A lo largo del siglo XXI va a producirse una transformación económica de dimensiones y características muy superiores a las de la Revolución Industrial. Las formas de producir y consumir la energía de mediados de siglo se parecerán muy poco a las actuales, las de finales no se parecerán en casi nada. El uso de la energía será menos intensivo y provendrá de fuentes renovables, los edificios y las ciudades serán autosuficientes energéticamente; el transporte de mercancías y personas no dependerá, como ahora, de los hidrocarburos y será menos ineficiente; la química será verde y la agricultura orgánica; la economía de la funcionalidad sustituirá a la economía productivista y será más desmaterializada; dará valor a los servicios prestados por los ecosistemas y la biosfera, y sus indicadores de contabilidad superarán el obsoleto PIB; el acceso a los recursos será más equitativo, y los valores culturales que configuran las aspiraciones humanas serán menos tendentes a la posesión de productos que al acceso y disfrute de servicios.
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Ésta es la descripción de una economía baja en carbono, condición necesaria para evitar interferencias peligrosas en el sistema climático. Si la humanidad quiere evitar que las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera sean tales que el calentamiento global supere los dos grados centígrados, provocando un cambio climático de dimensiones catastróficas, no tiene otra salida que empezar a construir esa nueva economía, basada en el desarrollo sostenible.
La diferencia de temperatura global de nuestro planeta entre la última glaciación hace 12.000 años –cuando la mayor parte del hemisferio norte se encontraba cubierto por el hielo– y la actualidad es tan sólo de tres grados. En los últimos 150 años, las concentraciones atmosféricas de gases de invernadero, como el dióxido de carbono o el metano, han pasado de 260 a 380 partes por millón, y la temperatura media del planeta ha aumentado 0,7º C. De continuar la tendencia, el aumento superará los 5º o 6º C, se deshelarán Groenlandia y la Antártida, el nivel del mar se elevará más de diez metros, inundando las ciudades y áreas costeras donde habita más de la mitad de la población, los fenómenos climáticos extremos multiplicarán su frecuencia e intensidad y la producción de alimentos caerá. En ese escenario, se extinguirían millones de especies. La especie humana sobreviviría, pero un incremento de 5 o 6º C en la temperatura media de la Tierra crearía una biosfera inhóspita: en un mundo así, cientos de millones de seres humanos perecerían antes de finales de siglo. Los países pobres serían –como lo son hoy– los más vulnerables, pero ninguno de los demás se libraría –como no se libra hoy– de las nefastas consecuencias de un cambio climático catastrófico. Por ello, a pesar de los intereses económicos y geoestratégicos que hacen difícil alcanzar un acuerdo multilateral, la adopción de una agenda climática avanzada y comprometida con los cambios hacia una economía baja en carbono es una constricción demasiado fuerte y difícil de eludir.
La Cumbre de Copenhague sobre cambio climático ha sido fallida y ...
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