La gente hace cola en el Departamento de Trabajo para reclamar dinero del fondo del seguro de desempleo en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. (Nardus Engelbrecht/Gallo Images via Getty Images)

Suráfrica y Nigeria están entre las economías más potentes del continente africano. Durante décadas han sido polos de atracción para los migrantes de los Estados vecinos, pero ahora comparten un dudoso honor: los altísimos índices de paro, especialmente entre los jóvenes. En ambos lugares la seguridad privada es, cada vez más, el dique de contención entre las élites y el resto de ciudadanos.

El trabajo de Ademola Onalaja consiste en garantizar que no pase nada. Este nigeriano, director de Proton Security Services, ha visto cómo su empresa crecía hasta emplear a 9.000 personas. ¿Su objetivo? Garantizar la integridad de los ciudadanos que puedan pagar una agencia de seguridad privada. “La protección de los VIPS y los activos nacionales es clave para la supervivencia y el crecimiento económico del país”, declaraba Onalaja al diario Financial Times. Su empresa no es una anécdota: de los 370.000 policías que hay en Nigeria, el 40% está destinado a la protección de los llamados VIPS.

El norte del país sufre desde hace años la insurgencia del grupo fundamentalista islámico Boko Haram; en el sureste, milicias atacan los oleoductos que se llevan el petróleo hacia Estados Unidos y Europa. Otro de los negocios en auge es el de los secuestros: según SB Morgan, una consultora nigeriana, los pagos de rescates superaron los 18 millones de dólares entre 2011 y 2020. De estos 18 millones, 11 millones fueron entre 2016 y 2020. El gran exportador petrolero africano vive una situación convulsa: muchos consideran que la dependencia de los vaivenes del precio del crudo ha perjudicado a Nigeria. Las élites del país, liberadas de la necesidad de proporcionar servicios a la población, han podido repartirse las rentas del petróleo, y eso ha empobrecido al resto: mientras en Lagos hay concesionarios de Porsche, Lamborghini y Aston Martin, 17 millones de nigerianos sufrirán inseguridad alimentaria en 2022.

 

La potencia industrial estancada

Suráfrica puede considerarse una de las últimas víctimas de la Guerra Fría. El régimen del apartheid, por su condición anticomunista, tuvo la simpatía o la connivencia de los países occidentales durante décadas. Dotado de armas nucleares, el poder blanco surafricano apoyó a los colonialistas que más se resistieron a la retirada: desde el régimen racista de Rodesia del Sur (posterior Zimbabue) hasta los colonos portugueses que se atrincheraron en Angola o Mozambique.

El rol que jugaba el apartheid en la economía mundial era considerable: al margen de apoyar la supervivencia política de los colonos blancos en África, las empresas surafricanas eran clave en la extracción y la venta de recursos minerales. La caída de los colonos portugueses en el entorno, junto a la llegada al poder de la mayoría negra en Zimbabue, dejaron aislado al apartheid surafricano. Desgastado tras varias derrotas militares y sin razón de ser tras la caída de la URSS, acabó claudicando políticamente en 1994.

Pese a la llegada de Nelson Mandela a la presidencia, el apartheid luchó para conseguir su supervivencia económica: el gobernador del banco central, durante el primer y único mandato de Mandela, era el mismo de los últimos años del apartheid. Basta con echar un vistazo a la bolsa surafricana para ver la fortaleza del antiguo sistema: Naspers, una de las grandes empresas del país, se presenta al mundo como una multinacional diversificada, con inversiones en el sector de la comunicación, el reparto de comida a domicilio o el e-commerce. La acumulación de capital inicial de Naspers se hizo durante el apartheid. De Nasionale Pers Beperkt (Naspers) controlaba los medios de comunicación más importantes durante la dictadura, y siempre apoyó al Partido Nacional, cuyo líder Hendrik Verwoerd –un simpatizante de los nazis– instauró el régimen de discriminación racial en 1948. En la bolsa de Johannesburgo tienen un gran peso las empresas mineras, cuyo rol es idéntico al de los colonos blancos durante el apartheid: cotizan en Suráfrica y también en Londres, donde muchas tienen el cuartel general. Todas aseguran el flujo de minerales a sus socios occidentales –y, cada vez más, chinos.

Municipios en expansión que miran hacia la Table Mountain en Ciudad del Cabo, dónde la división entre ricos y pobres es cada vez más marcada. (Julien Behal/PA Images via Getty Images)

El entorno con el que tuvo que lidiar el primer gobierno de la mayoría negra ya no era el de la Guerra Fría. La caída del bloque socialista abrió la puerta a una globalización triunfante en todo el planeta. El periodista Rafael Poch considera que la entrada de 1.400 millones de trabajadores de Europa oriental, China e India al mercado global desniveló la balanza entre el capital y el trabajo en Occidente: con muchos más trabajadores que capitales, el poder de negociación de los sindicatos occidentales se desvaneció. En Suráfrica, este cambio se tradujo en la pérdida de su nicho de influencia a escala mundial: en la carrera por atraer al capital extranjero –que temía las expropiaciones del sector más izquierdista del partido de Mandela– el gobierno liberalizó la circulación de capitales, dejó flotar la moneda local y prometió poca intervención estatal en el mercado.

