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A la izquierda, el Secretario general de Naciones unidas, Antonio Guterres, saluda al Presidente chino, Xi Jinping, en Pekín, 2018. Andy Wong-Pool/Getty Images

Las luces y las sombras del papel de Pekín en el sistema multilateral.

China, la gran beneficiada del orden mundial liberal, defiende el multilateralismo como una de las prioridades de su política exterior, si bien le confiere un carácter singular que lo convierte en una herramienta dedicada a impulsar el desarrollo tanto a nivel interno como externo. El presidente Xi Jinping se ha alzado en defensor a ultranza del multilateralismo: “A China le irá bien solo cuando al mundo le vaya bien”, dijo al secretario general de la ONU, Antonio Guterres, durante la cumbre del G20 celebrada en Buenos Aires en 2018, aunque advirtió de que, después de más de 70 años, las instituciones de Naciones Unidas necesitan adaptarse al siglo XXI y a los grandes cambios operados en el mundo, entre los que destaca la reemergencia del Imperio del Centro.

Para el politólogo Thomas Christiansen, la República Popular tiene “un enfoque diplomático del multilateralismo”, que utiliza como un instrumento de trabajo con otros países para equilibrar el poder de Estados Unidos. Convertido en el brazo de la xiplomacia, sus objetivos básicos sirven a los de la política exterior china de mantener un entorno internacional pacífico y mejorar su estatus e influencia internacionales. Su éxito más rotundo es la iniciativa de La Franja y la Ruta, una especie de acuerdo multilateral enmarcado en un impulso inigualable a la conectividad y el desarrollo global, al que ya se han adherido más de 160 Estados, la mayoría de ellos emergentes o en vía de desarrollo. Esta Nueva Ruta de la Seda se cimentó con la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, que facilita el acceso a fondos sin las exigencias del Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Se trata sin duda del escalón más importante del intento de establecer un nuevo orden internacional con características chinas o lo que Xi denomina “construir una comunidad con un futuro compartido para la humanidad”.

Una de las principales peculiaridades del multilateralismo chino es la promoción de asociaciones y grupos regionales. En los últimos años, Pekín ha demostrado su capacidad para formar y coordinar coaliciones que en la mayoría de los casos incluyen a países en vía de desarrollo. Entre las que tienen carácter económico destaca la RCEP (Asociación Económica Integral Regional), un megatratado de libre comercio, firmado el 15 de noviembre de 2020 en Hanói, que incluye a los 10 Estados de la ASEAN (Asociación de Naciones del Sureste Asiático), junto a China, Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda.  El embrión de la RCEP, cuyos miembros suman casi un tercio de la población y el 29% del PIB mundiales, fue la Cumbre de Asia Oriental (EAS, en sus siglas en inglés), también promovida por Pekín y que incluye a India, país que se descolgó en el último momento de la asociación regional.

Otra importante agrupación asiática es la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), la única de carácter semimilitar en que participa China, que comparte frontera terrestre con todos los miembros a excepción de Uzbekistán, y cuya prioridad es el intercambio de información de inteligencia para luchar contras las amenazas compartidas del radicalismo islámico, el terrorismo y el separatismo. Se fundó en 1996 e incluye, además de China, a Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Uzbekistán y desde 2017 a India y Pakistán.

El afán multilateralista chino abarca todo el mundo. Dentro de la cooperación Sur-Sur, el referente es el Foro China-África en el que, según el profesor brasileño Javier Alberto Vadell, se abordan “cuestiones de cooperación y ayuda económica, inversiones, estímulo del comercio y posibilidades de préstamos”. El motor de las relaciones con América Latina es el Foro de China-CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños). También, entre otros, el Foro de Cooperación China-Países Árabes y el Foro China-Países Isleños del Pacífico. En Europa logró poner en marcha el denominado 16+1, que integra a los países que estuvieron bajo la influencia soviética o formaron parte de la URSS, es decir las repúblicas bálticas y las de Europa del Este y los Balcanes, grupo al que se unió Grecia en 2019, por lo que pasó a llamarse 17+1. La Unión Europea siempre ha visto con recelo esta iniciativa que para muchos académicos obedece a un intento de escapar a las reglas de Bruselas. Además, Pekín se sumó al foro conocido como APEC (Cooperación Económica Asia-Pacífico), que facilita el comercio y la inversión entre sus 21 miembros de ambas orillas de ese océano.

