birmania
Manifestaciones contra el golpe de Estado en Birmania de los partidarios del partido de Aung San Suu Kyi, el LND. (Peerapon Boonyakiat/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)

Cuáles son los orígenes de la crisis y cómo ha afectado a la situación la problemática estrategia de Occidente ante la reciente transición.

La supuesta transición democrática de Myanmar ha sido muy peculiar.

En 2008, cuando la Junta Militar, tras 46 años ininterrumpidos, empezó a dar con cautela los primeros pasos hacia una relajación controlada del régimen militar, decidió explicar que el proceso era necesario para que surgiera un Estado democrático genuino y disciplinado.

En opinión de los militares, se suponía que la nueva Constitución debía ser la base de una hoja de ruta para alcanzar esa democracia controlada. De modo que, en mayo de 2008, se aprobó una Carta Magna nueva en un referéndum que numerosos observadores internacionales calificaron de farsa. Además de las acusaciones de fraude e intimidación, la consulta popular se vio seriamente alterada por el ciclón Nargis, que golpeó el país con extrema violencia a principios de ese mismo mes y causó la muerte de unas 85.000 personas.

La Constitución de 2008 es fundamental para cualquier intento de comprender por qué un régimen militar que, durante décadas, había demostrado enorme eficacia a la hora de aplastar toda forma de disidencia y gobernar a 54 millones de habitantes con mano de hierro, sintió de pronto la necesidad de abrir, aunque fuera de manera disciplinada, las compuertas de la competencia política.

La agitación política y los disturbios que se produjeron en 1988 fueron las que hicieron que los jefes del Tatmadaw (nombre oficial de las Fuerzas Armadas birmanas) se dieran cuenta de que tener cierta apariencia de instituciones y procesos democráticos podía ser beneficioso para su misión declarada de mantener la estabilidad y la unidad nacional. No fue por las presiones y sanciones internacionales. Estos disturbios fueron desencadenados inicialmente por una fuerte devaluación monetaria, las protestas acabaron dirigiéndose contra el sistema de partido único y el Partido del Programa Socialista de Birmania (PPSB) que lo encarnaba. La muerte de cientos e incluso miles de manifestantes, en su mayoría estudiantes, a manos de las fuerzas de seguridad en las revueltas de marzo y junio y después en la rebelión de agosto de ese mismo año hizo que varios dirigentes militares tuvieran dudas sobre la capacidad de resistencia del régimen frente a un levantamiento popular. El líder del país en aquel entonces y presidente del PPSB, Ne Win, llegó a proponer un referéndum para decidir si el sistema de partido único debía dejar paso a otro con varias agrupaciones.

En lugar de aceptar una propuesta tan drástica, los militares decidieron intervenir y hacerse con el poder, mediante la creación del Consejo del Estado para el Restablecimiento de la Ley y el Orden (SLORC en sus siglas en inglés). Lo sorprendente fue que el SLORC convocó elecciones abiertas dos años después, en 1990. Ahora bien, según el Consejo, el objetivo de las elecciones no era formar un nuevo Parlamento, sino iniciar el proceso de elaboración de una Constitución. Como consecuencia, el Consejo ignoró los resultados de los comicios, que habían dado una victoria abrumadora al partido de Aung San Suu Kyi, la Liga Nacional para la Democracia (LND), y muchos representantes electos acabaron detenidos o partieron al exilio.

Esa es la circunstancia histórica en la que el Ejército concibió la idea de emprender un proceso constitucional controlado y a largo plazo. A la cabeza del proceso estaría una Convención Nacional, cuidadosamente elegida por el SLORC y muy poco representativa de los resultados electorales. Los trabajos de la Convención empezaron en enero de 1993 y no se culminaron hasta 14 años más tarde, en septiembre de 2007. El resultado, la Constitución de 2008, es un documento legal hábilmente redactado que pretende dar la impresión de una auténtica transición hacia la democracia mientras mantiene todas las palancas del poder en manos del Ejército.

Lo que las Fuerzas Armadas probablemente no habían previsto, en una perspectiva más general, era la capacidad de Aung San Suu Kyi y su partido para obtener un respaldo popular tan amplio y adquirir tal destreza para manipular de forma legal el sistema en su propio interés, como quedó patente con la argucia de crear un puesto de Consejera de Estado específicamente para ella.

Las victorias posteriores de la LND en las elecciones parciales de 2012, en las generales de 2015 y 2020 sellaron el destino del partido y su líder. A pesar de que controlaban las leyes y muchos cargos fundamentales, los militares no estaban dispuestos a tolerar más humillaciones populares. Su posición como único poder real del país y única institución capaz de mantener la unidad, hasta entonces indiscutible, corría peligro de debilitarse enormemente a ojos de la población. Y quién sabía en qué podría desembocar esa situación.

 

Una mezcla de hipocresía e intransigencia por parte de Occidente

La transición democrática iniciada con las elecciones de 2010, planeada minuciosa y completamente de manera artificial, se encontró al principio con una comunidad internacional de donantes que no podía o no quería reconocer el carácter oculto del proceso, sino que estaba demasiado dispuesto a dialogar con el nuevo Myanmar que estaba surgiendo, atraída por las oportunidades económicas y geoestratégicas que podía proporcionarle. Después, la mayoría de esos mismos países occidentales no supo evaluar debidamente cómo cultivar el limitado espacio democrático que se había abierto y cayó en la propensión habitual a emitir juicios de valor desde una posición de supuesta verdad absoluta.

Esa propensión hizo que Aung San Suu Kyi se encontrara perdida y abandonada en el hervidero de la tragedia de los rohingyas en 2017 y que al Tatmadaw se le considerara un mal necesario con el que había que contar, pero al que no había que acercarse jamás.

Ambas estrategias han demostrado su cortedad de miras. Lo que no ha obtenido el reconocimiento debido es que, cuando se incorporó al proceso político después de unos 20 años de exclusión forzosa, Aung San Suu Kyi se convirtió automáticamente en miembro de ese proceso. Pero un miembro que debía estar contantemente alerta para mantener al Ejército a distancia. Dentro del cínico juego de la política en una transición democrática controlada, se sacrificó el destino de la minoría rohingya a cambio del equilibrio de poder a largo plazo entre el gobierno civil y las Fuerzas Armadas. Y, por motivos políticos propios, muchos gobiernos occidentales no han querido ser conscientes del difícil ejercicio de equilibrio que Aung San Suu Kyi ha intentado llevar a cabo desde que abandonó su arresto domiciliario, en noviembre de 2010.

Al mismo tiempo, esos gobiernos han hecho todo lo posible para mantener alejados a los militares, hasta el punto de empujarlos a los brazos de otros actores del tablero de juego mundial como China y Rusia, con todo su talento para practicar unas relaciones exteriores pragmáticas. Es muy posible que se hayan desperdiciado numerosas oportunidades para entablar un diálogo más amplio con el Tatmadaw sobre las ventajas a largo plazo de la modernización y profesionalización del sector de la seguridad con arreglo a los derechos humanos y los criterios legales internacionales. Se podrían haber abordado asuntos como la democracia, el derecho internacional, los problemas de las Fuerzas Armadas en los procesos de paz y su relación con la sociedad civil, sin perder de vista la difícil realidad ni el riesgo de manipulación por parte de los militares. Pero dejar de hablar con ellos sin más, por cuestión de principios, no puede ser nunca la receta apropiada para avanzar realmente en la democratización de unas instituciones estatales modernas.

Ahora se ha dado marcha atrás al reloj y nadie sabe cuánto tiempo va a perderse hasta poder reanudar un diálogo constructivo.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia