En todas las mesas donde se negocia la paz en cualquier rincón del mundo se excluye sistemáticamente a un actor fundamental para el futuro de los países implicados: los jóvenes. 

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Un grafiti en Bogotá que expresa  el deseo de paz en Colombia. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

Permítanme enseñarles dos fotografías y plantearles una adivinanza. No es necesario ser especialista en relaciones internacionales o resolución de conflictos para acertar, basta con mirar… y ver. Yo se las muestro: la primera imagen está tomada en El Cairo, es una mesa de negociación sobre el conflicto palestino-israelí. Vasos de agua, madera noble, palestinos a un lado, israelíes al otro, representantes de la comunidad internacional acompañando el proceso. La segunda foto está tomada en La Habana, en la otra punta del mundo, es una mesa de negociación sobre el conflicto colombiano. Vasos de agua, madera noble, líderes guerrilleros a un lado, Gobierno colombiano al otro, representantes de la comunidad internacional acompañando el proceso. Adivine: ¿qué tienen todos los participantes en común?

Si usted apostó por responder que son hombres, se ha acercado bastante, pero no ha acertado. Efectivamente, las negociaciones de alto nivel sobre conflictos internacionales ofrecen una escasísima presencia de mujeres, por lo que la paz se discute con la ausencia habitual de la mitad del mundo. Sin embargo, lo que tienen todos en común es algo diferente, pues sí hay algunas mujeres presentes, sobre todo en la mesa colombiana. ¿Se rinde? Mire de nuevo. Todos los participantes –absolutamente todos y todas– superan los 50 años, la mayoría los 60, algunos los 70. Lo mismo verían si les enseño procesos similares en Afganistán, la Amazonía, Sierra Leona, Siria o India. Y es que tras trabajar en contextos de conflicto en más de 50 países, compruebo una y otra vez que los jóvenes quedan excluidos de los espacios políticos donde se discuten las decisiones clave sobre su futuro. Esta ausencia está tan normalizada que ni se analiza académicamente ni atrae el interés periodístico: nos es prácticamente invisible.

Y sin embargo, esta exclusión de los jóvenes tiene dos implicaciones profundas. Por un lado, distorsiona gravemente nuestras democracias; por otro, podría explicar la alta tasa de fracaso en las propias negociaciones de paz. En otras palabras: no solo es esencialmente injusta para una amplia parte de la población, sino que además es nociva para todos.

Antes de entrar en los argumentos que apoyan estas dos afirmaciones, es necesario establecer algunos hechos básicos: ¿Qué consideramos ser joven? ¿Cuán general es la exclusión de los jóvenes de los procesos decisorios? Sobre la definición de “joven”, creo que no es necesario entrar en un debate riguroso sobre si deberíamos establecer el umbral de juventud en los 18, los 20 o los 24 años, ya que la premisa de exclusión seguiría manteniéndose en todos los casos, e incluso si elevásemos generosamente la línea hasta los 30 o los 35 años. En cuanto a la generalidad del fenómeno, y sin pretender alcanzar un rigor antropológico que excede los límites de este artículo, sí vale la pena observar lo extendida que está la asociación de la ancianidad con la sabiduría y la credibilidad para tomar decisiones colectivas. Así, si diésemos una rápida vuelta a los cinco continentes con la intención de conocer a aquellos que deciden sobre sus comunidades, nos recibirían los mukhtar o “elegidos” en los países árabes, los ancianos de la tribu en África, los consejos de ancianos entre los indígenas de América Latina, o los ratu en Fiji, todos ellos parte de sistemas de gobierno en los que la vejez está investida de sabiduría, prestigio y poder.

Detengámonos un instante en la cultura china, la que comparten más seres humanos en el planeta. La importancia de la edad es tal, que ha quedado capturada en la misma lengua, como un fósil en ámbar, y así, el respeto a los mayores –virtud cardinal del confucionismo– queda representada por el carácter 孝 = xiào, tanto en la escritura como en el pensamiento de los chinos. Si nos acercamos al ideograma, veremos que combina dos componentes gráficos: arriba, el carácter de viejo (lăo = 老) y abajo el de hijo/niño ( = 子); es decir, el más joven lleva al anciano, que permanece arriba. No es algo excepcional: la palabra profesor (lăo shī = 老师), incorpora de modo similar el radical de viejo, haciéndolo así indivisible del saber. Cualquier duda sobre la vigencia actual de esta cosmovisión queda despejada comprobando la edad de los cinco líderes supremos que ha tenido la China moderna desde su fundación por Mao en 1949 hasta hoy: 83, 93, 76, 70 años respectivamente, hasta el actual Xi Jinping, que aunque solo tenga 65 años, apunta a varios mandatos que le hagan superar a él también los 70. El ámbito religioso ofrece un panorama similar, con los papas católicos, los grandes imanes musulmanes o los rabinos mayores judíos. Esta dominación de las gerontocracias sobre las decisiones que rigen los pueblos se extiende por supuesto a las negociaciones de paz, llegando al extremo de la exclusión sistemática de los jóvenes.

