nicaragua_1200x400
Un hombre participa en la conmemoración de los 100 días de protesta contra el gobierno de Daniel Ortega, Managua, julio 2018. Marvin Recinos/AFP/Getty Images

El largo camino hacia la regeneración de la vida política nicaragüense tras años de desmantelamiento democrático en el país.

Hace casi una década que se publicó el libro Nicaragua y el FSLN: ¿Qué queda de la revolución? En dicha obra se quería ver hasta qué punto a lo largo de la historia de Nicaragua –y más allá de los cambios de régimen– han persistido prácticas patrimoniales, violentas y autoritarias entre los que han detentado el poder.

Esta inquietud (la de analizar las continuidades de la política nicaragüense más allá de las rupturas) es relevante, ya que los derroteros que ha seguido el país durante los últimos cien años son únicos. Efectivamente, en poco más de un siglo Nicaragua ha experimentado la ocupación estadounidense, un régimen liberal oligárquico, una represiva dictadura familiar, un régimen revolucionario de corte socialista, una democracia liberal y, desde 2007 (con la vuelta de Daniel Ortega al poder), un régimen híbrido que combinaba instituciones democráticas con elecciones autoritarias y que, a partir de abril de 2018, ha mutado en una nueva tiranía.

Lo que está ocurriendo hoy sorprende a muchas personas cuya única referencia de la política nicaragüense era la victoria (en 1979) y la derrota electoral (en 1990) de la revolución sandinista. Precisamente, y a pesar de sus diferencias, estos dos episodios (la revolución y el gobierno de Violeta Barrios de Chamorro) fueron excepcionales por múltiples razones, pero sobre todo, por la intención de quebrar la lógica caudillista, revanchista y patrimonial de la política nicaragüense. La Revolución fue excepcional por su liderazgo múltiple (de nueve comandantes) que condenaba y descartaba el caudillismo y el culto a la personalidad. Además el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) abandonó el dogma leninista y puso en práctica el pluralismo, ofreciendo incluso el gobierno a la formación que ganara en unas elecciones libres y competitivas, tal como sucedió en 1990 con la victoria de doña Violeta –tal como se conocía a la presidenta Violeta Barrios de Chamorro.

Pero al poco tiempo esta excepcionalidad se desvaneció. Por un lado, el FSLN fracasó en el intento de democratizarse y rápidamente fue férreamente controlado por Daniel Ortega. También la democracia liberal que se inauguró en 1990 mutó en 1997 con la llegada al poder de un presidente corrupto, Arnoldo Alemán, que no tuvo reparos en pactar en 2000 con Ortega para desdemocratizar el país. Entonces la política nicaragüense volvió a encauzarse a través de los patrones tradicionales y reapareció una cultura política basada en la concentración del poder en pocas manos, en la cooptación (o expulsión) de la oposición, en el desmantelamiento de contrapesos institucionales y en la impunidad.

Posteriormente, con la vuelta al poder de Daniel Ortega en 2007, reaparecieron con más fuerza elementos de continuidad con el somocismo al concentrar una gran cantidad de recursos públicos y privados en manos de su entorno familiar y de sus allegados, y al controlar todos los resortes de la administración del Estado, incluyendo el Ejército, la Policía, las agencias supuestamente independientes, la maquinaria electoral y los tribunales. La única cosa que parecía diferenciar Ortega de Anastasio Somoza era que el primero sólo utilizaba excepcionalmente la fuerza y la represión. Como es sabido esta diferencia se esfumó hace unos meses. Desde el 18 de abril de 2018, cuando estallaron protestas en su contra, hasta hoy (el 26 de julio de 2018) se han registrado 448 muertos, 2.830 heridos y 718 desaparecidos, de los cuáles el 98% son –siempre según los datos facilitados por el Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Asociación Nicaragüense pro Derechos Humanos (ANPDH)– responsabilidad del Gobierno.

Pero Ortega no sólo ha patrimonializado el FSLN y sus símbolos, y ha concentrado el poder del Estado en su figura (y el de su esposa); sino que ha desdemocratizado el país. Esto significa que el régimen ha tenido la capacidad de expulsar a la disidencia de las instituciones, despojar a los partidos opositores de personería jurídica y crear formaciones electorales títeres para tejer complicidades políticas con apariencia de pluralidad. En este sentido la crisis política (social y humanitaria) que hoy vive el país no va a solucionarse resucitando los viejos partidos tradicionales (que han sido cooptados), ni creando de la noche a la mañana nuevas formaciones políticas. Es necesario ser consciente que una cosa son las protestas en la calle y otra muy diferente la competición en la arena electoral, ya sea en unas elecciones anticipadas (que es una de las demandas de la oposición) o en los comicios previstos oficialmente en cuatro años.

