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El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y su homólogo húngaro, Viktor Orban, durante la visita al "Emanuel Memorial Tree" leen los nombres de las víctimas húngaras del Holocausto en Budapest, Hungría. (PETER KOHALMI/AFP/Getty Images)

En los últimos años el Gobierno de Israel y la derecha nacionalista de Europa se han ido acercando. ¿Cuáles son sus puntos de unión?  

El pasado 29 de noviembre, el presidente del Estado de Israel, Ruben Rivlin, declaró en una entrevista concedida a la CNN que: “Israel no tiene nada que ver con movimientos neo-fascistas […] aunque expresan un fuerte apoyo a Israel, son incompatibles con los principios y valores con los que el país se fundó”.

Rivlin hacía así alusión, veladamente, al acercamiento y a la simpatía mutua que existe entre el Gobierno de Israel, liderado por el primer ministro Benjamín Netanyahu, y los gobiernos de Europa liderados hoy por políticos adscritos a la nueva derecha nacionalista. El medio es también el mensaje y por ello es significativo que el presidente haya abjurado de la nueva derecha nacionalista europea calificándola de neofascista en la CNN, la cadena de televisión a la que Donald Trump ha declarado enemiga y generadora de fake news. Poco después de esta entrevista, Rivlin se negó a recibir a Matteo Salvini, que estuvo de visita oficial en el país a mediados de diciembre.

Ciertamente, Netanyahu, que también ocupa la Cartera de Exteriores, ha hecho una apuesta por reforzar las relaciones con los gobiernos del Grupo de Visegrado, cuyos gobernantes son hoy tachados de nacionalistas eurófobos; una apuesta que también se ha convertido en otro de los desacuerdos entre el primer ministro y el presidente de Israel, como dejó en evidencia la mencionada entrevista.

Un acercamiento público y progresivo

El 19 de julio de 2017, Israel y el Grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, República Checa y República Eslovaca) celebraron una cumbre donde se destacaron sus “valores e intereses comunes”. En una grabación obtenida por Reuters, Netanyahu se burló de la “Vieja Europa” por criticar las políticas israelíes tomadas hacia los palestinos y dijo: “Creo que Europa tiene que decidir si quiere vivir y prosperar o si quiere marchitarse y desaparecer”.

El pasado mes de julio, Viktor Orbán viajó a Israel en visita oficial durante dos días y, ante el premier israelí, expuso: “Puedo asegurar al primer ministro que Hungría tiene una política de tolerancia cero hacia el antisemitismo”. Orbán ha recibido acusaciones de antisemitismo, sobre todo por su campaña contra el filántropo judío George Soros y por la rehabilitación histórica de Miklos Horthy, el regente de Hungría bajo el que se deportaron cientos de miles de judíos a los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. El 27 de noviembre, en un indudable gesto contra estas acusaciones, el Gobierno húngaro aprobó una partida de 3,4 millones de dólares para luchar contra el antisemitismo.

Polonia es otro país envuelto en polémicas relacionadas con el antisemitismo que ha llegado a un buen entendimiento con Israel. El primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, visitó el país en febrero en medio de la controversia sobre la nueva legislación polaca que indulta a Polonia de su responsabilidad en el Holocausto. Al finalizar la visita oficial, ambos países emitieron una declaración conjunta en la que Israel parecía aceptar dicha legislación. Este apaño provocó la ira conjunta del museo Yad Vashem de Jerusalén y del United States Holocaust Memorial Museum, las dos instituciones más importantes en lo que al recuerdo del Holocausto se refiere. El historiador Yehuda Bauer, una de las voces más autorizadas sobre el Holocausto,  escribió en Haaretz que el Gobierno israelí ha sacrificado la “verdad y la justicia en favor de sus actuales intereses económicos, políticos y de seguridad”.

La relación entre Benjamín Netanyahu y Donald Trump puede añadirse como un apéndice, quizás catalizador, hacia esta tendencia. EE UU, desde finales de los 70, ha sido el aliado más importante de Israel en el mundo, gozando esta relación de un apoyo inquebrantable entre los Demócratas y los Republicanos. No obstante, la presidencia estadounidense actual es la más proisraelí que se recuerda. Trump se ha posicionado de forma clara al lado de Israel en el conflicto con los palestinos, ha reconocido a Jerusalén como capital del país y ha movido la Embajada norteamericana allí. Además, adoptó la fuerte oposición de Netanyahu al acuerdo nuclear con Irán y finalmente acabó sacando a Estados Unidos de dicho acuerdo. Que Trump llegara al poder es uno de los grandes revulsivos de la nueva derecha nacionalista en Occidente.