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Los líderes de los 5 países BRICS (Brasil, Rusia, Inida, China y Suráfrica) en una reunión en Brasil, 2019. Mikhail Metzel\TASS via Getty Images

Los críticos del multilateralismo chino, como el alemán Instituto Mercator de Estudios de China, afirman que lo que el régimen persigue, mientras se enorgullece de ser miembro de casi todas las organizaciones intergubernamentales y de haber firmado más de 500 tratados multilaterales, es tratar de reformar las instituciones desde dentro. Pekín “ignora los compromisos cuando están en desacuerdo con sus intereses, resistiendo la esencia liberal y eludiendo los marcos existentes al tiempo que construye otros nuevos”.

La iniciativa que revela la voluntad china de impulsar un nuevo orden internacional es la que agrupa a los grandes países emergentes, los BRICS, cinco potencias regionales (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) que aspiran a influir en distintas áreas temáticas de la agenda de un mundo en transformación. El nacimiento formal de los BRICS, en Ekaterimburgo (Rusia) en junio de 2009, es paralelo al ascenso de China y a la crisis del paradigma neoliberal, y aúna el descontento de los cinco Estados por su escasa representación en las instituciones de gobernanza económica global (BM y FMI). En respuesta crearon el Nuevo Banco de Desarrollo con el fin de movilizar recursos para proyectos de infraestructura y desarrollo sostenible en países emergentes y otros desfavorecidos. Los cinco defienden un mundo multipolar y un sistema multilateral más inclusivo y justo.

La ONU, en la que la República Popular ingresó en 1971, concentra buena parte del empeño multilateral que inicia China tras la puesta en marcha de la política de reforma y apertura al mundo de Deng Xiaoping. Convertida en 2020 en el segundo mayor contribuyente, con 336 millones de dólares, ocupa también el segundo puesto en cuanto al presupuesto para el mantenimiento de la paz y es el miembro permanente del Consejo de Seguridad con más cascos azules desplegados, alrededor de 2.800. China ha cumplido su compromiso de entrenar a 8.000 soldados del Ejército Popular de Liberación para que sirvan como milicias de reserva en las operaciones para el mantenimiento de la paz.

En sus dos primeras décadas como miembro permanente trató de buscarse un acomodo poco notorio pero, conforme aumentaba su peso económico, su diplomacia se fue haciendo cada día más activa en la asamblea y en los pasillos, ganando una notable influencia entre los países en vías de desarrollo y en los distintos foros de Naciones Unidas. El efecto negativo colateral de esta emergencia es que un Pekín asertivo, con crecientes diferencias geopolíticas con Occidente y cuya visión mundial está sujeta al principio fundamental de la soberanía absoluta y la integridad territorial, puede dificultar aún más el deteriorado funcionamiento del Consejo de Seguridad. El ejemplo de cómo pueden ser las complicaciones futuras fue la carta firmada en julio de 2019 por 22 Estados, incluidos todos los europeos (permanentes y no permanentes) que estaban entonces en el Consejo de Seguridad, que criticaba el encarcelamiento de un millón de uigures en la provincia noroccidental de Xinjiang, a la que China replicó con una contra-carta al Consejo de Derechos Humanos, firmada por 37 socios,  que respaldaba su respuesta a “los graves desafíos del terrorismo y el extremismo” en esta región.

