El coronavirus ha provocado una caída histórica en las emisiones de dióxido de carbono que, sin embargo, resulta insuficiente y genera la falsa impresión de que el ecosistema es ahora una cuestión secundaria. Ante el temor a un regreso acentuado a los defectos productivos del pasado, el futuro está en manos del aprendizaje colectivo que se extraiga de la pandemia.

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Patos caminan por el carril bici en Toulouse durante el confinamiento, marzo 2020, Francia. Alain Pitton/NurPhoto via Getty Images

Una pareja de pavos reales enseñoreándose por las calles de Madrid, un jabalí correteando entre libre y despistado por Santiago de Chile. Las imágenes de diversas especies de animales explorando los espacios urbanos se han viralizado estos días. La fauna parece haber recuperado un terreno perdido en un tiempo récord. Similar tendencia habría seguido la flora, con el florecimiento de espacios verdes allí donde apenas había grises.

A simple vista podría decirse que la COVID-19 deja un efecto positivo en el medio ambiente. Una afirmación visual refuerzan algunas publicaciones, como la serie de artículos de la web especializada Carbon Brief, que señalan cómo el coronavirus ha supuesto una reducción histórica de las emisiones de CO2 (dióxido de carbono) en China, en India y en Gran Bretaña, entre otros lugares.

Tal ha sido el soplo de aire fresco que, entre tantas y tan elevadas cifras de muertes por doquier, hay quien han querido al menos rescatar algo positivo de esta situación, llegando a plantear la posibilidad de que la pandemia ha supuesto un freno al cambio climático. La Fundación Hay Derecho verbalizaba esta reflexión hace unos días en su bitácora: “¿Es el confinamiento el arma que necesitábamos para luchar contra el cambio climático?”.

Nada más lejos de la realidad. Afirmar lo contrario sería tan erróneo como peligroso, coinciden las fuentes consultadas por esglobal. “En primer lugar, por el coste de vidas y de personas afectadas”, se adelanta Pascal Peduzzi, director de la Base de Datos sobre Recursos Mundiales (GRID) en Génova, del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).

 

Insuficiente reducción de las emisiones contaminantes

Las emisiones de dióxido de carbono ciertamente se han reducido estos meses y, según los cálculos de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), se trata de la mayor caída desde la Segunda Guerra Mundial. Dependiente de la ONU, este organismo prevé que el balance a final de año será de un 6% menos de emisiones de CO2 con respecto al pasado ejercicio, cuando las estimaciones anteriores a la pandemia habían aventurado un rango de caída más comedida, próxima al 2%.

La diferencia es sustancial, pero tampoco hay mucho que celebrar si se tiene en cuenta que el Acuerdo de París, negociado en la XXI Conferencia sobre Cambio Climático (COP21) de 2015, estableció una bajada necesaria del 7,6% anual para el período 2020-2030. Solo así, se acordó, podrían evitarse los estragos del clima. Es la única vía, refrenda el informe Brecha de Emisiones, para limitar el aumento de temperaturas a 1,5 grados centígrados al año. Esa subida máxima de los termómetros cada 12 meses es también la barrera de precaución que estableció, a finales de 2018, el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU (IPCC) para prevenir una intensificación de las catástrofes medioambientales.

La primera conclusión, por tanto, es que ni siquiera paralizando prácticamente el día a día de millones de personas en todo el mundo se alcanzan los objetivos mínimos deseables. El estancamiento social y económico al que ha obligado la pandemia no ha sido suficiente. Como recordó la OMM el pasado 22 de abril, con ocasión del Día Mundial de la Tierra, la pandemia no puede eclipsar el cambio climático.

 

Los titubeos de la acción global

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Dos mujeres se manifiestan en Málaga, España, por el Día Internacional del Medio Ambiente. Jesus Merida/SOPA Images/LightRocket via Getty Images

Obviando las fotografías que también muestran una multiplicación de los desechos médicos, con guantes y mascarillas tirados en medio de la calzada, las apariencias visuales y las buenas noticias cortoplacistas en los niveles de CO2 favorecen una segunda y perjudicial consecuencia. Algunos Gobiernos, ya de por sí escépticos o dubitativos ante la gravedad del cambio climático, han comenzado a mirar para otro lado, postergando la lucha medioambiental hasta la llegada de mejores tiempos.

