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El demócrata Joe Biden, candidato a la presidencia de Estados Unidos, Arizona, 2020. BRENDAN SMIALOWSKI/AFP via Getty Images

Es tentador identificar al candidato a la presidencia de Estados Unidos, Joe Biden, como un heredero de Barack Obama. Y es un grave error.

Todo está diseñado para que asumamos una línea de continuidad entre las dos administraciones, y esto no es nuevo ni en el Partido Demócrata ni en el Republicano. Merece la pena recordar que Donald Trump se consideró una reacción frente al continuismo que representaban dinastías políticas como los Bush o los Clinton… hasta que, previsiblemente, intentó fundar la suya. En consecuencia, casi no debería sorprendernos que la reacción natural de la oposición frente a Trump parezca una segunda ronda de la campaña de Obama.

Porque ahora volvemos a encontrarnos con dos arquetipos tan forzados como eficaces: un líder blanco del establishment y un líder de color y outsider. Conviene recordar, eso sí, que ni Barack Obama ni Kamala Harris venían de hacer la revolución, sino de más de tres años en el cómodo Senado estadounidense y de una carrera anterior marcada por el respeto a las leyes.  En 2020, es cierto, el cambio lo encarna una mujer (Hillary Clinton se percibía como rancio continuismo hace cinco años) y, esta vez, la promesa de la gran transformación del país parece secundaria.

Hoy la prioridad fundamental es expulsar a Trump e impedir que sea él quien termine haciendo la revolución. Así se entiende mejor que pueda existir una candidatura apoyada, con el mismo entusiasmo inverosímil, por halcones neoconservadores como Bill Kristol (que aparece hasta en vídeos promocionales junto a un famoso cómico progresista), ex líderes del Partido Republicano y de la Administración Bush, el presidente Barack Obama y partidarios del socialista (y pretendiente al trono demócrata) Bernie Sanders.

Obviamente, esta chirriante coalición hace sospechar que la continuidad que proyecta la candidatura demócrata es más una ilusión que una realidad. De hecho, uno de los asesores claves de Biden, Jake Sullivan, se atrevió a afirmar en febrero que Obama y George W. Bush habían mantenido “enfoques casi idénticos” en política económica internacional y dio a entender que ya era hora de enterrar el "paradigma neoliberal" que tanto habían respetado los dos.

En estas circunstancias, todo apunta a que la principal línea de fractura entre la administración que lidere Biden y las que lideró Obama va a ser la política internacional y, sobre todo, su vertiente económica. Es decir, la gestión de la globalización. ¿Pero cuáles son los puntos donde se prevén más discrepancias?

 

China es ante todo un rival

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La compañía china COSCO en el puerto del Pireo, Grecia. NurPhoto/NurPhoto via Getty Images

En la última década, la percepción del gigante asiático en Estados Unidos ha cambiado a mucho peor, también para los demócratas. Si, en la Casa Blanca de Obama, China era antes un socio necesario que un rival, hoy, indudablemente, es más un rival que un socio. La diferencia con Trump, y esto es importante, es que la rivalidad no implica enemistad. Ahora Pekín se parece más bien a un competidor con el que solo vas a colaborar si no existe otra forma de defender tus propios intereses (con un poder debilitado) y si te enfrentas a una amenaza común para los dos países y abrumadora para tus votantes. El cambio climático podría ser un buen ejemplo de esto último.

Como recordaba en septiembre un veterano corresponsal del diario The Wall Street Journal, el vicepresidente de Obama en 2011 afirmaba que apostar por la prosperidad de la segunda economía del planeta era una forma de defender los intereses de EE UU. Ahora, sin embargo, el candidato Biden ha prometido reducir la influencia del gigante asiático en sectores de alta tecnología y no descarta imponer nuevos aranceles a Pekín.

Este viraje se debe, principalmente, a que, en los últimos nueve años, los estadounidenses que ven desfavorablemente a China han despegado del 36% al 66%, según Pew Research. Al viejo motivo socioeconómico defendido por sindicatos y colectivos progresistas ("China tiene la culpa del empobrecimiento de la clase media"), se añaden ahora la grave desconfianza por la gestión de la pandemia, la creencia de que la prosperidad ha reforzado el autoritarismo chino en vez de mermarlo y, como colofón, la realidad de que el gigante ya puede competir de tú a tú con EE UU en influencia mundial.

 

Estados Unidos es una víctima del sistema

Parece que la labor política principal de nuestro tiempo consiste en repartir carnés de víctimas y agresores, inocentes y culpables y salvadores y opresores entre los actores del debate público. En el caso de la economía internacional, desde los tiempos de Ronald Reagan, Estados Unidos se había creído salvador (de los satélites soviéticos), agresor (en Irak) e incluso inocente o naif (porque así se llegó a calificar, por ejemplo, la política de Obama con Rusia, Irán y China).

A partir de Trump, la novedad es que EE UU, la primera potencia mundial y arquitecta de la globalización, también se puede considerar una víctima del sistema. Y esto significa que, por ejemplo, hay que denunciar la ingenuidad que llevó a republicanos y demócratas a creer que el libre comercio con los grandes emergentes y, muy especialmente, con China, sería beneficioso para ambas partes.

En realidad, lo que ha sucedido, según la nueva interpretación de republicanos y demócratas, es que la clase media ha perdido más de lo que ha ganado. Y apuntan así que sus ingresos anuales crecieron menos de la mitad a principios del siglo XXI que en los 30 años anteriores, que los hogares de ingresos medios pasaron del 62% en 1970 al 52% en 2018 y que los hogares de ingresos bajos ya representan prácticamente al 30% de la población. Desde 1983 hasta 2016, la riqueza nacional que controlaba la clase media y la clase baja se hundió del 39% al 21%.