Según un estudio del economista surafricano Redge Nkosi, el país ha sufrido, como resultado de esas políticas, una desindustrialización prematura, con una desigualdad “que no tiene parangón en ninguna otra nación del mundo, un nivel de desempleo típico de las naciones asoladas por la guerra, una pobreza incalculable y la financiarización de todas las formas de comercio e industria”. El 10% de la población controla el 85% de la riqueza del país, y el gran cambio tras el fin del apartheid ha sido la aparición de una clase alta negra vinculada a los negocios con el Estado. Nkosi considera que no se han dirigido las inversiones a una transformación estructural, y concluye que las finanzas se han dirigido a especular en el sector inmobiliario. El olvido del sector manufacturero –precisamente el que crea más puestos de trabajo en países periféricos– contribuye a unos índices de paro altísimos: más del 30% entre la población general, y más del 50% entre los jóvenes.

 

El mal nigeriano

Si Suráfrica es una potencia industrial en declive, Nigeria es considerada un ejemplo paradigmático del llamado “mal holandés”. Esta expresión concluye que la venta de una materia prima como el petróleo puede ser perjudicial para el resto de la economía: más allá de la poca diversificación, los ingresos revalorizan la moneda local, dañando la competitividad de los sectores manufactureros en el exterior. A día de hoy, este análisis ha quedado desfasado. La moneda nigeriana, la naira, no solamente ha perdido la fuerza que tenía en los 80 (hecho que contribuyó a la desindustrialización del país, rematado por los planes de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional), sino que se encuentra en caída libre: en 2008 necesitabas unas 100 nairas para conseguir un dólar; hoy necesitas más de 400. El mejor resumen de las dificultades de los nigerianos es la creación de un índice que mide el precio de preparar el Jollof, una receta de arroz muy popular en el país. El índice, que mide el precio de preparar raciones para una familia de cinco personas, estaba por debajo de las 5.000 nairas (12,5€) en 2016; hoy ya supera las 7.500 (18,75€).

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Una vendedora de pimientos cuenta los billetes que recibe de sus clientes en el mercado Mile 12 en Lagos, con una inflación que mantiene los altos precios de los alimentos. (Olukayode Jaiyeola/NurPhoto via Getty Images)

La mala gestión ha hecho que Nigeria sufra una situación insólita: aunque el precio del petróleo ha superado los 80 dólares por barril, la economía no está mejorando por la escasa inversión en infraestructuras. El vínculo entre desempleo e inseguridad es considerable: Kano, en el norte de Nigeria, vio desaparecer su industria textil tras los planes de ajuste estructural y la llegada de las importaciones chinas. Hoy, algunos de sus jóvenes militan en Boko Haram y muchos más sufren las consecuencias. El Stears Business Daily, un periódico financiero nigeriano, lamentaba hace poco el estancamiento del país: “hay 30 millones de personas en paro. 30 millones de contribuyentes potenciales. 30 millones de personas que deberían estar en la flor de la vida. Muchos jóvenes desempleados han renunciado a buscar trabajo porque han llegado a la conclusión de que no lo hay. Algunos carecen de las habilidades necesarias, mientras que otros no pueden buscarlo porque están enfermos.”

 

Dangote y Motsepe, éxito y síntoma

Tanto en Nigeria como en Suráfrica los gobiernos han combinado planes macroeconómicos recomendados por el FMI con discursos nacionalistas que pretendían impulsar un sector privado local. Esos discursos se han traducido en algunas políticas proteccionistas cuyo mejor ejemplo son las licencias de importación. En lugar de ser un punto más de un plan coherente para industrializar el país, estas licencias han servido para enriquecer a hombres cercanos al poder político. En Nigeria, la importación casi exclusiva de cemento por parte de las compañías de Aliko Dangote convirtió a este empresario en el más rico del país: hoy, el 60% del cemento que se consume en Nigeria procede de sus empresas o filiales. En agosto, sus inversiones fallidas en refinerías de petróleo fueron rescatadas por la administración.

En Suráfrica, Patrice Motsepe se ha enriquecido gracias a sus inversiones en empresas mineras. Beneficiado por las políticas de empoderamiento negro –que exigían la presencia de un 26% de accionistas negros de cara a conseguir una licencia minera–, Motsepe es también el cuñado de Cyril Ramaphosa, actual presidente del país; también es el cuñado de Jeff Radebe, ministro en todos los gobiernos de Suráfrica entre 1994 y 2019. Propietario del Mamelodi Sundowns, uno de los clubes de fútbol más  exitosos del país, acaba de saltar hacia un escenario más grande: apoyado por el presidente de la FIFA, se ha convertido en el presidente de la Confederación Africana de Fútbol, el órgano regulador del deporte rey en el continente.

La aparición de multimillonarios es un síntoma de un modelo económico compartido. Sus principales características son la extracción de recursos destinados a la exportación, la desindustrialización y una creciente dependencia de las importaciones de insumos básicos. El economista Redge Nkosi es partidario de un modelo parecido al que han utilizado Alemania o China: “Lo que se necesita críticamente es una red de bancos públicos que guíen el crédito a los sectores productivos de la economía, para la innovación, la transformación estructural, la transformación económica y la economía verde”. Los casos más exitosos del modelo se encuentran en Corea del Sur, Taiwán o Japón. Tal y como recuerda el periodista Joe Studwell en su How Asia Works, el paso anterior a la industrialización fue una redistribución a gran escala de la tierra: los grandes propietarios tuvieron que ceder ante los campesinos que no tenían nada. Eso, en Suráfrica, implicaría la pérdida definitiva del poder de los grandes propietarios blancos. Tras siglos de dominio, lo más barato para ellos –a corto plazo– es pagar a agentes de seguridad privada y mantener una sociedad a dos velocidades. El tiempo dirá si los 11 millones de surafricanos que viven con menos de 2 dólares al día, a largo plazo, podrán soportarlo.