Hombres y mujeres caminan en las calles de Bombay, India. Pal Pillai/AFP/Getty Images

Dos obras que echan por tierra los mitos sobre la supuesta misión civilizadora de Gran Bretaña en India.


Inglorious Empire, What the British did to India

Sashi Tharoor, Hurst, 2017

India Conquered, Britain’s Raj and the Chaos of Empire

John Wilson, Simon and Schuster, 2016


En 2003, el historiador Niall Ferguson produjo una serie documental de televisión para Channel 4 y publicó un libro sobre el Imperio Británico que ofrecía el rostro aceptable de la brutalidad imperial. Su serie recordaba bastante a las imágenes con las que Leni Riefenstahl glorificó la violencia del nazismo de Hitler. Hace 13 años, el gobierno de George W. Bush y sus acólitos de Londres, como el primer ministro, Tony Blair, los dirigentes conservadores y el periódico The Daily Mail, habían justificado la invasión de Irak en nombre de un nuevo colonialismo benévolo, decidido a llevar la civilización a los nativos.

Ferguson intentó convencernos de que el colonialismo era bueno, con sus héroes intrépidos en lugares de fábula. Pero el esplendor de las residencias reales indias como el Palacio del Lago en Udaipur (Rajastán) o el palacio de los antiguos reyes de Travancore en Padmanabhapuram (Kerala) desmiente las afirmaciones colonialistas. Todos esos edificios son prueba de un refinamiento igual e incluso superior al de Europa ya en la época en la que Vasco de Gama llegó por primera vez a Kozhikode y Cochín, en 1524, y más adelante, cuando los europeos iniciaron su comercio con Bombay, en el siglo XVII. Se dice que la fortuna total del emperador Aurangzeb (1618-1707) era una suma equivalente a 450 millones de dólares, más de 10 veces la de su contemporáneo Luis XIV.

Si hay un libro que presente argumentos convincentes para derribar varios mitos tradicionales sobre la supuesta misión civilizadora de Gran Bretaña en India es Inglorious Empire, de Sashi Tharoor. Su crítica es frontal y mordaz, porque el autor utiliza el sarcasmo y la lógica como un cuchillo afilado. La historia de codicia y racismo, de cómo la East India Company saqueó y destruyó la economía del país asiático y de cómo humillaba sin cesar a los empleados indios, que estaban supeditados a los británicos solo por el color de la piel, no forma parte de la historia que se enseña hoy en los colegios del Reino Unido.

India, que, antes de que llegaran los británicos, estaba gobernada en las regiones del centro y el norte por musulmanes y en las del sur por hindúes, y era una sociedad próspera con una estructura política compleja, en la que había más debate y participación en los asuntos de la comunidad de lo que pensaban los conquistadores europeos y que exportaba productos manufacturados de gran calidad —tejidos, barcos y un acero de una calidad impensable para los europeos—, todo ello con unos métodos de transacción y de pago que no tenían nada que envidiar a Europa.

Gran Bretaña, y antes Portugal y Francia, tenían interés en el comercio con Asia porque querían ganar dinero con unas sociedades ricas, no porque quisieran invertir ni civilizar. “Para la mayoría de los imperialistas, India no era una cruzada, sino una carrera. El objetivo no era transformar el país, sino ganar dinero”. El argumento del autor se resume en unas cuantas estadísticas: cuando se creó la East India Company, en 1600, Gran Bretaña representaba el 1,8% del PIB mundial, e India, el 23%. En 1750, India y China, juntas, representaban las tres cuartas partes de la producción industrial global. En 1847, en el momento de la independencia, India tenía el 3% del PIB mundial y el Reino Unido, el 10%.

A finales del siglo XVIII, la brutalidad de los británicos en India era bien sabida en Londres. En 1778, cuando Edmund Burke, el aclamado filósofo y estadista, convenció a la Cámara de los Comunes de que sentara en el banquillo a Warren Hastings, antiguo gobernador general de Bengala, dijo que era “un capitán general de la maldad” que nunca cenaba sin “crear una hambruna” y parecía “un buitre hambriento que devoraba los cuerpos de los muertos”. Es significativo que durante el Raj se produjeran varias hambrunas que mataron a millones de personas, y que continuaron incluso hasta la Segunda Guerra Mundial. Y es significativo también que Burke opinara que el poder de la East India Company había creado una de las especies más degeneradas que había visto jamás el mundo. ¿Quién se acuerda de que el héroe británico por excelencia, Winston Churchill, sugirió que a Mahatma Gandhi “lo aten de pies y manos en las puertas de Delhi, que el virrey se siente sobre un elefante gigantesco y lo aplaste sobre la tierra”?