Según este nuevo consenso, que comparten en distintos grados Biden y Trump, Washington, a lomos de una actitud que aúna elitismo e incapacidad para cuestionar la ortodoxia (ideológica) de sus principales economistas, se habría despreocupado durante décadas de la prosperidad de la inmensa mayoría de la población, apostando ciegamente por el libre comercio y la globalización como los conocemos.

Todo ello habría obligado al país a renunciar a sus intereses en beneficio de los que hoy son sus rivales y a generar una inestabilidad y polarización devastadoras en el seno de su sociedad. Con el paso de los años, no solo se ha puesto en peligro la estabilidad de la república, sino que también se ha debilitado la defensa de su agenda en el exterior y, en consecuencia, el coloso se habría convertido en víctima frente a rivales mucho más asertivos como, una vez más, China.

Si Biden asume, a diferencia de Obama, que la primera potencia mundial no es una de las ganadoras de la globalización sino una de las perdedoras, sería lógico esperar cambios de calado en el rumbo de las políticas económicas internacionales. Y, justamente, en esa línea van algunos de sus colaboradores: según ellos, hay que reformar los acuerdos comerciales para beneficiar a la clase media, hay que apostar por una política nacional industrial más parecida a la de China que a la de Obama, hay que impedir en lo posible que las empresas nacionales se deslocalicen, aunque esto perjudique a terceros Estados con menos recursos, y hay que adoptar una visión más fragmentaria y frentista de la globalización.

Como sugiere el analista de la Brookings Institution, Thomas Wright, la candidatura demócrata ya no presenta a su país como el líder del mundo y garante del orden liberal internacional, sino como el líder del mundo libre y garante de que sean democracias como la suya quienes condicionen la globalización para favorecer a sus clases medias.

Biden ha prometido organizar “una Cumbre mundial por la democracia para renovar el espíritu y el propósito compartido de las naciones del Mundo Libre”. Durante el primer año de mandato, advierte en la web de su campaña, el presidente “unirá a las democracias del mundo para fortalecer nuestras instituciones democráticas, enfrentar honestamente el desafío de las naciones que están retrocediendo y forjar una agenda común para abordar las amenazas a nuestros valores comunes”.

 

Restringir la globalización

Para muchos de los asesores de Biden, la regulación de la globalización es inadecuada y las administraciones de Barack Obama fueron, en algunos sentidos, una oportunidad perdida. Según ellos, no se hizo lo suficiente para regular las transacciones financieras internacionales, ni los llamados paraísos fiscales, ni tampoco el peligroso avance del cambio climático. De esta forma, Estados Unidos no moldeó el orden liberal internacional de acuerdo a sus verdaderos intereses a largo plazo cuando China todavía no era tan poderosa y la Unión Europea se hallaba sumida en la crisis del euro.

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Bandera estadounidense en el atardecer. Gary Hershorn/Getty Images

Es verdad que, para entonces, la inercia de EE UU ya era la de una potencia en declive.  La crisis geopolítica que desató la guerra en Irak y Afganistán y los graves abusos de los derechos humanos en Guantánamo habían erosionado su prestigio como faro de libertad. Las relaciones de Washington y sus aliados eran tensas. Poco después, la crisis económica mundial de 2008 puso en evidencia las limitaciones del éxito económico estadounidense. Ya no parecía el país de las oportunidades.

En tiempos de Obama, el efecto combinado de las trincheras de Oriente Medio y la debacle financiera desangraba el Tesoro. Mientras tanto, la polarización volvía imposible hasta una revisión en profundidad del sistema sanitario que pudieran aprobar los dos partidos, y eso que los demócratas negociaron y aceptaron las enmiendas de los republicanos. La parálisis parlamentaria, el fruto envenenado de la polarización social, se convirtió en la norma… y las cámaras o no sacaban adelante leyes importantes o lo hacían con muchísimo retraso y bajo la presión de las órdenes ejecutivas del presidente.

Los asesores de la administración Biden saben que, si ganan, lo tendrán todavía más difícil y que no disponen de las armas que podría haber utilizado Obama hace 10 años para regular la globalización. Ni el entusiasmo que generen en el resto el mundo será parecido al de la inauguración de Obama, ni los demócratas están tan unidos en torno a su líder (lo que dificultará los acuerdos en las cámaras legislativas), ni los votantes van a ser igual de pacientes. ¿Cuánto tardarán los socialistas de Sanders o los republicanos de toda la vida en decepcionarse con Biden y Harris?

Los estadounidenses tampoco pueden contar, como ya dijimos, con que el sillón de mando se encuentre donde lo dejaron hace años. China y la UE han aprendido a vivir o en contra o al margen de EE UU durante el reinado de Trump. Tan solo la mitad de los estadounidenses cree que su país sea la primera economía del planeta.

Y por si todo esto fuera poco, Biden y Harris deberán enfrentarse a un Tribunal Supremo que no había contado con una mayoría conservadora tan aplastante desde los años 50 y a unos grupos de presión que saben aprovechar la polarización para evitar la aprobación de leyes que pueden hacerles perder miles de millones. Porque así es como van a ver miles de ciudadanos y empresas estadounidenses el asedio de los paraísos fiscales, las limitaciones a la deslocalización, una estocada (más) para el sector petroquímico y los tradicionales gigantes de la automoción y el fuerte aumento de la presión tributaria para financiar grandes políticas industriales o una versión del Pacto verde europeo.