Los dos únicos occidentales que viven en Kandahar por su cuenta han sufrido bombas y emboscadas y por poco son vendidos a secuestradores. Esto es lo que han aprendido sobre Afganistán, el país donde la guerra nunca termina.


 

Durante una décima de segundo, la habitación parece vibrar bajo la presión de la onda expansiva. Los oídos zumban, la cabeza sale lanzada hacia atrás y los músculos se contraen. Tu cerebro se acelera: ¿la explosión había sido fuerte o débil? ¿De dónde venía? Dudas, esperas otro sonido pero no oyes nada. Te pones de pie de un salto, agarrando una cámara de camino a la terraza.

Apenas a media milla de distancia, la nube de escombros asciende hacia el cielo. El aire se llena de ruido de sirenas y la gente sale a la calle, apostándose en puentes peatonales que nunca se usan, estirándose para intentar divisar algo a lo lejos. Una camioneta procedente del lugar de la explosión pasa repleta de cuerpos ensangrentados al tiempo que la polvareda desciende lentamente, perdiendo su forma y cubriendo la ciudad con una nueva capa de polvo y de arena.

Esto es Kandahar y ya nadie se sorprende. En siete ocasiones, durante el año pasado, las ondas expansivas de grandes coches bomba han desgarrado la ciudad, destrozando ventanas y desatando similares nubes de escombros. Hace unas semanas, una bomba dirigida a un convoy de policía abrió un inmenso cráter en la calle justo junto a nuestra puerta. No mucho después de aquello, la explosión de un coche devastó el centro de Kandahar y causó la muerte de más de cuarenta personas e hirió a docenas. Fue 20 minutos después de la llamada a la oración, cuando todo el mundo se estaba sentando para romper el Ramadán. El estallido destrozó nuestras ventanas, desprendiendo yeso del techo y haciendo volar los pedazos de cristales por la habitación. Después, un tiroteo. Una vez que el polvo se asentó pudieron verse el lugar de la explosión –a sólo tres manzanas de nuestra casa– y llamaradas que subían hacia el negro cielo.

Esta es nuestra vida y, como únicos occidentales que viven de forma permanente en Kandahar sin muros antibomba ni restricciones de seguridad contra intrusos que nos protejan, hemos pasado una mezcla de aislamiento, aburrimiento, descubrimientos potentes y pura depresión por lo que está ocurriendo. En nuestros 18 meses aquí, hemos presenciado muy de cerca las desastrosas consecuencias de un conflicto en el que ningún bando tiene las manos limpias. Hemos pasado innumerables horas hablando con gente de todo tipo en Kandahar, desde muyahidines que lucharon contra los soviéticos en los 80 hasta guerrilleros que combatieron con los talibanes en los 90 y afganos que pelean contra el Gobierno de Kabul y las fuerzas extranjeras hoy. Y hemos aprendido que Kandahar desafía toda categorización. Hacen falta mayores conocimientos para que podamos apreciar cuántos errores y cómo se han cometido desde el lado de los países occidentales en el transcurso de la guerra aquí, por no hablar de empezar a avistar el futuro.

Nuestro Kandahar tiene muchas caras, aunque no todas marcadas por el conflicto. La vida aquí también incluye nadar en el cercano río Arghandab, disfrutar del sabor acaramelado del sheer yakh (helado afgano) y sentarse en el huerto de granados de un amigo. Incluye escuchar relatos de los últimos treinta años narrados por quienes influyeron en el curso de la historia y observar la danza tradicional atan en las bodas.

Con todo, en la actualidad la violencia impregna la mayoría de los aspectos de la vida en Kandahar, y la ciudad se ha habituado a las bombas. En el caso de los pequeños ataques, la normalidad vuelve en menos de una hora; la gente absorbe la violencia como una esponja. Después de la reciente explosión que voló nuestras ventanas, uno de nuestros amigos afganos se volvió y nos dijo: “Hay muchos que emigraron a Occidente que dicen que echan de menos Afganistán”. Estalló en una carcajada: “Esto es lo que echan de menos”.

