Eh, líderes del mundo: saber lo satisfechos que están sus ciudadanos no les va a ayudar a gobernar sus países.

 

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Los políticos se han aficionado a las encuestas sobre la felicidad como si fueran niños ante un paquete de caramelos. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, sugirió hace poco que a los indicadores económicos tradicionales se añadiera un criterio para medir la felicidad. Charles Seaford, de la británica New Economics Foundation, destaca que las autoridades de Australia, Reino Unido, China, Ecuador, Alemania, Italia, España y Estados Unidos se han unido a Francia y han decidido empezar a utilizar criterios para medir la calidad subjetiva de vida. En Reino Unido, la Encuesta Integrada del Censo de la Oficina Nacional de Estadística incluye ya preguntas sobre lo satisfecha que está la gente con su vida; el asesor del Partido Laborista Richard Layard ha pedido que las encuestas sobre el bienestar subjetivo sustituyan por completo al PIB como medida del progreso de un país.

Sin duda, los valores que miden las encuestas sobre la felicidad son importantes, y los resultados sobre “lo que hace feliz” a una persona concuerdan en unos países y otros. Quienes dicen que están satisfechos sonríen por encima de la media; duermen mejor y dan una imagen más feliz a amigos, familiares y psicólogos. También viven más y están más sanas. Y las respuestas indican lo importantes que son para la felicidad factores como tardar poco en ir al trabajo y tener vacaciones largas, dos cosas que todos estamos dispuestos a apoyar. Pero, por muy maravilloso que pueda ser calcular los costes y los beneficios de las actuaciones del Gobierno  en gigasonrisas por minuto, el uso de criterios de felicidad como base para tomar decisiones políticas plantea problemas reales.

Pensemos en la consabida relación entre felicidad e ingresos. Sabemos, con bastante seguridad, que las recesiones hacen desgraciada a la gente y el desempleo, todavía más, y que un periodo de crecimiento excepcionalmente rápido en un país puede hacer que aumente, de forma temporal, el bienestar que declaran sus habitantes. Ahora bien, aunque tener más dinero hace más feliz a las personas a corto plazo, a la larga pueden no seguir siéndolo: la relación entre el crecimiento a largo plazo y la felicidad es objeto de encendidos debates. En un estudio realizado en 2002 por los economistas Ada Ferrer-i-Carbonell y Paul Frijters sobre los cambios en la felicidad de los alemanes a lo largo del tiempo, se preguntaba a los sujetos sobre los cambios en sus ingresos y el grado de satisfacción que tenían respecto a su vida, en una escala del 0 al 10. Los resultados indicaron que haría falta un aumento del 800.000% en la renta para aumentar la satisfacción del alemán medio en un punto dentro de esa escala de 10. (De hecho, las personas felices ganan más gracias a su buen humo). De modo que quizás a los Gobiernos les convendría fomentar la felicidad para mejorar el rendimiento económico, en lugar de lo contrario).

Una conclusión de esas respuestas podría ser que el crecimiento del PIB a largo plazo, en realidad, no importa, y que deberíamos centrar nuestra atención en otras cosas. Pero entonces también merece la pena preguntar por qué hay tan pocas personas que pidan una rebaja salarial a sus jefes o se nieguen a aceptar el dinero que han ganado en la lotería. Tal vez hay otras cosas en la vida que nos importan más que refinar nuestra respuesta a un encuestador sobre lo felices que somos. Quizá valoramos el prestigio o las experiencias que puede aportar el dinero, pero esas cosas luego no nos empujan a declarar que estamos encantados en una encuesta. Y lo mismo ocurre con los hijos: el análisis de la relación entre los niños y la satisfacción vital indica que las personas con hijos son menos felices que las que no los tienen, pero eso no significa que a los padres no les importen sus hijos.

La verdad es que, a corto plazo, los promedios en las encuestas sobre felicidad varían como consecuencia de todo tipo de pequeños problemas y placeres cotidianos, más que por motivos sobre los que nos interese llamar la atención de las autoridades. El economista de la Universidad de Princeton Angus Deaton ha examinado las encuestas diarias sobre bienestar subjetivo llevadas a cabo en Estados Unidos durante la crisis financiera y opina que, aunque tenían en cuenta el comportamiento de la Bolsa, las puntuaciones estaban mucho más “influidas por la llegada del día de san Valentín que… por el hecho de que el paro se hubiera duplicado”. Y concluye: “En un mundo de pan y circo”, el seguimiento de los cambios en las encuestas sobre felicidad “recoge los circos pero se olvida del pan”.

Otra dificultad más de utilizar la felicidad para orientar las decisiones políticas es el hecho de que se trata de un sentimiento que está más relacionado con la naturaleza intrínsecamente social de los seres humanos que con el tipo de absolutos en los que repercuten las políticas oficiales. La investigadora de la felicidad Carol Graham, de la Brookings Institution, informa de que el desempleo influye en la puntuación sobre felicidad, pero influye menos cuando hay otros muchos que también están desempleados. Y estar delgado hace feliz en Estados Unidos, pero triste en Rusia. Ser rico, en términos absolutos, cuenta un poco, pero lo que de verdad importa es ser más rico que los colegas y vecinos. Este tipo de relaciones tan complejas e interdependientes es difícil de manipular desde los gobiernos.

la inmensa capacidad de la gente para ser feliz incluso en circunstancias espantosas hace que acabe tolerando condiciones que no debería

En realidad, la naturaleza de la felicidad puede ser incluso un obstáculo para llevar a cabo políticas sensatas. La felicidad individual subjetiva no cambia mucho a largo plazo. La gente tiene un “nivel predeterminado de felicidad” al que vuelve incluso después de una enfermedad o un duelo, por ejemplo. Y Graham destaca que la inmensa capacidad de la gente para ser feliz incluso en circunstancias espantosas hace que acabe tolerando condiciones que no debería: por ejemplo, índices de mortalidad muy altos a causa de enfermedades fáciles de prevenir o gobernantes cleptocráticos. ¿Cómo, si no, explicar que Nigeria se sitúe por encima de Alemania en cuanto a la felicidad media de sus habitantes, o Colombia por delante de Canadá y EE UU? ¿La conclusión política es que Nigeria está mejor, en los aspectos que realmente importan, que Alemania?

Eso no quiere decir que a los políticos no deba interesarles si sus ciudadanos son felices o no. Pero la vida es complicada, y también lo es lo que hace que sea una buena vida. Dejemos de buscar un único indicador que capte si lo estamos haciendo bien. Y, si los dirigentes siguen queriendo ayudar a mejorar el bienestar subjetivo nacional, sí hay un método que puede sugerirse, al ver los resultados de Deaton. En su informe, dice que, entre los estadounidenses, el mero hecho de pensar en la política les deprime, mucho más que todas las consecuencias de la crisis financiera. Conclusión: tal vez los políticos deberían hablar un poco menos, sobre felicidad y sobre todo lo demás.

 

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