La regeneración de la vida política nicaragüense no pasa sólo por organizar unas nuevas elecciones y por votar. Para que se reactive la vida partidaria y las formaciones compitan electoralmente en comicios democráticos es preciso un largo camino. El proceso de desdemocratización llevado a cabo a lo largo de la última década no sólo ha desbaratado la administración electoral, sino que ha descompuesto toda la vida partidaria. Precisamente por ello cualquier solución a la crisis pasa por una negociación fuera del marco de unas instituciones y formaciones esclerotizadas.

Nicaragua_Daniel_Ortega
Un grafiti representando al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega. Inti Ocon/AFP/Getty Images

Esta vía –la negociación fuera del marco institucional que ofrece el régimen– también ha sido un elemento permanente en la historia del país. El historiador Antonio Esgueva Gómez ha trabajado extensamente sobre el tema y parte de la hipótesis de que, casi siempre, los cambios sustantivos que se han dado en la política nicaragüense han sido fruto de negociaciones fuera del ámbito institucional (previamente vaciado de representatividad por el régimen en curso) entre actores enfrentados que se reconocen como interlocutores. Entre los ejemplos más recientes de este tipo de negociaciones destacan los pactos realizados a finales de los 80 (en el marco de los Acuerdos de Esquipulas) entre el gobierno sandinista y la Contra; las negociaciones establecidas entre el ejecutivo de Violeta Barrios de Chamorro y el FSLN en 1990 para la confección del Protocolo de Transición del Poder Ejecutivo (PTPE); y más reciente el “Acuerdo de Gobernabilidad” (más conocido como “El Pacto”) entre Alemán y Ortega con el que empezó a erosionarse el sistema democrático en 2000.

Muchas personas creyeron que el día 16 de mayo de 2018 iba a iniciarse una dinámica negociadora de la misma naturaleza cuándo se inauguró la primera sesión de la Mesa del Diálogo Nacional, donde fueron convocados miembros del Gobierno, sectores universitarios, sindicatos, patronal y organizaciones civiles, con la mediación de la Conferencia Episcopal de Nicaragua. Pero el Diálogo fracasó porque el Ejecutivo no puso fin a la represión y por su nula voluntad de avanzar en una agenda democratizadora, sin embargo, Ortega culpó a la Iglesia Católica. La crítica a la Iglesia no fue casual, pues ésta se ha convertido en la única institución que está presente en todo el territorio del país, y que está sólidamente vertebrada y con voz y autoridad. Fuera de la Iglesia sólo aparece una heterogénea coalición opositora que se sostiene por su rechazo al régimen y que se reclama “autoconvocada”.

A día de hoy es temprano para pensar en salidas negociadas y en una pronta  pacificación. Nadie sabe cuándo ni cómo va a remitir esta crisis (política, social y humanitaria), ya que el régimen de Ortega aún mantiene el control sobre los cuerpos armados y dispone de suficientes recursos económicos para sobrevivir unos cuantos meses más. Por ello actualmente el discurso de Ortega se centra en denostar a los adversarios, denunciar a “agentes externos” y apelar a la resistencia. La presencia de los ministros de Exteriores de Cuba y de Venezuela en la celebración del 19 de Julio (día del aniversario de la Revolución sandinista) es una señal de por dónde quiere discurrir el régimen en los próximos meses, a saber, por el repliegue político a través de una retórica que apela a los intereses populares y a la lucha contra el imperialismo. La consigna es clara y dice: “Daniel se queda”.

Actualmente nadie sabe cuál será el desenlace de esta crisis, si bien hasta ahora ha dado cuenta de algunas continuidades en la cultura política del poder en Nicaragua, a saber, la concentración de recursos en manos de un caudillo, el uso de la fuerza en momentos críticos y la incapacidad de las instituciones para resolver conflictos. Fruto de estas continuidades la violencia política y la impunidad ha reaparecido en el país. Un país que hasta ahora parecía ajeno a la epidemia del crimen presente en los países del Triángulo Norte (Honduras, El Salvador y Guatemala). Con ello no se pretende señalar que el devenir del país sea el mismo al de sus vecinos septentrionales, pero la desconfianza, la represión gubernamental, y la atomización social y política son malos indicadores. Además, en estos meses ya se ha hecho notar el impacto del conflicto en la economía nicaragüense, y centenares de miles de ciudadanos ya han cruzado la frontera costarricense y otras decenas de miles están varados en la frontera sur de México.

De todos modos es difícil pensar en que la crisis que inició el 18 de abril se dilate en el tiempo: resistir de forma pacífica, sin organización ni recursos a un gobierno que no duda en utilizar la fuerza es una tarea muy ardua. También cuesta imaginar que Ortega pueda mantenerse eternamente en el poder sin disponer de los recursos petroleros ilimitados que tienen Venezuela ni los aparatos de control de que dispone Cuba. El sacerdote, político y diplomático francés Charles Maurice de Tayllerdand ya advirtió hace un par de siglos que “Con las bayonetas, todo es posible. Menos sentarse encima”.