Cinco motivos para ignorarlos a ambos.

 

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Corría el año 1989. La economía latinoamericana vivía su década perdida: crisis de deuda, inflación e intervención del Fondo Monetario Internacional (FMI). El economista John Williamson recopiló en un decálogo las doctrinas económicas en boga por aquel entonces. Una fórmula para el éxito que debían aplicar los países atrasados.  Lo llamó el Consenso de Washington: privatizar lo público, liberalizar los mercados y no gastar más de lo que se ingresaba. El FMI, el Banco Mundial y el gobierno de Estados Unidos empezaron a hacer proselitismo con esos diez mandamientos. Entonces parecían razonables, incluso para sus críticos: “Las políticas del Consenso de Washington estaban diseñadas para responder a los problemas muy reales que sufría América Latina, y tenían sentido”, según el economista Joseph Stiglitz. Pero su aplicación doctrinaria agravó los problemas de muchos países, como Argentina. El último clavo en el ataúd lo puso la crisis económica de 2008. EE UU había incumplido muchos de sus postulados y otros, como la desregulación, habían estado detrás de toda la tormenta. Para el diario alemán Der Spiegel había llegado “el final de la arrogancia". “Estados Unidos”, titulaba “está perdiendo su rol económico dominante”.

Había que rellenar el hueco ideológico dejado por el Consenso de Washington, o aprovechar su debilidad para sacar algo con lo que enfrentarse a él. Algunos se han afanado en buscar un sustituto, y han terminado dando con el candidato perfecto. Lo han llamado Consenso de Pekín: una mezcla de economía de semi-mercado, capitalismo de Estado y dictadura. Muchas naciones quieren imitar el crecimiento del gigante asiático y deshacerse al mismo tiempo del paternalismo occidental. Si China está destinada a ser la nueva Unión Soviética, el nuevo contrapoder, el nuevo polo de oposición a EE UU, entonces su modelo económico debe servir como alternativa al estadounidense.

Pero el debate entre estos dos Consensos es bastante espurio, por los siguientes motivos:

 

1. El Consenso de Washington está muerto: Washington lo ha matado

La crisis ha sacado los colores a Estados Unidos. Ha tenido que practicar medidas más propias de un capitalismo de Estado: nacionalizaciones, rescates, socialización de las pérdidas bancarias… Con ello han aniquilado, de un golpe, la doctrina de mínima intervención estatal que exportaban años atrás.

El canto a la desregulación de los mercados es otro de los postulados del Consenso de Washington totalmente desacreditado tras la crisis: la fiesta alocada y sin límites del sector financiero, con los supervisores mirando hacia otro lado, provocó una terrible oleada de sufrimiento económico por todo el mundo. La lección, un anexo para el decálogo de Washington: No se deja a los niños solos en casa; el Estado ha de controlar los excesos de los mercados.

Otro de los mandamientos del Consenso, el de la disciplina fiscal, lleva siendo incumplido por EE UU más de una década: el último presupuesto, el de 2011, suma un total de 1,5 billones de dólares. Si alguna capital queda que defienda este precepto es Berlín, encargada de imponer la austeridad fiscal en Europa. Mientras, lo que piden el FMI, el presidente estadounidense y su secretario del Tesoro es, precisamente, todo lo contrario: menos disciplina fiscal, al menos hasta sanear las economías. Es el mundo al revés.

El Consenso de Washington había dejado de ser popular hace ya tiempo. El colapso de la economía argentina de 2001 tuvo bastante que ver con la aplicación imprudente de la doctrina, según muchos autores. Tanto que algunos países empezaron a pagar de forma anticipada las deudas con el FMI para evitar tomar más de su medicina (Rusia, Turquía, Brasil o la propia Argentina). El mismo Williamson ha reconocido indirectamente haber creado un monstruo: “[El Consenso de Washington] es una marca dañada […] Para la audiencia mundial parece significar un conjunto de políticas neoliberales impuestas en países desafortunados por instituciones con base en Washington, y que han llevado a crisis y miseria. […] Por supuesto, nunca fue mi intención implicar políticas como la liberalización de las cuentas del capital, el monetarismo, la economía centrada en la oferta o la reducción del Estado al mínimo”.

 

2. El Consenso de Pekín nunca ha existido

El Partido Comunista Chino se ha travestido ideológicamente tantas veces que ya nadie sabe muy bien en qué cree. Su capacidad de adaptación para mantener el poder ha sorprendido al mundo. ¿Quién dijo que capitalismo y comunismo eran como agua y aceite? Pekín no ha parado hasta sacar adelante un sistema ideológico con el que mezclarlos. Lo llaman socialismo con características chinas. Un engendro que, para muchos, funciona. Centenares de millones de personas han salido de la pobreza en las últimas décadas.

Algunos autores han querido ver en el chino un modelo económico aplicable fuera del país asiático. El Consenso de Pekín se ha definido recientemente con cinco premisas: las reformas se aplican de forma incremental, y no de golpe; se innova y se experimenta en política económica; el crecimiento se fundamenta en la exportación; se ejerce capitalismo de Estado, frente a la planificación socialista o al capitalismo de mercado libre; se practica el autoritarismo, frente a la democracia o la autarquía.

La pregunta clave que nadie parece saber responder de forma clara es: si hay un Consenso de Pekín, ¿quién lo aplica? Hay algunos países como Vietnam que están siguiendo un camino parecido al chino, y probablemente lo hagan estimulados por sus éxitos. El modelo del gigante asiático ofrece una salida al pozo del comunismo, por lo que es viable para transiciones de países como Corea del Norte. Pero, en general, es difícilmente exportable. Los líderes africanos raramente hablan del Consenso de Pekín. Irán, Venezuela, Sudán o Zimbaue tienen negocios con China, y agradecen su política comercial de “sin compromisos” pero, ¿siguen sus doctrinas económicas? La respuesta es no.