En nuestro primer viaje a Kandahar juntos, en 2004, un amigo nos llevó a conocer a Akhtar Mohammad. Algo más alto que el resto, la barba desaliñada, turbante y unos surcos negros alrededor de los ojos, Mohammad estaba a cargo de un pequeño puesto de policía en uno de los distritos más inseguros de la ciudad. Mientras tomábamos un té, ofreció 50.000 dólares (unos 34.000 euros) a nuestro amigo por nosotros dos. Esto ocurrió hace más de cinco años. Hoy, podría pagar cuatro veces más y sacar aún rentabilidad a su inversión cuando cobrara el rescate.

En los años siguientes, realizamos muchos viajes por Afganistán, pero Kandahar se había convertido en el lugar que más nos interesaba: una sociedad aparentemente aislada y primitiva que intenta asumir la presencia militar extranjera y lo que perciben como corrupciones de una cultura globalizada.

Así que, en la primavera de 2008, nos instalamos de forma permanente aquí. Mirando hacia atrás, cuando nos mudamos a Kandahar fue cuando llegamos de verdad a Afganistán. Lejos del aislamiento y la distancia de la burbuja de Kabul, donde los expatriados tienden a congregarse en complejos fuertemente protegidos, empezamos a vivir entre amigos, investigando por nuestra cuenta y editando las memorias del mulá Abdul Salam Zaeef, el antiguo embajador talibán en Pakistán.

Hay un sentido de atemporalidad en todo lo que rodea a Kandahar, no sólo en su apariencia y en las sensaciones que provoca sino también en su importancia. La ciudad atraviesa la ruta comercial que comunica el sur de Afganistán con Pakistán e Irán, y es considerada el corazón del territorio de los millones de afganos de la etnia pastún. El Estado afgano se fundó aquí a mediados del siglo xviii, y los líderes del país proceden siempre del sur. En los 70, Kandahar era conocido como un oasis de paz en el que paraban los hippies de camino a Kabul, y muchos vecinos aún recuerdan las fiestas con música que celebraban en pueblos cercanos, donde afganos, europeos y americanos se reunían durante varios días seguidos.

Durante los 80, con la guerra contra los soviéticos, los afganos del sur padecieron algunas de las peores refriegas, y fue en los grupos de la resistencia de Kandahar donde se plantó la semilla de los talibanes. Aunque se convirtió en los 90 en la capital de facto del país, aún era un aislado villorrio, muy alejado de lo que sucedía a su alrededor. Eso cambió cuando EE UU expulsó a los talibanes hace ocho años y, desde entonces, Kandahar ha crecido hasta ser una bulliciosa ciudad de casi un millón de habitantes.





























           
En Kandahar, los talibanes son algo normal, no necesariamente queridos, pero siempre presentes
           

Siendo extranjeros, nuestra única opción es vivir en el centro, que es relativamente seguro, dejando de lado las bombas, los asesinatos y los ocasionales ataques con misiles. Aun así, compartir un apartamento con amigos afganos y vivir entre los vecinos de la ciudad –no conocemos a ningún otro extranjero allí– es lo que nos proporciona un cierto grado de seguridad. Pasamos mucho tiempo hablando con los ancianos pastunes, y eso también nos da un cierto grado de protección. No pagamos a nadie para proteger nuestras vidas.

La primera vez que vinimos a Kandahar, el lado oscuro y violento de la ciudad se encontraba en general fuera de nuestra vista. Ahora, la violencia es tan común que es algo menos chocante por su frecuencia.

