos que sólo anhelaban volver a su tierra, unir a la familia y vivir en paz.

La imagen de Christianne Amanpour, corresponsal de guerra de la CNN, dio la vuelta al mundo durante la primera Guerra del Golfo y elevó la popularidad de la cadena a cotas insospechadas. En la imagen, cubriendo el conflicto israelo-palestino en 2000.

La mayoría de las campesinas afganas salieron por primera vez de su milenario y cerrado entorno empujadas a huir por los maridos y miraban a la corresponsal occidental como si fuera una extraterrestre. Cuando les preguntaba por quién iban a votar en las elecciones que pretendía celebrar la ONU cuando se fueran las tropas soviéticas, la respuesta de todas era siempre la misma: “Por quien diga mi marido”. El voto libre y secreto no encajaba en su mundo. Sin embargo, al igual que hoy nos encontramos con un periodismo más comprometido con la misión de exponer las consecuencias de la guerra en las mujeres, también se recurre a ellas para manipular a la opinión pública, como en el caso de la portada de la revista Time del pasado 31 de julio, en la que aparece una joven afgana de 18 años a la que han arrancado la nariz y las orejas por huir del maltrato de su marido. El título es: “¿Qué pasa si nos vamos de Afganistán?”, y está claro que la pregunta sugiere que esas prácticas medievales se extenderán si las tropas extranjeras abandonan el país. Oculta, no obstante, que, después de casi una década de ocupación, la mujer afgana está mucho peor que hace 30 años, y que tan pronto como los invasores entraron en el avispero afgano se olvidaron de uno de los principales motivos que esgrimieron para derribar al régimen talibán: liberar a las afganas de la prisión del burka.

La primera vez que entré en Kabul, en 1989, muchas mujeres llevaban las faldas más cortas que yo y caminaban con libertad por la calle. Iban al colegio y a la universidad; eran médicas, enfermeras, funcionarias, maestras, realizaban pequeños trabajos, e incluso algunas tenían un comercio o un negocio privado. Formaban, en fin, parte activa del desarrollo civil del Estado, pese a que el país llevaba casi veinte años de convulsión política por asesinatos en la cúpula del poder, golpes de Estado y la invasión soviética. Muchas afganas temían entonces que la alianza de las siete guerrillas muyahid (combatientes de Alá), que financiaban Estados Unidos y Arabia Saudí, las iba a condenar al ostracismo. Pero indefensas y solas como estaban no tuvieron fuerzas para rebelarse y gritar, y su grito de desesperanza no retumbó en la Casa Blanca ni en las portadas de los grandes medios internacionales de comunicación.

En esos años sólo se enclaustraban bajo el burka las viudas que, rodeadas de mocosos harapientos, pedían limosna en los aledaños del gran bazar de Kabul, si bien esa vestimenta era habitual en las ciudades y pueblos de mayoría pastún. Casi ninguna de las kabulíes que vestía a la occidental fue comunista ni supo nada de Marx ni de Stalin, pero uno de los principales objetivos de los muyahid que Ronald Reagan llamaba “luchadores por la libertad” era precisamente “acabar con el libertinaje de las comunistas”, según afirmaba Gulbudín Hekmatiar, líder de Hezb i Islami, una de las guerrillas apoyadas por Washington y hoy uno de sus enemigos más buscados. Ellas jamás imaginaron que la travesía del desierto que las aguardaba sería tan terrible y tan injusta.

Según la periodista y presidenta de Reporteros sin Fronteras en España, Dolores Masana, “entre las reporteras hay una tendencia hacia el periodismo más comprometido”. El motivo no es otro que una mayor cercanía a las víctimas y esa solidaridad que suscitan en la reportera hechos tan desgarradores o testimonios tan duros como los de las madres que claman por sus hijas desaparecidas, en el blog de Judith Torrea –Ciudad Juárez, en la sombra del narcotráfico–, en el que se recogen otras guerras, como la historia de 17 años de “desapariciones y crímenes de jovencitas bellas (y pobres)”.

Fotograma de En tierra hostil, de Kathryn Bigelow, la primera mujer que ganó el premio a la mejor dirección y a la mejor película, en la última edición de los Oscar, con un filme de guerra, un género que hasta ahora parecía reservado a sus colegas masculinos.

  

El coraje de Torrea, que ha sido amenazada de muerte, se suma al de otras mujeres que por el simple hecho de ser periodistas en regímenes o sociedades cerradas se enfrentan a las mismas amenazas. Es el caso de la afgana Farida Nekzad, que dirige en Kabul una agencia de noticias; la birmana Aye Aye Win, la iraní Jila Baniyaghoob, la iraquí Zaineb Obeid y tantas otras informadoras casi anónimas que me encontré en esos países jugándose la vida sin un pasaporte de salida o un medio internacional potente que cubriese sus espaldas.

En su artículo Mujeres corresponsales de guerra: diferentes en muchos sentidos, los profesores de Psiquiatría de la Universidad de Toronto Anthony Feinstein y Mark Sinyor afirman que en la actualidad tres de cada cuatro corresponsales de guerra siguen siendo hombres porque “por razones evolutivas y neuroquímicas” circulan con más facilidad por entornos de riesgo. De las mujeres que recorren los frentes de batalla dicen que “están mejor educadas que sus compañeros de trabajo” y que, mientras los hombres suelen estar casados, “la mayoría de las mujeres son solteras”. Una de las mayores barreras psicológicas que encuentra la corresponsal de guerra es la premisa, socialmente aceptada, de que la mujer es el núcleo de la familia y tiene responsabilidades ineludibles ante sus hijos. Así, a la enviada del Sunday Express, Ivonne Ridley, secuestrada en 2001 durante 10 días por los talibanes, le reprocharon, incluso algunos de sus propios colegas, que hubiera dejado sola a su pequeña. Ante semejantes presiones, la periodista debe responder como la ministra noruega de Cultura, Anniken Huitfeldt, que cuando le preguntaron cómo compaginaba su trabajo con sus tres niños respondió. “¿Por qué no se lo preguntan al ministro de Asuntos Exteriores?”.

Lo más penoso para las periodistas es que han logrado abrirse camino en el mundo del reporterismo de guerra que dominaban los hombres cuando todo apunta a la desaparición de ese género periodístico como lo entendíamos hasta ahora. Ni hombres ni mujeres periodistas podemos ya lanzarnos como antes a la aventura sin más apoyo que la pasión por conocer, compartir, investigar, narrar, describir y sacar del olvido las tragedias y las esperanzas de otras gentes. Desgraciadamente, nos hemos convertido en moneda de cambio de terroristas, paramilitares, guerrilleros y narcotraficantes que han colocado entre sus prioridades el secuestro y el asesinato del mensajero. Un total de 76 periodistas empeñados y empeñadas en sacar a la luz los conflictos que emponzoñan nuestra sociedad fueron asesinados el año pasado. Corren tiempos difíciles para las mensajeras.