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Cómo está surgiendo en la región una nueva estructura de poder que deja a Estados Unidos y Europa fuera del terreno de juego.

Los europeos descubrieron el efecto de succión provocado por una periferia inestable durante las guerras posteriores a la disolución de Yugoslavia en los 90, pero se mostraban convencidos de que este efecto podía ser limitado a la relativamente manejable región de los Balcanes. Poco podían imaginar que los Estados fallidos, los conflictos sociales, el colapso económico y las nuevas formas de guerra asimétrica se extenderían en un amplio arco desde los países bálticos y Ucrania a través del Cáucaso hasta Oriente Medio y desde allí a las costas africanas del Mediterráneo, Marruecos y todo el desierto del Sáhara. Durante los últimos dos años, Rusia ha resurgido en el escenario de Oriente Medio, y su impacto sobre lo que sucede en los campos de batalla de Siria ha amedrentado a Occidente, Turquía, Arabia Saudí y Catar.

Europa no ha logrado construir una política en el Mediterráneo y en el mundo árabe en general que se adapte a sus intereses y a su proximidad a la región, una política que no se vea determinada fundamentalmente por los intereses de Estados Unidos. Estos pueden ser inestables y resultan más impredecibles que nunca ahora que Donald Trump va a entrar en la Casa Blanca.

En Oriente Medio está emergiendo una nueva estructura de poder a medida que Rusia se proyecta a sí misma como un actor cada vez más importante en la región y algunos países comienzan a permitirse importantes iniciativas que empujan a EE UU y a Europa a los márgenes del terreno de juego. Algunos observadores han dado la bienvenida a estos cambios, otros los desaprobarán, pero lo que nadie puede discutir es que su capacidad para influir en lo que sucede en la región está en declive. Dos ejemplos pueden ilustrar el rápido ritmo de cambio, uno de ellos en el Norte de África y el otro en el Golfo.

Argelia, Túnez y Egipto comparten el común interés de querer acabar con el impasse en Libia. Existe el riesgo de que la violencia endémica en el país desde la muerte de Muamar el Gadafi se desborde más allá de sus fronteras —y de hecho ya ha sucedido, y de manera espectacular, en Túnez, con el atentado en la ciudad sureña de Ben Guerdane el invierno pasado o el intento de volar la planta de gas de Tiguentourine, en Argelia, hace cuatro años—. Las cosas se complicaron aún más cuando los tuaregs del norte de Malí que habían estado a las órdenes de Gadafi durante mucho tiempo regresaron a su país ese mismo mes, con armamento robado en los arsenales libios, y estuvieron a punto de derrocar al régimen de Malí. Para evitar ese desenlace, los franceses tuvieron que intervenir militarmente en la Operación Serval. Mientras tanto, más de 5.000 yihadistas tunecinos y algunos menos provenientes de Marruecos podrían intentar regresar a sus países. Las consecuencias que podría tener algo así son impredecibles.

Por muy buenas intenciones que tenga el enviado especial de Naciones Unidas en Libia y el respaldo de la UE al gobierno de unidad nacional con sede en Trípoli, en el oeste, el hecho de que el control de la parte oriental del país esté en manos del mariscal Jalifa Haftar significa que el enfrentamiento entre los dos mitades de Libia, Tripolitania y Cirenaica, continúa siendo un riesgo muy importante que los vecinos del país quieren evitar a toda costa. Y no desean tampoco convertirse en rehenes de los juegos de poder iniciados fuera de la región, que sienten que no son favorables a sus intereses.

El mariscal Jalifa Haftar vuelve a Libia tras su visita a Rusia, diciembre de 2016. Absullah Doma/AFP/Getty Images

Rusia también ha entrado en acción en otro episodio protagonizado por su jefe del Estado Mayor del Ejército, Serguéi Shoigú, quien recibió la semana pasada a Jalifa Haftar en el portaaviones Almirante Kouznetsov, atracado frente a la costa de la ciudad de Tobruk, que ambos hombres visitaron tras su reunión a bordo. El barco realizaba el viaje de vuelta a Rusia desde Siria. Es difícil predecir la futura implicación de Moscú en Libia, pero el simbolismo de la presencia del barco lanzó un mensaje a las potencias occidentales, que desde su participación en la caída del antiguo dictador han sido incapaces de frenar el descenso del país en el caos. Ni Argelia, tradicionalmente, ni Egipto, al menos desde que tomara el poder el general Abdelfatá al Sissi, han tenido objeciones a que Rusia desempeñe un papel en la región. Argelia se mostró muy disgustada en 2011 después de que sus advertencias a París, Londres y Washington sobre el probable resultado de la intervención en Libia cayeran en oídos sordos.

Otra demostración del modo en que Rusia se proyecta a sí misma como un actor importante  —más allá de su papel en los campos de batalla clave de Siria— se produjo cuando la Autoridad de Inversiones de Catar decidió invertir 5.000 millones de dólares en la empresa petrolera rusa Rosnest PJSC como parte de un trato por valor de 10.600 millones de dólares que también incluyó a Glencore Plc el año pasado. Una parte significativa de la cartera de inversión de Catar sigue estando en EE UU, donde tiene el compromiso de invertir 35.000 millones de dólares durante los próximos cinco años. Pero el gobernante de Catar, el emir Tamim bin Hamad al Thani, ha decidido minimizar los riesgos repartiendo sus apuestas. Su decisión de invertir en Rosnest se tomó mientras los aviones de combate rusos bombardeaban Alepo, donde ambos países se encuentran en bandos opuestos. El fuerte respaldo ruso al presidente sirio, Bashar al Assad, ha dejado a los países que, desde 2011, habían financiado y armado a los rebeldes islamistas, Catar, Turquía y Arabia Saudí, en la estacada. Recientemente Ankara se ha ido aproximando mucho a su antiguo enemigo, Rusia, y Catar ha seguido sus pasos.

Moscú sospecha desde hace mucho tiempo que Catar apoya a los grupos de militantes islamistas en Siria —una sospecha compartida por muchos observadores occidentales— y en Chechenia. Sin duda el emir recuerda que fueron agentes rusos quienes asesinaron al líder rebelde checheno Zelimján Yandarbíyev en la capital catarí, Doha, en 2004.

Otra señal de que los tiempos están cambiando es el modo en que Catar está echando marcha atrás en sus promesas de mejorar su comportamiento en materia de derechos humanos tras lograr convertirse en el país anfitrión del Mundial de Futbol de 2022. En realidad, en la actualidad ni siquiera está molestándose  en aparentar que cumple con su compromiso. Human Rights Watch ha señalado recientemente que los cambios en la legislación laboral que entró en vigor en 2016 “no protegerán a los trabajadores emigrantes de los graves abusos que caracterizan a la industria de la construcción de Catar y a otros sectores escasamente remunerados de su economía”.

El ascenso de Rusia y de los partidos populistas en Occidente, y sobre todo la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, han infundido valor a Catar para desechar cualquier promesa anterior de reformar sus leyes de trabajo. Y han animado también a otras potencias regionales a desempeñar un papel más decidido en la mediación en los conflictos del Norte de África y Oriente Medio. En vista del pésimo historial de Occidente en la región en las últimas décadas, este último cambio podría no ser tan malo, si bien solo podemos lamentar el primero.