La Cumbre del Clima de Glasgow (COP26) es el mejor ejemplo: prevista para noviembre de 2020, se ha retrasado hasta un punto aún por definir de 2021. En el aire se ha quedado la reunión que estaba llamada a renovar el Acuerdo de París; los gobiernos se habían comprometido a presentar sus planes más ambiciosos de recorte de emisiones de efecto invernadero. No es la única cita que ha puesto en entredicho la COVID-19, que también ha obligado a retrasar la 15ª Conferencia de Naciones Unidas sobre la Biodiversidad, inicialmente prevista para octubre, en Kunming (China). Programada para abordar temas como la absorción de carbono, los entornos protegidos y la regeneración de los ecosistemas, tampoco tiene fecha de celebración.

Pero no es solo una cuestión de reuniones internacionales. Son ya varios los países que han anunciado que lo que ponen en cuarentena son sus proyectos y programas climáticos. Solo en Europa, la República Checa, Polonia y Hungría ya han solicitado explícitamente más tiempo para la transición energética. Mientras tanto, el sector del automóvil presiona a la Comisión Europea para que autorice una moratoria en los plazos de la normativa de emisiones para vehículos. Y el Partido Popular Europeo también solicitó que se posponga la estrategia Farm to fork (de la granja al plato), diseñada para reducir las emisiones de gases con efecto invernadero vinculadas a la producción agropecuaria, que finalmente se aprobó a mediados de mayo.

“Si las acciones frente al cambio climático van a ser finalmente pospuestas es difícil de saber ahora mismo. Muchas de ellas se han llevado a cabo con presupuestos realmente bajos. Pero, en general, lo que vemos en períodos de crisis es que lidiar con los problemas ambientales es visto como un lujo inasumible, a no ser que todo lo demás vaya bien”, indica el experto del Centro Internacional para la Investigación Climática y Ambiental (Cicero) Robbie Andrew.

Ya fuera de la geografía europea, tampoco son nada halagüeños los mensajes que llegan desde Estados Unidos, donde el presidente, Donald Trump, ha anunciado planes de rescate para las aerolíneas y para las empresas de fractura hidráulica. Por su parte, el Partido Comunista de China está relanzando su economía con más centrales de carbón: solo en las tres primeras semanas de marzo, ha aprobado una mayor capacidad de construcción de plantas de carbón (7.960 megavatios) que en todo 2019 (6.310 MW), según reflejan los datos del Global Energy Monitor. A uno y otro lado del globo, las dos superpotencias duplican su apuesta por la industria contaminante como palanca de rescate.

Andrew contextualiza este tipo de decisiones para hacerlas entendibles: “La pandemia es inmediata y nos afecta a nosotros, mientras que el cambio climático es culpa de todos y afecta a alguien más, en un tiempo futuro. Políticamente es muy difícil argumentar en contra de un estímulo enorme durante la pandemia, mientras que es mucho más fácil encontrar puntos de discusión cuando la economía parece ir bien, la gente parece tener trabajo y solo hay preocupación por el futuro”.

 

El temido efecto rebote

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Mascarilla en el suelo en la ciudad de Odesa, Ucrania. Andrey Nekrasov/Barcroft Media via Getty Images

Hay menos aviones planeando por los cielos, son menos las embarcaciones que surcan los mares y la circulación de vehículos por las carreteras también se ha reducido. Una suma de factores que ha llevado a que los niveles de dióxido de carbono se hayan reducido de forma drástica, aunque todavía insuficiente. Pero es muy probable que se trate de algo temporal, atado a las circunstancias de la pandemia. “Si de repente tuviéramos la panacea para regresar a nuestras antiguas vidas, lo haríamos de la forma menos sostenible. Cuanto más tardemos en regresar a la vieja normalidad, cuanto más tiempo sean interrumpidos nuestros modelos tradicionales, mejor para el medio ambiente porque más tiempo habremos tenido para flexibilizar la creación de la nueva normalidad”, reflexiona Robert Kaufmann, profesor del departamento de Tierra y Medio Ambiente de la Universidad de Boston.

