Chief of Station, Congo: Fighting

the Cold War in a Hot Zone (Jefe de

Estación, Congo)
Lawrence Devlin
269 págs., Public Affairs, Nueva
York, EE UU, 2007 (en inglés)

Cinco mil dólares. Ésa fue

la cantidad que le costó a

la CIA el primer golpe de
Estado de Mobutu, que derrocó en
septiembre de 1960 a Patrice Lumumba
y torció para siempre el destino
de Congo (después Zaire y ahora
República Democrática del Congo) y,
probablemente, de todo el África subsahariana.
Con el paso de los años y
a medida que se cerraba la posibilidad
de que surgiese otra Cuba en el
corazón del continente, crecieron la
generosidad de EE UU y el precio de
Mobutu, cuyo nombre y régimen
quedarían eternamente asociados al
término “cleptocracia”: Congo fue
salvado de las garras soviéticas al
tiempo que la fortuna personal de
Mobutu, fruto del saqueo inmisericorde
de las riquezas naturales del
país, se calculaba a su muerte, en
1997, en 5.000 millones de dólares
unos 3.000 millones de euros).

El primer responsable, con nombres
y apellidos, de la derrota de la
URSS en el fenomenal campo de
maniobras en que las dos superpotencias
convirtieron África durante la
guerra fría fue Larry Devlin, jefe de
estación de la CIA en Leopoldville
actual Kinshasa), en los primeros
años de la independencia de Congo.
También fue quien se inventó al coronel coronel
Mobutu como alternativa política
entre los antiguos colonialistas
belgas y la influencia comunista. Sus
memorias, referidas a los años 1960-
1967, resultan fascinantes tanto por
su aventura personal como política.
Una peripecia en la que Devlin simultaneó
los papeles de espía, cónsul,
consejero político, marido, padre de
familia y hombre de acción. Las
memorias, justificativas como la
mayoría, dejan claro que su determinación
en cumplir con su misión
–impedir a toda costa que Moscú
pusiera un pie en Congo– era pareja
a su falta de escrúpulos.

Devlin llegó a Leopoldville el 10
de julio de 1960, diez días después de
la independencia del país. Su particular
viaje al caos, en dirección contraria
a la de los miles de blancos europeos
que trataban de huir, la ilustra
con el terrorífico recibimiento que le
dan las tropas amotinadas del Ejército
congoleño. Durante unas horas, soldados
borrachos juegan con él a la llamada
“ruleta congoleña”, una ruleta
rusa que se repite una y otra vez sin
que la víctima sepa que el tambor del
revólver no tiene balas.


El libro explica la complejidad de Afganistán, y sobre todo, la vida de dos mujeres, esclavas de una sociedad machista, malogradas por padres, maridos y hermanos


Devlin llega tarde a Congo como,
en su opinión, lo hace el propio
EE UU a la independencia de los países
africanos. Hasta finales de los 50, Washington había evitado implicarse
en África, confiado en que las
potencias europeas bloquearan el
expansionismo de la URSS en sus
colonias. De pronto, todo eso cambió
y EE UU vio que los soviéticos se
les adelantaban. El libro revela cómo
la obsesión por el esquema de la guerra
fría impidió a la Administración
Eisenhower comprender las necesidades
y realidades de los nuevos Estados
africanos o las motivaciones de
los no alineados. Esa ineptitud es
más chocante en el caso de Devlin,
formado en el departamento de Relaciones
Internacionales de Harvard
tras combatir en la Segunda Guerra
Mundial, procedente de una familia
devota de Franklin Roosevelt y admirador
del célebre periodista Edward
Murrow, a quien considera su
“héroe” por sus crónicas sobre el
peligro nazi, pero sobre todo por su
lucha contra la caza de brujas del
senador McCarthy. Devlin justifica
una y otra vez su papel de peón avanzado
del “imperio del bien”. Cómo
él dice, “mi generación había visto a
Hitler en acción. Teníamos que
derrotar a la nueva amenaza”.
Había mucho en juego. Congo
hace frontera con nueve países y el
mensaje de Lumumba podía inflamar
todo el continente. Además, ni EE UU ni la OTAN podían permitir
que la pérdida del gigante africano
diera a la URSS casi el monopolio
mundial de la producción de cobalto
y otros minerales, imprescindibles
para los misiles y sistemas de
armas aliados. La determinación de
Devlin, unida al tobogán de acontecimientos
en las anárquicas primeras
semanas de la independencia de
Congo, le obligó a improvisar soluciones
y sortear peligros. El 11 de
julio de 1960 Tshombe declara la
independencia de la región de Katanga,
rica en diamantes; el 17, Lumumba,
primer ministro, rompe relaciones
con Bélgica y amenaza con pedir
ayuda a la URSS; el 26 de agosto, el
entonces director de la CIA, Allan
Dulles, ordena expulsar del poder a
Lumumba. El 14 de septiembre se
produce el primer golpe de Mobutu
y el 19 llega a la embajada de EE UU
en Leopoldville el telegrama conocido
como “Joe from Paris”, con
una orden de Washington: eliminar
a Lumumba. El asesinato de un líder
nacionalista elegido en las urnas,
que llevarían a cabo mercenarios
belgas, perseguiría de por vida a
Devlin, agente necesario del crimen.

La fecha de la muerte de Lumumba,
el 17 de enero de 1961,
pocos días antes de la toma de posesión
del presidente Kennedy, desataría
durante décadas especulaciones
sobre su “oportunidad”: acabar con
él antes de que los jóvenes demócratas
que llegaban a la Casa Blanca
abortasen el plan. Devlin lo niega,
pero sí reconoce su incomodidad
por la atención que empieza a prestar
Washington a los no alineados y
a los nuevos líderes africanos.

La crisis de los misiles cubanos
en octubre de 1962 pondría fin al
interés de Kennedy por Congo. El
éxito definitivo de la misión llegó
con el segundo golpe de Mobutu en
1965. “Sin ser una solución ideal”,
reflexiona Devlin hacia el final del
libro, “Mobutu proporcionó a
EE UU lo que quería”. En efecto, el
dictador gobernó Congo como un
jefe tribal durante la guerra fría. Dejó
tras de sí un reguero de falsas promesas
y esperanzas rotas, por no
hablar de la ruina y el derramamiento
de sangre: en los 90, Zaire se vería
envuelto en la llamada I Guerra
Mundial Africana, en la que murieron
tres millones de personas. Las
memorias de Devlin no son sólo historia;
también advierten del peligro de
sacrificar los valores democráticos
en el altar, antes de la guerra fría,
hoy de la guerra contra el terror, y del
peligroso juego de engendrar títeres
y monstruos políticos.