Ni siquiera parece que los líderes chinos quieran exportarlo. Saben que en Estados Unidos el crecimiento y la expansión de China provocan alarma, y quieren evitar que traten de contenerlos por considerarlos una amenaza. Por eso mismo dejaron de hablar del resurgir pacífico de China en 2003, porque la palabra “resurgir” atemoriza en el país americano. Lo mismo parece ocurrir con su modelo económico: los líderes chinos no hablan del Consenso de Pekín. Porque no lo hay.

Para los dictadores de los países en vías de desarrollo adoptar el modelo chino supondría compartir el poder, crear un politburó, y ceder el poder cada diez años. Para las democracias en vías de desarrollo es poco atractivo porque impone unas condiciones inaceptables en su población, una “neoesclavitud”, como ha definido el periodista británico Damian Thompson. Y para las democracias avanzadas, porque se ve como un modelo que funciona sólo en los primeros estadios de desarrollo. No sólo es que suponga una vuelta atrás en los avances democráticos y sociales, sino que nadie cree que pueda funcionar en los países de rentas más altas. Entre otras cosas porque el modelo se basa en la mano de obra barata.

 

3. China podría abandonar su propio Consenso

El sistema “comunista-capitalista-confuciano” chino ha demostrado tener buena cintura para capear la reciente crisis económica. Disponen de algunas herramientas en política económica de las que carecen sus homólogos occidentales. Pueden intervenir en los mercados financieros y no dudan en hacerlo. Además, aunque no todas las empresas son del Estado, el Gobierno elige a sus directivos y éstos rinden cuentas en Zhongnanhai. Por último, para Pekín no hay crisis de deuda: controla una cantidad inusualmente grande de recursos (tres billones de dólares en reservas). Sus bancos siempre tienen liquidez, en parte porque el Gobierno ejerce represión financiera de los ahorradores chinos, como apunta Juan Pablo Cardenal, coautor del reciente libro La silenciosa conquista china: Se les obliga a mantener el dinero en el sistema bancario del país, y ello a unos tipos de interés bajos, en ocasiones por debajo de la inflación. Esa enorme masa monetaria se usa para los proyectos estatales en China o en el extranjero.

Con todo esto el gigante asiático está capeando relativamente bien esta crisis. Pero muchos barruntan problemas serios en el futuro cercano. El más claro es que pueden caer en la misma trampa que los países latinoamericanos en los 80, la llamada middle income trap (la trampa de los ingresos medios): cuando un país alcanza una renta per cápita media (de entre 3.000 y 8.000 dólares; China tiene 5.500), la economía se ralentiza, la desigualdad económica crece y los conflictos sociales se disparan.

Muchos temen que un aterrizaje forzoso tras tres décadas volando con crecimientos del orden del 9%. Además, China depende fuertemente del consumo y la escasez de ahorro en Europa y EE UU. La crisis puede cambiar la ecuación, y eso sería un mazazo a la economía del gigante asiático, que tendrá que aprender rápidamente a consumir más y a exportar menos. Es decir, tendrá que abandonar pronto su propio Consenso.

 

4. Comerciar con China no implica imitarla

“Por primera vez tras la descolonización, los países pueden elegir a su socio comercial sin tener que alinearse ideológicamente con la visión estadounidense”, escribía Le Monde recientemente. Muchos países africanos y latinoamericanos tienen suculentos negocios con China. Pero también los tiene Estados Unidos con Arabia Saudí y en nada se parecen sus modelos económicos. Una cosa es tener excelentes relaciones comerciales y diplomáticas con un país, y otra bien distinta adoptar sus políticas.

China está ocupando un nicho geoestratégico abandonado por otros, aliándose con Irán, Rusia, Venezuela o Sudán. Todos los que quieren molestar al imperio se sitúan en ese eje. Pero no hay evidencias de que estén adoptando un modelo de crecimiento económico a la pequinesa.

 

5. Porque otros modelos son posibles

En el debate hay que tener en cuenta otros modelos económicos al menos tan influyentes como el estadounidense o el chino.

Para empezar, el modelo europeo, el Consenso de Bruselas. Un sistema que combina liberalismo económico con el Estado del Bienestar. Un consenso económico y político que, aunque pasa por su peor momento, ha generado la zona de mayor riqueza y paz de la Historia sobre la faz de la tierra. Es el que ha atraído a muchos de los países que antes estaban en la órbita soviética y que han querido unirse a la zona europea.

Se ignora también el modelo que Brasil supone para América Latina, lo que la revista Foreign Affairs ha llamado “el Nuevo Capitalismo brasileño”: una transición hacia una economía mixta liderada entre otros por el ex sindicalista Lula Da Silva, y que ha llevado al país a tener el mayor PIB de la región y el sexto del mundo. Su renta per cápita en paridad de compra ronda los 12.000 dólares (4.500 dólares más que China). La pobreza parece descender a un ritmo constante y el desempleo está alcanzando mínimos históricos (5,2% en diciembre de 2011). Por supuesto, su modelo tiene importantes matices: es una democracia, aunque con fallas, pero sufre profundas desigualdades de distribución (puesto 126 en el índice GINI). Es, aún así, una alternativa al modelo chino para países en vías de desarrollo.

Otro de muchos ejemplos es el del llamado tigre de Eurasia, Turquía. En 2011 creció un 11%, la mayor tasa mundial. Tiene el doble de renta per cápita que China. Todo con un régimen político que, si bien está tutelado por el Ejército, se considera una democracia con fallas (puesto 88 en el The Economist Inteligence Unit frente al puesto 141 del gigante asiático).

 

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