Las secuelas de la guerra en el sur –es una guerra de verdad– nunca están lejos. Pocas veces nos aventuramos a salir de la ciudad porque ir a la mayoría de los barrios que la rodean encierra la posibilidad real de no volver jamás. La mayoría de la gente ha sufrido alguna tragedia: la niña que trabajaba como limpiadora en nuestro edificio perdió a su padre y a su hermana en un atentado con dispositivos explosivos improvisados (IED) contra las fuerzas canadienses de la ciudad; el hermano de nuestro asistente fue secuestrado hace más de un año; el padre de otro joven amigo murió en un ataque con bomba en una mezquita de Lashkar Gah el año pasado, y la lista sigue y sigue.

Las consecuencias sociales del bombardeo constante –literal y figurado– son lacerantes. Al despedirse de un acompañante, la frase habitual es: “Nos vemos pronto, si seguimos vivos”. La asunción de que puedes morir en cualquier momento es uno de los estados de ánimo más extendidos y perturbadores. Implica que no puedes pensar más que a dos días vista. Sacar el mayor provecho en el menor tiempo posible es la actitud más normal ante la mayoría de las cosas. Con esta forma de pensar, es imposible trabajar, no hablemos de construir ningún tipo de consenso político.

Este tipo de amenaza significa que es mejor no planificar la mayoría de las actividades. Y lo mismo pasa con las excursiones prolongadas fuera de la ciudad. El riesgo de encontrarse con bandas de secuestradores –muchos de los cuales trabajan en colaboración con la policía o con alguno de sus miembros– es muy real, y pasear por la ciudad dos o tres veces seguidas casi con total seguridad estimularía esa posibilidad. Por esa razón compramos, con muchas dudas y gran pesar, una cinta de correr y un banco para hacer pesas. Por sólo 1.000 dólares, seleccionamos un nuevo modelo japonés de gama media de entre las veintitantas máquinas expuestas en una tienda de deportes. De vez en cuando, pasábamos cinco días sin que ninguno de nosotros pudiera salir de casa. Una cinta de correr es una sugerencia extraña, pero Kandahar nos ha obligado a apreciar el valor de una carrera hacia ninguna parte.

Los autores: Kuehn a la izquierda, Linschoten a la derecha.

Todo en Kandahar es un toma y daca. Hagas lo que hagas, vayas donde vayas, siempre tendrás que renunciar a algo para poder hacerlo. Cambias tu seguridad por una buena oportunidad de investigar de primera mano, o varios días de reclusión segura en casa por la frustración y el desasosiego que te provocan. Siempre pierdes algo de valor. No podíamos seguir viviendo en la ciudad sin llevar aprendida esa lección. Durante algún tiempo, hemos considerado viajar a uno de los distritos occidentales de la provincia de Kandahar, tal vez el lugar más peligroso del país, para descubrir con exactitud lo que está pasando allí entre las tropas estadounidenses y los combatientes talibanes. La contrapartida: puede que nos capturen, que nos decapiten o algo peor.

Como los líderes políticos occidentales están empezando a captar ahora, el gran Kandahar es y siempre ha sido el campo de batalla clave para el futuro de Afganistán. La comunidad internacional prestó poca atención al sur durante los primeros seis años que siguieron a la caída del régimen talibán, y ese descuido se está recompensando con la venganza.

Antes de mudarnos a Kandahar, a principios de 2008, tomábamos con asiduidad la carretera de circunvalación, la principal vía de comunicación que rodea el perímetro afgano, cuando viajábamos a Kabul y cuando regresábamos de allí. Amigos que estaban en la capital, trabajando tras los muros de hormigón antibombas, nos mostraban a menudo sus informes de seguridad que indicaban que coger la carretera de circunvalación equivalía a una muerte segura. En dos ocasiones, combatientes armados nos pararon camino del sur en un control de carretera improvisado. Por suerte, los años de árabe en la Universidad fueron suficientes para convencerles de que un investigador europeo era un médico sirio de regreso de una cura de reposo en el sur.