Si esa nueva normalidad arrastra consigo los defectos de la vieja, los índices de contaminación volverán a sus alturas habituales… si es que no repuntan, advierten las personas consultadas. Y es que, del mismo modo que al inicio de la pandemia hubo una demanda compulsiva del papel higiénico, después de la harina y ahora parece el turno de las bicicletas, no es descartable que surja un inusitado deseo de viajar y de consumir, una especie de recuperación del tiempo robado por la COVID-19. Esto provocaría un aumento disruptivo de los gases de efecto invernadero, que se dispararían a niveles superiores a los de la época anterior al virus. Es lo que en la literatura científica se conoce como efecto rebote.

No sería la primera vez que una crisis provoca esa forma de uve dilatada en su trazo de salida. Tal y como se extrae de las gráficas que elabora la iniciativa Global Carbon Project, ya sucedió con la Gran Depresión durante la década de 1930, al finalizar la Segunda Guerra Mundial en 1945, tras las crisis del petróleo en los 70 y los 80, con el colapso de la Unión Soviética en 1991 y, por última vez, ante la crisis financiera de 2008. La curva de las emisiones globales de CO2 dibujaron entonces un repunte a toro pasado.

 

Un futuro incierto

Dos crisis globales, la del coronavirus y la del cambio climático, que no conocen fronteras. Y ambas directamente vinculadas, pues el cambio climático conlleva una pérdida de biodiversidad que multiplica las posibilidades de expansión de los virus. Así lo asegura un reciente estudio del One Health Institute, de la Universidad de California Davis.

Los efectos del coronavirus en relación al cambio climático y al ecosistema están por escribirse. De momento se ha visto únicamente su incidencia en el corto plazo. Y puede intuirse en la media distancia. El largo aliento dependerá de las decisiones que se vayan tomando, no solo desde la arena política, sino como sociedad. Dependerá de cómo se salga del túnel vírico. ¿Será capaz la epidemia de modificar la voluntad política y de cambiar los hábitos sistémicos de producción y consumo?

“Lo que estamos experimentando es algo excepcional, pero en términos climáticos seguimos comiendo, usando agua, produciendo basura, calentando y enfriando nuestros hogares en unos niveles normales. Solo porque lo que estamos experimentando al estar encerrados en nuestras casas es un cambio drástico para nuestro modo de vida creemos que tendrá un impacto significativo. Pero la reducción de emisiones es pequeña y temporal”, argumenta Peduzzi.

Tiene claro que “la única forma para mejorar el medio ambiente a largo plazo es cambiar nuestros principios, por ejemplo, mediante una rápida transición a las energías renovables y paralizando las plantas energéticas de carbón tan pronto como nos sea posible. Hay que reducir el consumo a lo realmente necesario, repensar el modelo de producción, caminar hacia una agricultura regenerativa y hacia una alimentación local, mejorar la planificación de la tierra para reducir la demanda de movilidad y favorecer la movilidad suave (a pie, en bicicleta) además del transporte público”.

Esa extensa receta de ingredientes es lo que Kaufmann etiqueta como "el nuevo mundo", una vez que el viejo se ha esfumado. "Algunas partes regresarán, pero otras serán nuevas. Eso generará dificultades y también oportunidades. El nuevo mundo será diferente, lo que no necesariamente significa que vaya a ser peor”.

Una decena de países europeos, entre ellos España, ha reclamado por escrito a la Comisión Europea que adelante los 100.000 millones de euros destinados al Pacto Verde, entre otras medidas. Este proyecto, presentado el pasado mes de diciembre, es una estrategia u hoja de ruta para que el crecimiento económico futuro de la Unión Europea tenga en cuenta los retos climáticos y medioambientales e impulse una economía limpia y circular, así como la restauración de la biodiversidad y la reducción de la contaminación, según explica la propia Comisión. Ahora, ante una necesaria reconstrucción económica tras la pandemia mundial este Pacto toma relevancia como estrategia conjunta para poner en marcha una “economía moderna”.

Por otro lado, son muchas las ciudades que están apostado por otro tipo de movilidad, con la creación de ciclovías, como ha sucedido en París y Milán. En España la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, que llevaba un tiempo en un cajón, ha sido aprobada por el Consejo de Ministros como una forma de activar la economía tras el estado de alarma; el Parlamento tiene la próxima palabra. ¿Decisiones sólidas y generalizables en el tiempo? “Dependerá de lo que aprendamos estos días”, concluye Kaufmann.

 

Este artículo forma parte del especial

‘El futuro que viene: cómo el coronavirus está cambiando el mundo’.

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