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Un grupo de talibanes patrullan las calles de Kabul, Afganistán. (MARCUS YAM / LOS ANGELES TIMES)

Los reduccionismos y los relatos fabricados han sido utilizados para justificar el cambio de postura de Occidente frente a los talibanes y la inevitabilidad de su triunfo.

En una reciente entrevista para el canal de televisión SkyNews, el general británico Sir Nick Carter afirmaba que los talibanes no son el enemigo, son chicos de pueblo (según le dijo el ex presidente afgano Hamid Karzai), tienen un código de honor pastún (pakhtunwali) y un elemento que les une es que no les gusta los gobiernos corruptos, y quieren un Afganistán inclusivo para todos”. “¿Excepto las mujeres?”, le pregunta la periodista. “Bueno”, dice el general, “pero han cambiado, necesitamos ser pacientes y darles espacio”. Quienes piden aceptación y paciencia con los talibanes no son precisamente quienes van a vivir bajo su yugo.

Las supuestas características intrínsecas de los afganos han sido utilizadas para justificar nuestras decisiones, como si hubiera algo inevitable en ello. ¿Qué pasaría si se describiera a republicanos y demócratas estadounidenses de la misma manera que se lleva décadas describiendo a pastunes, tayikos, uzbecos y hazaras? ¿Si, en lugar de hablar de los intereses y las corrupciones de líderes tribales, lo hiciéramos de directores de monopolios empresariales? ¿Entenderíamos entonces que no hay nada intrínseco en la naturaleza del afgano que no se explique a través de sus circunstancias?

En el prólogo de Orientalismo de Eduard Said, el escritor Juan Goytisolo aducía que la producción de conocimiento del “Oriente” “en todas sus formas sociales, culturales, religiosas, literarias y artísticas” se hacían “por parte de aquellos en provecho exclusivo, no de los pueblos estudiados, sino de los que, gracias a su superioridad técnica, económica y militar, se apercibían para su conquista y explotación, ponían no solo en tela de juicio el rigor de sus análisis, sino en bastantes casos la probidad y honradez de sus propósitos eruditos”. En estos momentos tan complicados para los afganos, necesitamos cuestionarnos más que nunca cómo estamos definiendo el relato de lo que está sucediendo, a quién sirve esta producción del conocimiento y cómo se utiliza para justificar el cambio de postura frente a los talibanes.

Desde la época colonial británica, los pastunes eran clasificados como pertenecientes a las razas marciales, aquellas que el Imperio creía mejor cualificadas para la lucha. Esta afirmación pasó al imaginario colectivo como cierta y marca a sus miembros hasta la actualidad. Así, alegatos como que los talibanes son guerreros naturales que nacieron para luchar y rebelarse resuenan entre quienes aún consideran que Afganistán es la tumba de los imperios. Pero no, no lo es. Es un reduccionismo que evita analizar los factores y actores que influyeron en la caída de esos imperios.

Es un relato que también heredó el Estado de Pakistán, que consideró a las tribus pastunes de sus áreas tribales y de la provincia Jyber-Pajtunjua (KP, en la actualidad, las áreas tribales están integradas en esta última) como ingobernables. Para Islamabad, ...