Las cancillerías europeas y Washington apoyan cada vez más golpes de Estado contra líderes electos.
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En 2004 un movimiento de desobediencia civil terminó con la presidencia de Víctor Yanúkovich en Ucrania. Se le llamó la Revolución Naranja. Las legítimas protestas habían sido azuzadas por la maquinaria libertaria de distintas instituciones occidentales, según desvelaría el diario británico The Guardian: USAID o la fundación de sociedad civil de George Soros, entre otras organizaciones, habían utilizado las lecciones aprendidas en Serbia y Georgia de agitación de masas para derrocar regímenes en la zona. “La operación –provocar la democracia a través de la desobediencia civil y el voto– está tan madura que ha evolucionado en un modelo para ganar elecciones ajenas”, escribía entonces Ian Traynor. Washington y otras cancillerías europeas estaban apoyando a los revoltosos. Con un motivo de peso: los comicios habían sido amañados, el país se encaminaba hacia una deriva autoritaria y un gobierno profundamente corrupto. Funcionó. Hubo nuevas elecciones. Ganó la oposición.
Pero en 2010 Yanúkovich fue elegido presidente con el 48% de los votos. El resto es historia reciente: durante su mandato, Yanúkovich se echa atrás y no firma el acuerdo de asociación con Europa; los manifestantes salen a las calles y toman la plaza Euromaidán. Esta vez la violencia domina la escena. Tras casi un centenar de muertos, miembros del Parlamento declaran al presidente incapaz, y este huye a Moscú. Se ha producido, para casi la mitad del país, un golpe de Estado que ha derrocado al líder democráticamente electo. La otra mitad, con el apoyo de Occidente, considera que Yanúkovich ya no podía gobernar. Washington y Bruselas apoyan a los revoltosos de Kiev. Apuestan por la democracia con matices, por la democracia dúctil: no siempre es el elegido por la mayoría el que ha de gobernar.
Los hechos de Ucrania copan los titulares internacionales y empañan otros similares en otros puntos del planeta. Esos días en Egipto se consagra el golpe de Estado, el militar alzado anuncia unas elecciones a las que él mismo se va a presentar, los jueces ordenan la ejecución de centenares de miembros de los Hermanos Musulmanes. El país árabe ha vuelto a la casilla de salida, tras miles de muertos en unas protestas que consiguieron acabar con el régimen militar autoritario de Hosni Mubarak. Occidente ha apoyado el golpe contra el líder electo Mohamed Morsi. La presunta deriva autoritaria e islamizadora de Morsi llevó a centenares de miles de personas a las calles, y los militares, esta vez con el apoyo de distintos partidos civiles, refrendaron su secuestro y expulsión del poder. Todo contó con el apoyo tácito o explícito de europeos, estadounidenses y gran parte de los medios de comunicación occidentales. De nuevo, se apoyaba la democracia dúctil: no siempre es el elegido por la mayoría el que ha de gobernar.
Las cancillerías occidentales siempre han mostrado una práctica flexibilidad ideológica fuera de sus fronteras. En base a legítimos intereses geopolíticos en plena ...
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