En otra ocasión fuimos de picnic con unos amigos en coche hasta el desierto al sur de la ciudad de Kandahar. Se corrió la voz de que unos músicos habían venido a tocar en el santuario de un santo local. Nos sentamos cerca del jefe de uno de los departamentos del Gobierno de Kandahar, que recibió una llamada de un control policial del norte.

“Tengo a ocho talibanes armados en un coche que dicen que quieren ir al santuario. ¿Qué hacemos con ellos?”, preguntó el policía.

“¡Que vengan!”, respondió el funcionario del Gobierno. “Probablemente sólo vienen a disfrutar de la música. ¿Quiénes somos nosotros para impedírselo?”. Así que vinieron. Y ninguno de los allí sentados parecía en absoluto preocupado.

En Kandahar, los talibanes son algo normal, no necesariamente queridos, pero presentes de todos modos. El tradicional empleo pastún de una saludable dosis de pragmatismo hace que un funcionario gubernamental pueda gozar de la música con un talibán, incluso cuando los dos saben perfectamente quién es el otro. Estas líneas son confusas y la dinámica cambia según donde vayas en Kandahar. El Gobierno está supuestamente combatiendo contra “los talibanes”, esa fuerza amorfa que todo el mundo tiene problemas para definir, pero con la cual, al parecer, hay muchas posibilidades de sentarse a hacer negocios de forma individual. En efecto, gobernadores anteriores de Kandahar llamaban y parlamentaban con regularidad con el gobernador en la sombra de sus ostensibles enemigos talibanes. Más de una vez, nos hemos sentado a cenar con afganos que han estado combatiendo a los estadounidenses o a los canadienses en distritos cercanos esa misma mañana. Los talibanes son un variado grupo de personajes, y la mayoría de los afganos tiene algún vínculo con ellos. Cada día se une a los combatientes un gran número de hombres jóvenes sin trabajo y sin educación, predominantes en la población rural, y los comandantes son, a menudo, las mismas figuras que lucharon contra los soviéticos en los 80. Algunos se unen a los talibanes porque carecen de una ocupación mejor o de otra perspectiva de futuro en sus vidas; otros, por venganza, por nacionalismo religioso o por el sencillo deseo de que los dejen en paz. Pero sea cual sea su motivación, sus razones deben ser escuchadas.

Y si hay algo en lo que invertimos mucho tiempo en Kandahar es participando en reuniones tribales pastunes, escuchando. Cuando llegamos a la ciudad, hablando sólo tres palabras de pastún, nos asombrábamos con facilidad de los largos discursos que pronunciaban los ancianos, que duraban a veces casi una hora. Estos pastunes mayores con barbas blancas ofrecen una mezcla de respeto y firmeza de opiniones. Todo el mundo debe tener la posibilidad de hablar, incluso, de vez en cuando, los dos extranjeros sentados en la sala. Las decisiones se toman atendiendo a una compleja red de prioridades superpuestas, la más importante de ellas, sobrevivir hasta el día siguiente, seguida de las lealtades tribales, la afiliación profesional y la religión. Estas reuniones ofrecen un escaparate importante para comprobar cómo se aproximan los pastunes al conflicto en general, cómo lo resuelven y cómo la guerra afecta a sus vidas diarias. Y aunque en muchos aspectos aún sentimos que estamos en un curso acelerado de cultura pastún, han surgido algunas conclusiones importantes. Tal vez una de las más notables es que hemos visto que el sistema tribal pastún, aunque dañado por los años de guerra y de interferencia extranjera, vuelve a ser el principal espacio en el que se solventan las diferencias entre los locales y otros, ya sean éstos los talibanes o el Gobierno. El honor es la piedra de toque del pashtunwali, el famoso código tribal por el que se rigen los comportamientos de los pastunes, desde las disputas por tierras hasta las venganzas, pero también lo es, al parecer, la supervivencia.

Un taxi improvisado entra en las afueras de Kandahar.