Este relato feroz tiene un buen complemento en un segundo libro. El autor de India Conquered es Jon Wilson, profesor de Historia del sur de Asia en la época moderna en el King’s College de Londres. Su tono es más moderado, pero disfruta sin piedad cuando deshace las infinitas mentiras del presunto intento británico de civilizar un subcontinente que, cuando los europeos llegaron a Kerala, a finales del siglo XV, era probablemente más civilizado que cualquier rincón de Europa. A mediados del XVIII, India tenía aún un nivel de vida similar al de Gran Bretaña; hoy, su nivel de rentas es la décima parte del británico.

Wilson explica con detalle cómo el dominio británico empobreció India. El Raj exhibía con orgullo una fachada de pompa y esplendor pero sus dueños y señores oscilaban entre una parálisis paranoica y momentos ocasionales de extrema violencia. El poder del imperio era precario, y la falta de afecto entre gobernantes y gobernados —otros lo llamarían racismo— persistió hasta el final. Este libro nos cuenta con detalle la historia de cómo las instituciones creadas por el Imperio, desde los tribunales hasta las líneas ferroviarias, estuvieron siempre pensadas para proteger el poder británico y no para conectar con la gente: las infraestructuras y las obras públicas no respondían a un intento meditado de mejorar la sociedad india, sino que solían construirse como reacción atemorizada ante una crisis. A finales del XIX, el caos creado por Gran Bretaña en India contribuyó a que fuera uno de los países más hambrientos del mundo, porque el objeto fundamental de los esfuerzos para mitigar la escasez de alimentos era proteger a las autoridades y contener el gasto todo lo posible. Siempre que se recaudaran los impuestos, a los gobernantes les importaba poco cómo se hiciera.

El director de una revista de Calcuta, Indian World, escribía en 1906: “Cuando los ingleses llegaron a India, este país era el líder de la civilización asiática y el foco indiscutible del continente. Japón no contaba nada. Ahora, 50 años después, Japón ha revolucionado la historia con ayuda de las técnicas modernas de progreso, e India, tras 150 años de gobierno inglés, está aún condenada a vivir tutelada”. Los británicos y occidentales aún guardan en la memoria las fotos del rey Jorge V, cubierto de diamantes y presidiendo la inmensa durbar (corte) mientras se construía una gigantesca ciudad nueva, Delhi, con un Palacio del Virrey de 340 habitaciones que dejaba pequeño incluso Versalles. Cuando los funcionarios británicos se refieren a las negociaciones para firmar nuevos tratados comerciales con los países de la Commonwealth después del Brexit con el apelativo de Imperio 2, muestran una ignorancia de la historia y un desprecio por los indios inconcebibles en 2017. Deberían repartirse entre ellos los dos libros aquí reseñados y alguna de las numerosas obras de Burke.

El libro de Tharoor es excelente par conocer la herencia del Imperio. Las autoridades segregaron y marginaron a comunidades enteras, las que calificaban de tribus criminales. Y la vieja ley colonial de sedición sigue en vigor, igual que las leyes que penalizan las relaciones entre personas del mismo sexo. Los británicos emplearon cínicamente la práctica del divide y vencerás para animar a los musulmanes a tener ambiciones políticas distintas de los hindúes, una política cuyas trágicas consecuencias fueron la sangrienta partición del subcontinente y la creación de Pakistán. Estos dos autores son conscientes de la corrupción y el desgobierno existentes entre muchos gobernantes indios antes del Raj, pero ninguno de esos gobernantes, ni musulmanes ni hindúes, exportaron el 8% del PIB de India a un país extranjero durante siglo y medio. Ambos libros alegan de forma convincente que la revolución industrial de Gran Bretaña se llevó a cabo a costa de destruir los prósperos sectores manufactureros indios.

Ni en India ni en Gran Bretaña hay mucha gente que conozca la verdadera historia de la mala gestión del Imperio Británico. Comprender mejor esos dos siglos proporciona una clave fundamental para entender la India actual con sus cambios vertiginosos y su aparición como actor crucial en el escenario mundial. El legado del poder colonial europeo no fue mucho más civilizado en el África subsahariana, Argelia ni Oriente Medio, y sigue siendo un factor importante en el caos sangriento que afecta a todas estas regiones. Muchos líderes políticos occidentales y no pocos expertos y periodistas deberían abandonar la defensa del nuevo imperialismo que se ha vuelto a poner de moda en los últimos años y que, especialmente en Oriente Medio, acabará desembocando en más violencia, de la que no podrá escapar ni siquiera Europa. Lo que tienen que hacer es tomarse la historia en serio.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia