Niño celebra el día de San Sebastián en la localidad nicaragüense de Diriamba, 2017. (INTI OCON/AFP/Getty Images)

¿Cómo es el régimen nicaragüense de Daniel Ortega y cuál es su futuro?

Nadie duda de que el régimen político en Nicaragua ha ido tomando una deriva autoritaria durante los últimos años. Muestra de ello es que la incertidumbre (característica propia de las elecciones competitivas en regímenes democráticos) desapareció de los comicios celebrados el día 6 de noviembre de 2016.

Efectivamente, en las elecciones de 2016 casi no hubo campaña y todo el mundo sabía que los resultados darían la tercera victoria consecutiva a Daniel Ortega, esta vez en tándem con su mujer, Rosario Murillo. Lo único que se discutió fue la afluencia de los nicaragüenses a las urnas: la oposición señaló que votaron menos del 35% del censo, mientras que el presidente del Consejo Supremo Electoral (CSE) certificó que la participación fue del 68,2%. Pero más allá de esta discusión los datos oficiales señalaron que Ortega se hizo con la presidencia con el 72,44% de los sufragios y que el FSLN obtuvo 71 de los 92 diputados de la Asamblea Nacional, mientras que la representación de las fuerzas opositoras quedó en anécdota.

Ante este tipo de eventos es preciso preguntarse qué clase de régimen existe hoy en Nicaragua. La respuesta no es fácil, pero me adhiero a la caracterización elaborada por el politólogo David Close al señalar que el régimen de Ortega se asemeja más a los caudillismos tradicionales de antaño. En ellos, el jefe controlaba la administración del Estado y sus reglas, dirigía los cuerpos armados, dominaba la maquinaria electoral,  cuidaba de su clientela electoral y manejaba y arbitraba negocios.Este tipo de régimen no se construye en un día, pero sí en una década.

Desde 2007, con la llegada de Ortega a la presidencia de la República, en Nicaragua se ha instaurado un sistema político que se estructura y se ejerce jerárquicamente con un carácter personalista en extremo y sin ninguna posibilidad de rendir cuentas ni explicaciones. Un ejemplo de esta situación es que la residencia familiar de Daniel Ortega y Rosario Murillo es, a la vez, la oficina central del Frente Sandinista de Liberación Nacional(FSLN) y la Casa Presidencial, donde reside el presidente y su esposa, la también vicepresidenta desde enero de 2017. Si a ello se le suma la presencia de sus hijos en los círculos clave del poder, reaparece con fuerza el concepto de “régimen patrimonial” para comprender la dinámica política instalada en el país.

La cuestión más paradójica es que Ortega goza de niveles relativamente altos de apoyo popular y mantiene una gran red de intereses que permea desde las altas esferas económicas hasta los sectores sociales más desfavorecidos. ¿Cómo fue posible llegar hasta este punto? Hay quien dice que esta posición de hegemonía y dominio por parte del presidente obedece tanto a su disposición de recursos financieros (como mínimo hasta hace un par de años) gracias a la adhesión de Nicaragua al ALBA, como a la capacidad de ir moldeando las instituciones del Estado a su antojo.

Gracias al ALBA la Administración Ortega pudo cooptar a las élites económicas tradicionales y a los sectores más empobrecidos del país. La cooptación de las élites fue posible gracias a que se mantuvo el modelo económico de producción y comercialización de mercado que se impulsó desde 1990, intensificándolo con el acceso privilegiado al mercado de Venezuela. En este contexto las grandes empresas del país han obtenido nuevos y suculentos nichos de mercado, a la par que seles ha garantizado disciplina laboral debido a que el FSLN tiene bajo su control las centrales sindicales que, históricamente,han sido combativas. En esta dirección, la década en que Ortega ha estado en el poder, el PIB nicaragüense ha crecido un promedio del 4% anual y ha mantenido una inflación anual del 5% generando una notable estabilidad para el sector negocios.

Por otro lado, la capacidad de cooptación de los sectores más empobrecidos del país está relacionada con un amplio despliegue de políticas sociales focalizadas. Estas políticas han sido el resultado de tres elementos: una voluntad política gubernamental de luchar contra la pobreza, el alineamiento de Nicaragua con las políticas de transferencias condicionadas impulsadas por la mayoría de gobiernos de la región y la capacidad de destinar recursos a dichas políticas -gracias a los ingresos obtenidos por empresas público-privadas a través de la empresa ALBANISA (empresa mixta nicaragüense-venezolana)-. Estas políticas sociales se han implementado en el territorio a través de plataformas paraestatales y partidarias,llamadas primero Consejos del Poder Ciudadano (CPC) y posteriormente Gabinetes de Familia (GF), cuya coordinación ha recaído en manos Rosario Murillo.

