Superados el colonialismo y la guerra fría, es necesario
refundar el concepto
de Occidente, que no ha de ceñirse a la geografía, sino basarse
en el multilateralismo
y valores compartidos y abrirse a otras zonas como América Latina
.

Hablamos de un nuevo Occidente en contraposición con otro ya caduco.
Este viejo Occidente es antes que nada el colonial, que acabó generando
opresión y explotación en nombre de una supuesta misión
civilizadora. Otra noción superada de Occidente es la de la guerra fría,
ya que una vez desaparecida la Unión Soviética ha perdido todo
el sentido que pudo tener. Finalizada esta etapa de bipolaridad, Estados Unidos
queda como la única verdadera superpotencia —la "hiperpotencia" en el término acuñado por
Hubert Védrine— y viven un momento unipolar. Sin embargo, la tentación
unilateralista acaba siendo descartada años después, ya que produce
efectos contraproducentes. EE UU no puede modelar el orden internacional en
solitario y su poder no se traslada en una mayor capacidad de influencia, sino
todo lo contrario.

Si Washington ha renunciado a la idea de liderar por imposición, Europa
ha descartado también su definición como contrapeso al poder
norteamericano. Estamos por tanto ante la oportunidad de rediseñar las
relaciones transatlánticas e iniciar una nueva etapa de concertación
para lidiar en común con los grandes desafíos de nuestro tiempo:
el terrorismo, la proliferación de armas de destrucción masiva,
la lucha contra la pobreza, la protección del medio ambiente o las pandemias,
entre otros. Pero esta renovación de los vínculos a través
del Atlántico exige una revitalización de los valores que son
la razón de ser de Occidente. Ello requiere antes que nada un análisis
crítico de las luces y las sombras de la herencia occidental para no
olvidar nunca las lecciones del pasado. En efecto, no estamos inmunizados permanentemente
contra errores como el imperialismo, el nazismo y el estalinismo y debemos
por tanto permanecer vigilantes. Al mismo tiempo tenemos que inspirarnos en
esas grandes realizaciones de las que nos sentimos más orgullosos: el
triunfo sobre los totalitarismos en el siglo xx, la reconciliación europea
como base para su integración, la extensión de la democracia
por todo el mundo en las últimas décadas o la creación
de instituciones multilaterales como las nacidas en Bretton Woods y en San
Francisco.

Me detengo en este último aspecto, el del multilateralismo, precisamente
porque ha sido el más cuestionado. Su mayor éxito desde 1945
se ha centrado en el campo comercial al proporcionar, primero con el GATT y
actualmente con la OMC, unas reglas del juego que no sólo han servido
a los países más ricos sino que han permitido a Estados subdesarrollados
como China e India progresar y convertirse en potencias emergentes. En el ámbito
político el balance no es tan favorable, pero Naciones Unidas sigue
siendo el único foro concebible para generar legitimidad internacional,
es decir, para construir un orden global aceptado por todos.

Detrás de todas esas grandes realizaciones a las que me he referido
hay valores que conservan intacta su capacidad para inspirar y movilizar a
las personas y a los países: la libertad, la igualdad, el respeto y
la tolerancia. La creación de un nuevo Occidente pasa sin lugar a dudas
por una revitalización de esos principios y de esos ideales. Y ello
significa, sin ir más lejos, combatir el terrorismo con las armas del
Estado de Derecho, sin buscar atajos que van minando la legitimidad de nuestra
lucha al tiempo que le restan apoyos imprescindibles, tanto en nuestras sociedades
como en las de terceros países. También implica eliminar la existencia
de dos pesos y dos medidas en la aplicación de las resoluciones internacionales
para la solución de conflictos. Mientras no haya un mismo rasero para
todos, habrá pueblos que se sientan excluidos del sistema internacional,
alimentándose así una espiral de odio que envenena la convivencia.

Este nuevo Occidente es, en definitiva, una comunidad de valores que no quiere
permanecer encerrada en las fronteras geográficas de Europa y Norteamérica,
por más que en esas dos áreas se encuentre su núcleo original.
Es un conjunto abierto a todos aquellos países que comparten unos mismos
principios, empezando por las repúblicas latinoamericanas, nacidas bajo
el poderoso influjo de los vientos de libertad que soplaban desde París,
Filadelfia o Cádiz. Hoy día la democracia es una realidad en
la práctica totalidad de los países de la región y, a
pesar de todas las dificultades —muchas de ellas derivadas de la desigualdad
social—, una mayoría de ciudadanos sigue plenamente comprometida
con la defensa y promoción de las libertades.

Soy un convencido de que las voces latinoamericanas se tienen que dejar oír
con más fuerza en el mundo como parte de esa comunidad de valores que
nos vincula poderosamente. Hay además una realidad pujante que actúa
en esa misma dirección: la inmigración latinoamericana en Estados
Unidos, que la convierte ya en la principal minoría, y también
en Europa, donde empieza a contarse por millones.

Hablamos, por tanto, de un nuevo Occidente que se rearma moralmente, que se
abre a nuevas aportaciones, capaz de enriquecerse con otras contribuciones
culturales y con voluntad también de influir en el mundo mediante la
persuasión, en primer lugar con la fuerza del ejemplo. Un nuevo Occidente
revitalizado que no se define contra nadie sino que quiere ser un factor de
creación de legitimidad en las relaciones internacionales y de promoción
de los ideales de libertad e igualdad que constituyen su misma esencia.

