
La neurotecnología y el reto de la gobernanza tecnológica.
El economista de la salud Martin Buxton dijo en cierta ocasión que “siempre parece demasiado pronto para evaluar una tecnología, hasta que de repente, es demasiado tarde”. Esta frase refleja un dilema metodológico habitual en los estudios de evaluación de la tecnología que se conoce como el “dilema del control de Collingridge”. Por un lado, vemos que las consecuencias sociales de una nueva tecnología no pueden anticiparse fehacientemente cuando la tecnología está aún implantándose (problema de la información). Sin embargo, llegado el momento en que tenemos evidencias palpables de sus impactos negativos, a menudo la tecnología está ya tan arraigada en la sociedad que su control resulta extremadamente difícil (problema del poder).
Este dilema está presente hoy en diversas tecnologías en ciernes, entre ellas las relativas al campo de la neurotecnología. De manera muy general, esta describe un amplio y diverso catálogo de prácticas, sistemas e instrumentos que establecen una vía de conexión con el cerebro humano y que pueden registrar y/o alterar la actividad neuronal. Dichas neurotecnologías se dividen de forma general en dos grandes grupos: las invasivas y las no invasivas. Las neurotecnologías invasivas –basadas en implantes neurales– registran y/o alteran la actividad cerebral desde el interior del cráneo y, por consiguiente, han de ser quirúrgicamente implantadas en el cerebro. Las no invasivas registran y/o alteran la actividad cerebral desde el exterior del cráneo, por lo que pueden utilizarse de manera similar a como, por ejemplo, opera la maquinaria biomédica de obtención de imágenes del cerebro. En este campo, son las Interfaces Cerebro-Máquina (ICM) las que cobran una relevancia especial desde el punto de vista ético y social. Las ICM pueden establecer una vía de comunicación directa entre el cerebro humano y un sistema de computación externo (por ejemplo, un ordenador personal, un brazo robótico o una silla de ruedas electrónica). Esta vía de conexión directa y mediada por la Inteligencia Artificial (IA) entre el cerebro y el mundo digital supone un salto cualitativo importante y es capaz de plantear problemas éticos únicos y sin precedentes.
El reto ético planteado por las ICM y otras neurotecnologías nos obliga a abordar una cuestión ético-socio-legal y política fundamental: determinar si –o en qué condiciones– es legítimo acceder o interferir en la actividad cerebral de una persona. Esta cuestión invita al debate en los diversos niveles de gobernanza.
Cuando se crearon las primeras plataformas –hace aproximadamente 15 años– estas contaron de partida con poca o ninguna supervisión, dado que sus repercusiones sociales y éticas a medio y largo plazo eran aún una incógnita. Sin embargo, ahora que contamos con información profusa de sus consecuencias indeseables –como la propagación de noticias falsas, el fenómeno de los filtros burbuja, la polarización política o el riesgo de manipulación online– estas tecnologías están ya tan implantadas en la sociedad y en el mercado, que resultan prácticamente imposibles de regular y de controlar.
En lo relativo a la neurotecnología, ...
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