También hemos aprendido que los talibanes trascienden la cultura pastún, aunque proceden del corazón de ésta. Su ideología y sus fines no están formados por su identidad tribal o étnica. Y hemos trabajado mucho para empezar a comprender cómo los talibanes han conformado la historia reciente de Kandahar, entrevistando a docenas de afganos que han desempeñado papeles fundamentales en los conflictos de los últimos treinta años, y trabajando con el mulá Zaeef en la edición y la explicación de la historia de su vida. Sin duda, la vida del mulá Zaeef ofrece muchos ejemplos de las duras consecuencias de décadas de guerra. A los 15 años, se unió a la yihad, abandonando a su familia y el campo de refugiados de Pakistán. Aunque no era más que un niño, luchó con quienes más tarde serían los fundadores del movimiento talibán. Su vida, desde antes de nacer, ha estado marcada por las líneas del conflicto y la pérdida, la traición y el sacrificio. Hoy, no puede vivir en Kandahar debido a las amenazas procedentes de todos los bandos, y pasa gran parte de su tiempo en Kabul explicando y defendiendo la postura talibán.

Cuando nuestros amigos franceses vienen a Kandahar a pasar unos días para preparar algún reportaje, muchos se hacen la misma pregunta: “Después de todas las bombas, afrontando tanto riesgo personal, ¿por qué demonios seguís en Kandahar?”.

Este lugar fascina y frustra a partes iguales, pero a menudo nos sentimos como si presenciáramos el devenir de la historia. Aquí está la brecha, y las tierras pastunes tienen un papel ingente que desempeñar en el mundo moderno. Cómo sobrevivirá la OTAN –o, para el caso, el presidente estadounidense, Barack Obama– a este encuentro con el sur de Afganistán? Si la comunidad internacional fracasa, ¿qué implicará para las potenciales intervenciones futuras y la construcción de naciones?

La forma en la que se desarrolla este drama ante nosotros es cautivadora y adictiva, pero cada vez es más difícil permanecer aquí. Aunque no nos ha pasado nada hasta ahora, con los secuestros y los asesinatos en las carreteras a plena luz del día, con un número creciente de ataques con IED y de atentados suicidas dentro de la ciudad, y con los talibanes luchando abiertamente en las calles de las afueras, en ocasiones nos asalta una grave paranoia. En esos momentos, todo nos parece una amenaza a nuestro alrededor.

No importa cómo vayan las cosas en la ciudad, al final la guerra se está perdiendo –y se perderá– en los pueblos, sobre todo en los de las cuatro provincias rurales que forman Loy (o Gran Kandahar). Los intentos de proteger al pueblo a lo largo de cinturones de seguridad en las ciudades son, tal vez, nobles por su intención, pero no detendrán el conflicto. La seguridad real –ya sea detrás de muros contra explosiones en Kabul, dentro de vehículos blindados o bajo los chalecos Kevlar– sigue siendo una ilusión. En Kandahar, la regla es que todo está bien hasta que deja de estarlo.

Nosotros tenemos pasaportes europeos, la tarjeta que en último extremo te saca de la cárcel, pero la gente que vive aquí no tiene esa magia a su disposición. Mientras los secuestros de periodistas occidentales, los ataques a convoyes militares y las amenazas contra los cooperantes llenan los titulares internacionales, los afganos están atrapados en una situación de la que no pueden escapar, sufriendo mucho más, sólo que nadie les hace caso.

Kandahar es una dura escuela, a menudo implacable. La mayoría de las veces, las preguntas sobre el sur de Afganistán no tienen respuesta, y los problemas rara vez tienen soluciones sencillas de 10 pasos. El tiempo es el principal enemigo, tanto para los extranjeros como para los afganos. Y sobre el terreno, cada día que pasa se hace más difícil imaginar que la marea baje pronto. Si Afganistán es la tumba de los imperios, Kandahar es el sepulturero.