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El primer de Polonia, Mateusz Morawiecki, visita Markowa, al sur del país, durante las duras críticas internacionales por nueva legislación polaca que indulta a Polonia de su responsabilidad en el Holocausto. (JANEK SKARZYNSKI/AFP/Getty Images)

Los demás partidos adscritos de alguna manera a este movimiento, como el Frente Nacional en Francia o Alternativa por Alemania, han intentado alejarse de las acusaciones de antisemitismo e, incluso, cuentan con judíos en sus órganos de dirección. En enero de 2017 Nicolas Bay, secretario general del Frente Nacional, visitó Israel, y hace unos meses conocimos la polémica suscitada por Dimitri Shculz, judío alemán afiliado a Alternativa por Alemania, quien tiene la intención de atraer el voto judío para este partido. Alternativa por Alemania, además, hizo campaña para que Jerusalén fuera reconocida como capital. En Italia, la derecha nacionalista también ha mostrado simpatías hacia el Israel de Netanyahu. Antes de llegar al Gobierno, en marzo de 2016, Matteo Salvini visitó Israel y declaró que era un “modelo a seguir”. Cruzando el charco, Bolsonaro prometió que el primer país que visitaría cuando fuera presidente sería Israel y que movería la Embajada de Brasil a Jerusalén.

De entrada, este acercamiento se entiende como una alianza non-sancta, teniendo en cuenta los coqueteos con el antisemitismo de los líderes, los afiliados o los simpatizantes de los partidos y movimientos políticos que siguen los postulados de la derecha nacionalista posmoderna. Nitzan Horowitz, columnista de Haaretz y antiguo miembro del partido pacifista Meretz, señala que esta colusión responde a una estrategia de Netanyahu muy clara: ganar apoyos en el seno de la Unión Europea para bloquear cualquier decisión comunitaria en relación con el conflicto con los palestinos. Es la misma opinión que sostiene Dominique Vidal en Le Monde Diplomatique: “A Netanyahu no le importa el antisemitismo de sus nuevos amigos siempre y cuando apoyen a Israel”. Pero Vidal va aún más lejos y afirma que el primer ministro israelí tiene el mismo ADN político que La Liga, el Frente Nacional, Alternativa por Alemania, el Fidesz o el Partido por la Libertad.

Más allá de la realpolitik, el Gobierno de Netanyahu y el nacionalismo emergente en Europa tienen más cosas en común. Tienen enemigos comunes y una visión de Estado-nación muy similar.

Puntos de unión

El primer punto de unión, y el más importante, es la férrea oposición al islamismo. Los partidos y gobiernos nacionalistas europeos conciben al islamismo radical, los ataques terroristas y la inmigración musulmana como el principal desafío para el futuro de sus países. Israel, por su parte, es uno de los principales enemigos de todos los movimientos islamistas de Oriente Medio, sean de adscripción suní (Hamás, Yihad Islámica, Al Qaeda, Daesh) o chií (Hezbolá). En esta longeva y sangrienta lucha, la derecha nacionalista ve, de forma épica, a Israel como un país occidental, en donde rigen los valores judeocristianos, que resiste al fundamentalismo islámico sin ceder un ápice de terreno. Hace diez años, Filip Dewinter, líder del partido flamenco Vlaams Belang, dijo que: “Los judíos son nuestros hermanos de armas en la guerra contra el islam”.

Para la nueva derecha nacionalista, Israel ha pasado de ser un outpost del lobby sionista internacional en Oriente Medio a ser un baluarte, un muro de contención contra el expansionismo islámico. En palabras de Matti Friedman en The New York Times: “El Israel que ven no es un enclave liberal o cosmopolita creado por socialistas, sino el Estado-nación de un grupo étnico cohesionado, sospechoso de fantasías supranacionales, un poder militar fuerte y un baluarte contra el mundo islámico…y estos líderes han buscado y encontrado fuertes lazos con la coalición de derechas que gobierna [en Israel].”