Sin que Europa haga nada por impedirlo, Pekín va ocupando el vacío que deja EE UU en las instituciones de la ONU. De los 17 organismos especializados, China preside cuatro, incluida la Organización para la Alimentación y Agricultura (FAO) tras la rotunda victoria lograda en la elección de junio de 2019 para su candidato, Qu Dongyu, después de que Donald Trump se negara a respaldar a la candidata francesa porque era defensora del derecho al aborto. En otras siete agencias y organismos especializados ocupa el segundo puesto, como en la Unesco, desde la que da auge internacional a su imagen de poder blando, para lo que contribuye de forma voluntaria a paliar el agujero de 550 millones de dólares dejado por Washington antes de abandonar la organización, el 31 de diciembre de 2018.

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Soldados chinos miembros de una operación de manteniento de la paz de Naciones Unidas. China Photos/Getty Images

La Administración Trump desató una furibunda campaña contra la “maligna influencia” china en la ONU y, con el apoyo Bruselas, logró evitar que la entonces subdirectora y ahora una de las directoras adjuntas, Wang Binying, se hiciera con la dirección de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) en la elección de 2020, que finalmente ganó el singapureño Dareng Tang. La campaña contra Wang aseguraba que la OMPI perdería su independencia porque la historia de China es la del “robo de secretos comerciales, espionaje corporativo y transferencia forzada de tecnología”.

Defensora de que la ONU necesita una urgente reforma para adaptarla a la realidad del siglo XXI, Pekín es renuente a cualquier reforma del Consejo de Seguridad que suponga una merma de su poder o incluya a países que no le son favorables, como India y Japón. Apoya, sin embargo, con firmeza los tres últimos grandes logros de la organización: el acuerdo de París para combatir el cambio climático, el acuerdo nuclear con Irán y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que pretenden acabar con la pobreza extrema, reducir las desigualdades y garantizar la sostenibilidad ambiental para 2030. De hecho, los ODS forman parte de su estrategia económica y, como en el caso de la erradicación de la pobreza extrema alcanzada por China en 2020, buscan ser el aval del modelo económico que el gigante asiático considera exportable a los países en vías de desarrollo.

El ingreso de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 supuso un espaldarazo a su economía, basada en salarios muy bajos y una gran acumulación de capital subsidiado por el Estado, pero a lo largo de las dos décadas transcurridas, no solo no ha establecido una auténtica economía de mercado, sino que por el contrario ha consolidado un sistema económico de control estatal. Se trata del llamado “socialismo con características chinas”, que tiene una fuerte intervención estatal en las políticas industrial y financiera, un enfoque liberal del comercio exterior y un poderoso y extenso sector empresarial estatal, todo ello bajo el férreo control del Partido Comunista Chino.

Pekín se ha comprometido con Bruselas a impulsar la reforma de la OMC para solventar el bloqueo de EE UU, pero numerosos académicos europeos advierten de la dificultad de que China deje a un lado sus objetivos comerciales y geopolíticos para elaborar las urgentes y adecuadas normas ajustadas al Derecho Internacional que precisa la OMC para dinamizar el comercio global, en el que cada día es más importante el comercio digital, que incluye la seguridad de los datos, el blockchain y la futura arquitectura de Internet. Para la UE es esencial la protección de la privacidad de los datos personales, mientras que para China lo fundamental es tener acceso a los datos para garantizar la seguridad nacional.

La República Popular es consciente de que no puede abordar sola los grandes desafíos del siglo XXI y de que aún tiene un largo camino que recorrer para obtener una influencia similar a la de EE UU o Europa en la esfera internacional. Reflejo de ello es que, a pesar de su eficacia en el combate contra la Covid-19, las millonarias donaciones de mascarillas, equipos médicos y ahora de vacunas, la pandemia ha dañado sobre todo en Occidente la reputación de China por su falta de transparencia en la primera etapa del coronavirus y su intento de controlar la investigación de la Organización Mundial de la Salud.