Los derrocamientos se producen con menor frecuencia y los líderes caen con mucha más rapidez.

 

Un golpe de Estado sólo puede significar que un país va de mal en peor. ¿Correcto? Tal vez haya llegado la hora de reexaminar lo que pasa el día después. Hein Goemans, politólogo de la Universidad de Rochester (EE UU), ha compilado un índice de las causas y resultados de 202 tomas de poder ilegales desde 1960. Hace poco tiempo, se unió a Nikolay Marinov, un colega de la Universidad de Yale, para buscar pautas. Marinov destaca una presuposición común: “Todo el mundo sabía lo que pasaba después de los golpes: la gente que había tomado el poder lo ocupaba y lo ejercía de forma autocrática”. En efecto, los golpes han derivado con mucha más frecuencia en dictaduras brutales –Pinochet en Chile o Suharto en Indonesia– que en democracias.

Sin embargo, los investigadores creen que ha aparecido un nuevo patrón desde el final de la guerra fría. Según su trabajo, cada vez hay menos golpes de Estado. Entre 1960 y 1990, se produjo una media de seis cada año (1963 marcó un récord, con 12 golpes). Pero en los últimos 12 años, la frecuencia ha caído a la mitad. Tal vez más importante que eso sea que los caudillos que los han liderado han disfrutado últimamente de una menor longevidad política. Entre 1960 y 1990, la mayoría de ellos (8 de cada 10) ejercieron el poder de forma autocrática durante al menos cinco años; pero, desde 1990, más de dos tercios de los gobiernos encumbrados por un golpe han autorizado las elecciones multipartidistas dentro de los cinco años posteriores al acontecimiento. En la mayor parte de los casos, en esos comicios, el gobierno ha pasado a otras manos. ¿Qué ha cambiado? Goemans y Marinov especulan con un factor externo. Desde que terminó la competencia de la guerra fría por áreas de influencia, Occidente se ha vuelto menos dispuesto a tolerar las dictaduras (y más propenso a condicionar la ayuda a la convocatoria de elecciones).