 

Democracias distorsionadas

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Jóvenes sirios de la oposición luchando en Alepo, 2012. Tauseef Mustafa/AFP/Getty Images

La primera consecuencia de esta ausencia es la grave distorsión que crea en nuestras democracias, al dejar sin representación los intereses de la mayor parte de la población. El principio de una persona un voto, que conviene recordar no está basado en la mayor capacidad de ningún grupo, sino en la representación equitativa de todos los intereses, queda de facto conculcado en decisiones tan trascendentes como la de seguir en guerra o ganar la paz. En un argumento simplemente numérico, la ausencia de menores de 30 años significa en la actualidad una exclusión que afecta a algo más de la mitad de la población global; pero la exclusión resulta aún más escandalosa en los países en desarrollo –los más afectados por conflictos– caracterizados por poblaciones eminentemente jóvenes (incluyen el 89,7% de los ciudadanos del mundo por debajo de los 30 años) y pirámides demográficas progresivas.

Esta falta de representatividad tendría menos consecuencias prácticas de coincidir los intereses de jóvenes y mayores, pero casos recientes como la elección de Donald Trump en Estados Unidos, la victoria de Emmanuel Macron en Francia, o el triunfo del Brexit, parecen sugerir lo contrario. El candidato Bernie Sanders ganó entre los jóvenes más votos que Hillary Clinton y Trump juntos, Macron era tan solo el tercer candidato para los jóvenes franceses, mientras que el 64% de los jóvenes británicos votaron en contra del Brexit: tres asuntos trascendentales en los que los mayores opinaron de modo distinto a los jóvenes y decidieron por ellos. Ya sea en Estados con población mayoritariamente joven o más envejecida, la divergencia de intereses entre edades es patente.

Y siendo esto así, cuando nos enfrentamos a una decisión tan vital como la de negociar la paz, cabe preguntarse: ¿tiene los mismos intereses una persona de 60 y una de 30? ¿Quién de las dos va a la guerra? ¿Quién vivirá durante más tiempo las consecuencias de la guerra o la paz? Efectivamente, “la guerra es jóvenes muriendo y viejos hablando” (F.D. Roosevelt) y así, aquellos que menos se juegan, deciden el destino de aquellos que se juegan mucho más, a través de mecanismos incompatibles con la más básica noción de democracia. El único instrumento internacional reseñable que ha tenido la sensibilidad de otorgar un papel a los jóvenes en el ámbito de la paz –la Resolución de Naciones Unidas sobre Jóvenes, Paz y Seguridad– ofrece un reconocimiento largamente debido y tiene el mérito histórico de centrarse en la juventud no solo como sujetos pasivos del efecto devastador de los conflictos, sino también como participantes activos en su prevención y resolución. Sin embargo, queda lejos de abordar la gravedad de su exclusión en los foros de decisión política.

 

Paz y creencias infundadas

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Dos chicas, una palestina y otra israelí, en un campamento denominado "Creatividad por la paz" en Nuevo México, 2017. Mark Ralston/AFP/Getty Images

La segunda consecuencia de la ausencia sistemática de los jóvenes es que afecta las posibilidades de éxito de las propias negociaciones de paz. Quisiera aclarar desde ya mismo, que no es mi intención apartar a los viejos, entre los que me incluyo, pero sí que nos replanteemos una exclusión de los jóvenes que se perpetúa sin base probada que la justifique y que crea un perjuicio que nos alcanza a todos. Esta discusión no sería tan esencial si no fuese por la alta tasa de fracaso en dichas negociaciones, incluyendo los llamados “conflictos intratables” –aquellos que se prolongan en el tiempo resistiéndose a una solución definitiva. El caso arquetípico y récord de duración es el de Israel-Palestina con 69 años de conflicto, seguido en el doloroso ranking por Birmania-Karen (65), Filipinas-Frente Moro (57) o Colombia (55) –sí, Colombia aún no está en paz– y una larga lista que no es nunca definitiva, ya que a menudo nos encontramos con que conflictos aparentemente finalizados, estaban tomándose tan solo un respiro.

El fenómeno ha sido estudiado abundantemente, con perspectivas que van desde el análisis de casos concretos, hasta ambiciosos intentos de conceptualización teórica, pero sin enfatizar el prisma de la edad. Como vimos, la convicción general es que los mayores tienen más conocimiento y sabiduría que los jóvenes. Es posible, pero es hora de admitir que es tan solo una creencia. Nunca se ha comprobado. Por otro lado, para valorar quién está más preparado para unas negociaciones de paz son esenciales otros aspectos que van más allá del mero conocimiento. ¿A quién le pesa más el pasado y a quién el futuro, a una persona de 60 años o a una de 30? ¿Quién es más probable que traiga resentimiento a la mesa? ¿Quién es más capaz de perdonar y priorizar el futuro? ¿Quién ofrece más garantías de continuidad en procesos que duran a menudo décadas? ¿Quién está más equipado para traer una mirada nueva? ¿Quién está más listo para el cambio? Responda lo que responda, es tan solo una creencia. Nunca se ha comprobado. Lo único que de verdad sabemos, es que solo los viejos negociamos, que los jóvenes están excluidos y que el fracaso es la norma. Que una creencia afecte nuestro modo de hacer las cosas puede considerarse normal, pero que lo haga con una tasa de fracaso tan alta, va en contra de lo mínimamente razonable. ¿No vale la pena al menos probar la inclusión de jóvenes a ver si nos va mejor? ¿De verdad que no hay personas de 25 o 30 años, responsables y juiciosas, que puedan estar ahí negociando y decidiendo? No piensen en el joven más loco que conozcan, del mismo modo que no piensan en el viejo más inútil que conocen, sino en los mejores de nuestra sociedad. Piensen en aquellos que elegiríamos para una tarea en la que a menudo nos lo jugamos todo: la de elegir la paz o la guerra.