Anti-coup protests continue in Myanmar
Disidientes continúan con las protestas contra el golpe militar y la detención de los miembros del gobierno electo en Yangon, Myanmar (Stringer/Anadolu Agency/Getty Images).

Desde el golpe de Estado de febrero de 2021, la represión de unas protestas mayoritariamente pacíficas ejercida por el Ejército nacional (el Tatmadaw) ha alimentado una resistencia generalizada, que va desde la desobediencia civil hasta los enfrentamientos armados con las fuerzas de seguridad. Un pulso mortal que está cobrándose un precio terrible en vidas humanas.

Si los generales esperaban renovar la política de Myanmar, han calculado mal. Furiosos por la aplastante victoria de Aung San Suu Kyi y su Liga Nacional para la Democracia en las elecciones de noviembre de 2020, los jefes militares proclamaron que habían sido unas votaciones amañadas y detuvieron a políticos civiles. Su plan de celebrar nuevos comicios parecía tener el propósito de instalar a personajes más favorables a ellos en el poder. Sin embargo, las protestas masivas contra la participación de los militares en la política sacudieron pueblos y ciudades y las medidas represivas, que se saldaron con centenares de muertos, intensificaron la resistencia.

Posteriormente, los legisladores depuestos crearon su propio Gobierno de Unidad Nacional (GUN) y en septiembre llamaron a rebelarse contra el régimen. Aunque el GUN todavía está construyendo una fuerza militar propia, los combatientes de la resistencia, muchos de los cuales apoyan al GUN pero no están, en su mayoría, controlados por él, llevan a cabo ataques diarios, emboscadas contra convoyes militares, el bombardeo de objetivos vinculados al régimen y asesinatos de funcionarios locales, presuntos chivatos y otros a los que consideran leales a la junta.

Los grupos étnicos armados de Myanmar, algunos de los cuales cuentan con decenas de miles de combatientes y controlan amplias zonas montañosas, se han adaptado a la nueva situación. Algunos se han mantenido al margen; otros, ante la indignación de sus bases por el golpe, han reanudado la lucha contra el Tatmadaw. Algunos dan cobijo a los disidentes, les proporcionan entrenamiento militar y están negociando con el GUN. Este, por su parte, ha intentado ganarse a los grupos armados e incluso ha prometido la instauración de un sistema federal para Myanmar.

También está cambiando la opinión de la mayoría sobre las minorías étnicas: las minorías, a las que durante mucho tiempo se ha culpado de los problemas de Myanmar, exigen ahora un reparto más equitativo del poder y cuentan con más apoyos. Aunque es poco probable que se forme un frente unido contra el régimen, dadas las rivalidades históricas de los rebeldes, sí hay una importante cooperación política y militar.

Por su parte, el Tatmadaw ha redoblado sus esfuerzos. Detiene, a veces ejecuta y tortura de forma sistemática a los opositores, a cuyos familiares utiliza a menudo como rehenes. Los batallones han aplastado las protestas en las ciudades con tácticas concebidas para matar al mayor número de personas posible (el análisis preliminar de una investigación respaldada por la ONU habla de crímenes contra la humanidad).

En las zonas rurales, el Ejército lucha contra los nuevos grupos resistentes con viejos métodos de contrainsurgencia, en particular con su estrategia de los “cuatro cortes”, que consiste en impedir que los rebeldes tengan acceso a alimentos, fondos, información y reclutas. También ataca a la población civil; a propósito del más reciente de los numerosos incidentes denunciados, existen denuncias creíbles de que, a finales de diciembre, el Ejército masacró a decenas de civiles que huían de la violencia en el este del país. El régimen también ha intentado convencer a los grupos armados para que no establezcan alianzas formales con el GUN y en algunos casos ha mantenido a algunos de ellos —como el Ejército de Arakan, con el que libró una brutal guerra en 2019-2020— apartados del campo de batalla.

Con sus rivales encarcelados —Aung San Suu Kyi ya ha sido condenada a dos años de prisión y podría acabar encerrada de por vida—, los generales están haciendo todo lo posible para modificar las normas electorales a su favor y celebrar elecciones en 2023. Sin embargo, cualquier votación que desemboque en un gobierno respaldado por los militares se consideraría una farsa.

El coste humano de esta situación es devastador. La economía de Myanmar está en caída libre, la moneda nacional se ha desplomado, los sistemas de salud y educación se han desmoronado, se calcula que los índices de pobreza se han duplicado desde 2019 y la mitad de los hogares no pueden comprar alimentos suficientes. Los generales de Myanmar, convencidos de que las riendas del país les pertenecen, están llevándolo hacia el precipicio.

El mundo, en su mayor parte, está dejando de interesarse por lo que ocurre. Aunque los agentes externos tienen poca influencia sobre el Tatmadaw, es fundamental que sigan intentando hacer llegar la ayuda humanitaria sin reforzar el régimen. También sería conveniente que apoyen más enérgicamente los esfuerzos diplomáticos de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático, que hasta ahora han sido más bien deficientes, y al nuevo enviado especial de la ONU. Aparte del coste humano, un Estado fallido en el corazón de la región de Indo-Pacífico, de crucial importancia estratégica, no beneficiaría a nadie.