Superados el colonialismo y la guerra fría, es necesario
refundar el concepto
de Occidente, que no ha de ceñirse a la geografía, sino basarse
en el multilateralismo
y valores compartidos y abrirse a otras zonas como América Latina
.
Miguel Ángel Moratinos

Hablamos de un nuevo Occidente en contraposición con otro ya caduco.
Este viejo Occidente es antes que nada el colonial, que acabó generando
opresión y explotación en nombre de una supuesta misión
civilizadora. Otra noción superada de Occidente es la de la guerra fría,
ya que una vez desaparecida la Unión Soviética ha perdido todo
el sentido que pudo tener. Finalizada esta etapa de bipolaridad, Estados Unidos
queda como la única verdadera superpotencia —la "hiperpotencia" en el término acuñado por
Hubert Védrine— y viven un momento unipolar. Sin embargo, la tentación
unilateralista acaba siendo descartada años después, ya que produce
efectos contraproducentes. EE UU no puede modelar el orden internacional en
solitario y su poder no se traslada en una mayor capacidad de influencia, sino
todo lo contrario.

Si Washington ha renunciado a la idea de liderar por imposición, Europa
ha descartado también su definición como contrapeso al poder
norteamericano. Estamos por tanto ante la oportunidad de rediseñar las
relaciones transatlánticas e iniciar una nueva etapa de concertación
para lidiar en común con los grandes desafíos de nuestro tiempo:
el terrorismo, la proliferación de armas de destrucción masiva,
la lucha contra la pobreza, la protección del medio ambiente o las pandemias,
entre otros. Pero esta renovación de los vínculos a través
del Atlántico exige una revitalización de los valores que son
la razón de ser de Occidente. Ello requiere antes que nada un análisis
crítico de las luces y las sombras de la herencia occidental para no
olvidar nunca las lecciones del pasado. En efecto, no estamos inmunizados permanentemente
contra errores como el imperialismo, el nazismo y el estalinismo y debemos
por tanto permanecer vigilantes. Al mismo tiempo tenemos que inspirarnos en
esas grandes realizaciones de las que nos sentimos más orgullosos: el
triunfo sobre los totalitarismos en el siglo xx, la reconciliación europea
como base para su integración, la extensión de la democracia
por todo el mundo en las últimas décadas o la creación
de instituciones multilaterales como las nacidas en Bretton Woods y en San
Francisco.

Me detengo en este último aspecto, el del multilateralismo, precisamente
porque ha sido el más cuestionado. Su mayor éxito desde 1945
se ha centrado en el campo comercial al proporcionar, primero con el GATT y
actualmente con la OMC, unas reglas del juego que no sólo han servido
a los países más ricos sino que han permitido a Estados subdesarrollados
como China e India progresar y convertirse en potencias emergentes. En el ámbito
político el balance no es tan favorable, pero Naciones Unidas sigue
siendo el único foro concebible para generar legitimidad internacional,
es decir, para construir un orden global aceptado por todos.

Detrás de todas esas grandes realizaciones a las que me he referido
hay valores que conservan intacta su capacidad para inspirar y movilizar a
las personas y a los países: la libertad, la igualdad, el respeto y
la tolerancia. La creación de un nuevo Occidente pasa sin lugar a dudas
por una revitalización de esos principios y de esos ideales. Y ello
significa, sin ir más lejos, combatir el terrorismo con las armas del
Estado de Derecho, sin buscar atajos que van minando la legitimidad de nuestra
lucha al tiempo que le restan apoyos imprescindibles, tanto en nuestras sociedades
como en las de terceros países. También implica eliminar la existencia
de dos pesos y dos medidas en la aplicación de las resoluciones internacionales
para la solución de conflictos. Mientras no haya un mismo rasero para
todos, habrá pueblos que se sientan excluidos del sistema internacional,
alimentándose así una espiral de odio que envenena la convivencia.

Este nuevo Occidente es, en definitiva, una comunidad de valores que no quiere
permanecer encerrada en las fronteras geográficas de Europa y Norteamérica,
por más que en esas dos áreas se encuentre su núcleo original.
Es un conjunto abierto a todos aquellos países que comparten unos mismos
principios, empezando por las repúblicas latinoamericanas, nacidas bajo
el poderoso influjo de los vientos de libertad que soplaban desde París,
Filadelfia o Cádiz. Hoy día la democracia es una realidad en
la práctica totalidad de los países de la región y, a
pesar de todas las dificultades —muchas de ellas derivadas de la desigualdad
social—, una mayoría de ciudadanos sigue plenamente comprometida
con la defensa y promoción de las libertades.

Soy un convencido de que las voces latinoamericanas se tienen que dejar oír
con más fuerza en el mundo como parte de esa comunidad de valores que
nos vincula poderosamente. Hay además una realidad pujante que actúa
en esa misma dirección: la inmigración latinoamericana en Estados
Unidos, que la convierte ya en la principal minoría, y también
en Europa, donde empieza a contarse por millones.

Hablamos, por tanto, de un nuevo Occidente que se rearma moralmente, que se
abre a nuevas aportaciones, capaz de enriquecerse con otras contribuciones
culturales y con voluntad también de influir en el mundo mediante la
persuasión, en primer lugar con la fuerza del ejemplo. Un nuevo Occidente
revitalizado que no se define contra nadie sino que quiere ser un factor de
creación de legitimidad en las relaciones internacionales y de promoción
de los ideales de libertad e igualdad que constituyen su misma esencia.

Miguel Ángel Moratinos es ministro
español de Asuntos Exteriores y de Cooperación.