Así las cosas, Ortega ha gozado durante la década en que ha estado en el poder de un largo ciclo de bonanza caracterizado por la aparición de un país amigo que le ofrecía un mercado que demandaba productos a precios ventajosos y que suministraba petróleo pagado parcialmente con créditos a largo plazo con la condición de implementar políticas sociales. Sin embargo, la consolidación del presidnete en el poder no sólo ha sido fruto de su alianza con Venezuela, sino también se relaciona con su capacidad de ir moldeando las instituciones del Estado a su gusto.

En esta dirección Ortega ha controlado personalmente el FSLN y sus organizaciones afines, y con él ha ido controlando el poder judicial, el poder legislativo, la Policía Nacional, las Fuerzas Armadas y el Consejo Supremo Electoral (CSE). A todo ello, además, debe sumársele el hecho de haber consolidado una “burguesía sandinista” nacida en la década de 1990 con la “piñata” (adquisición fraudulenta de bienes por parte del régimen), acrecentada al calor de los negocios del ALBANISA y de la proximidad del poder. Además, desde2014 Ortega ha ido reconfigurando el entramado institucional a través de una reforma constitucional -realizada mediante la enmienda parcial de un altísimo porcentaje de artículos-, que ha reforzado la figura presidencial y ha eliminado las restricciones a la reelección indefinida, y de la reforma de la regulación de los cuerpos armados (Policía y Ejército) que vuelven a depender más estrechamente de la voluntad del presidente de la República.

La incapacidad de la oposición para presentar una candidatura unitaria y la destreza del régimen para disminuirla, junto con el control de recursos económicos, mediáticos e institucionales no han dado opción a desenlaces inesperados en las elecciones de 2016.

El régimen en Nicaragua se identifica más con la histórica tradición patrimonial caudillista, desarrollada por los Somoza, que con el proyecto revolucionario que predicó el FSLN a lo largo de veinte años de lucha guerrillera. Que quiso implementar durante la revolución que lideró en los 80. Y si bien el régimen actual, a diferencia del de Somoza, no tiene en absoluto la dimensión represora y criminal del somocismo, sí va adquiriendo tintes cada vez más familiares, patrimoniales y sultanistas.

De todas formas, es preciso señalar que esta lógica de concentración del poder a partir de lazos familiares no es exclusiva de Nicaragua. En toda América (y en muchos rincones del mundo) se suceden dinámicas semejantes, tal como lo ilustran las ambiciones presidenciales de parejas –como los Kirchner en Argentina, los Clinton en Estados Unidos, los Calderón en México o los Colom en Guatemala- o de padres e hijos -como los Fujimori en Perú, los Trudeau en Canadá o los Torrijos en Panamá. El problema es que en Nicaragua, más allá de la voracidad parental, Ortega ha sido capaz de desinstitucionalizar el FSLN y el Estado y, con ello, desmantelar cualquier mecanismo de control, ya sea vertical u horizontal. Y una vez disueltos estos mecanismos de contención del poder, la deriva del sistema político nicaragüense hacia un régimen patrimonial se ha consumado en poco más de una década.

Ante ello la pregunta que cabe formular es: ¿hasta cuándo? Como siempre, las ciencias sociales no pueden dar una respuesta certera. Sólo pueden elaborar más preguntas: ¿qué puede ocurrir si en el futuro la economía se deteriora? ¿Cuál será la posición del FSLN y del resto de actores si es preciso sustituir a Daniel Ortega? ¿Qué posición tomarán las élites tradicionales si la Administración norteamericana de Donald Trump y la Conferencia Episcopal empiezan a presionar al Gobierno? ¿Cómo actuará el régimen si las movilizaciones sociales contra él van en aumento? Nadie tiene las respuestas, perolo que sí muestra la experiencia es que cuando los regímenes autoritarios se ven en apuros éstos tienen poca capacidad de canalizar el disenso después de haber desvirtuado la ley y los procesos electorales.