Asimismo, los israelíes también han cambiado. Israel no es en la actualidad el país que fundaron los pioneros judíos europeos y socialistas en el año 1948. En lo social, en lo político y en lo demográfico, se parece poco a ese país autárquico admirado por la izquierda de todo el mundo. El Israel de Netanyahu es más conservador, más tradicionalista y más nacionalista, y la coalición parlamentaria que gobierna, la más escorada a la derecha que ha habido, es fiel muestra de ello. A este cambio sociopolítico hay que sumar la posición de la izquierda occidental hacia el país durante las últimas décadas. No se sabe qué llegó primero, si la hostilidad de los movimientos izquierdistas hacia el sionismo o el cambio sociopolítico en Israel. Ya intentamos dar respuesta a ello cuando analizamos el asunto. No obstante, es cierto que los israelíes perciben mucha más agresividad hoy día de la izquierda que de la derecha y el escándalo en el partido laborista británico es un ejemplo paradigmático. De hecho, algo parecido le sucede a los judíos europeos; de acuerdo con la encuesta elaborada por el International Center for Community Development, los judíos europeos, objetivo de ataques mortales en el último lustro (colegio judío de Toulouse en 2012, museo judío de Bruselas en 2014, supermercado HyperCasher en 2015) se sienten más seguros bajo los gobiernos conservadores que bajo los progresistas. Que los atentados terroristas contra judíos los hayan llevado a cabo grupos terroristas, que dicen profesar el islam, encaja aún más las piezas de la nueva política de alianzas de Netanyahu.

Pero el islamismo y la hostilidad hacia Israel por parte de la izquierda no son la única argamasa que une a la nueva derecha nacionalista europea y a Israel. El nacionalpopulismo aboga por la protección de las fronteras y la lucha contra la inmigración ilegal, por la defensa de la soberanía nacional frente a organismos internacionales, por la revitalización de los valores tradicionales y el orgullo nacional y por el proteccionismo económico de determinados sectores estratégicos. Con matices y diferencias, el Israel de Netanyahu es, a este respecto, un país en donde estos postulados se aplican y funcionan.

Las fronteras de Israel son de las más seguras y protegidas del mundo desarrollado y su política migratoria es muy estricta. Así, da prioridad a los judíos sobre otros extranjeros, es decir, a los que tienen más afinidad con la nación y que considera sus nacionales; algo que genera empatía con la derecha nacionalista. En este sentido, recientemente, el Parlamento israelí aprobó la Ley del Estado-nación, por la cual se otorga preeminencia al carácter judío de Israel sobre el democrático, es decir, a la nación por encima del sistema político que la regula, además de dar preeminencia a la población judía sobre la árabe o la cristiana. Esta ley ha sido incluso criticada por el presidente del Congreso Judío Mundial, Ronald Lauder, que recordó que en la Declaración de Independencia de Israel se establece el principio de igualdad para todos los ciudadanos, independientemente de su credo, raza o sexo. Está totalmente alineada con el nuevo nacionalismo europeo.

Asimismo, los problemas de Israel con organismos internacionales como la UNESCO, el Comité de Derechos Humanos de la ONU, la Asamblea General de Naciones Unidas, la Corte Penal Internacional o la Unión Europea tienen larga data. Israel ha esgrimido siempre su soberanía nacional para no someterse, en el conflicto con los palestinos, a los dictados de estos organismos. El país se enfrenta al multilateralismo internacional y reivindica la soberanía de los Estados-nación frente a decisiones externas.

Uno de los aspectos más positivos de Israel en los últimos años ha sido el surgimiento como potencia tecnológica a nivel mundial. Sus datos económicos son excepcionales: en un plazo de quince años, desde 2002 hasta 2017, redujo su deuda de un 100% a un 61,9%; es hoy una economía situada en el pleno empleo (4,1 % de paro en octubre de 2018) y en proporción es el primer país del mundo en inversión pública en I+D, con un 4,5 % del PIB. Es lo que mejor prensa le ha dado y lo que le ha sacado de la imagen negativa que le daba el conflicto. Sometido además al boicot comercial con sus vecinos, no puede renegar del libre comercio. Sin embargo, el poder de los sindicatos, la propiedad estatal sobre empresas de energía y defensa, o el alto proteccionismo en el gran consumo, buscan proteger sectores estratégicos y la economía interior, algo que la derecha populista ve como necesario para recuperar el empleo estable y el tejido industrial nacional.

La sintonía, a priori extraña, entre Israel y los gobiernos nacionalpopulistas europeos no solo se nutre, pues, de enemigos comunes, sino también de afinidad en el modelo de Estado-nación. El Israel de Netanyahu y la nueva derecha nacionalista, en suma, tienen muchos puntos de unión, aunque figuras políticas tan importantes como el presidente Rivlin estén en desacuerdo.