Revisteros con periódicos chinos en una calle de Londres, Reino Unido. (aslu/Getty Images)

Si los Estados occidentales quieren darle brillo a su deslucida democracia y combatir la desinformación, más vale que empiecen a valorar a sus sectores mediáticos. 

Beijing’s Global Media Offensive

Joshua Kurlantzick

Oxford University Press, 2022

La conclusión del autor es que el desacoplamiento no es la mejor respuesta a la situación actual. Pero las democracias occidentales deben considerar el sector de los medios y la información como algo crucial para la seguridad nacional. Desafortunadamente, el gobierno del Reino Unido está muy ocupado poniendo frenos al Servicio Mundial de la BBC, construido a lo largo de 80 años y cuya “credibilidad” en todo el mundo sigue siendo enorme. Un claro ejemplo de lo que es pegarse un tiro en el pie.

El cada vez mayor acercamiento de China a Rusia, combinado con su “diplomacia del lobo guerrero”, ha generado una creciente preocupación, por no decir alarma, en Washington y, con cierto retraso, en las capitales europeas. En la década de 1990 y principios de la de 2000, China parecía estar diciéndole a Occidente “nos vas a querer si haces el esfuerzo de conocernos”. Pero desde que Xi Jinping se convirtió en líder supremo del país en 2012, ha ido adoptando de manera gradual un tono mucho más asertivo y, en la actualidad, agresivamente antioccidental. A medida que la cúpula del poder chino cortejaba a los gobernantes de África y Asia y lanzaba su Iniciativa de la Franja y la Ruta, que incluía una fuerte inversión en muchos países asiáticos y europeos, la confrontación ha estado cada vez más a la orden del día. La idea de que una China en rápido ascenso iba a encajar con suavidad en el orden mundial existente ha desaparecido, tal vez para siempre.

Las potencias occidentales pecaron de ingenuas: subcontratar su producción a China fue la cara alegre de la carrera por la globalización que ha caracterizado a la economía mundial desde la década de los 80. El mercado chino ofrecía a los bancos y corporaciones occidentales enormes beneficios, pero —como solo se ha comprendido por completo recientemente— a costa de “vaciar” sectores económicos enteros de Estados Unidos y Europa. Las crecientes desigualdades sociales resultantes han servido para dar gasolina a los partidos populistas en Occidente. En la década de los 90, Pekín priorizó sus intereses económicos mientras se presentaba como un actor benigno que podía trabajar con una amplia variedad de Estados y empresas extranjeras. Este relato resultaba aún más convincente en un momento en que Estados Unidos y el Reino Unido estaban involucrados en campañas militares de poder duro en Afganistán e Irak.

Enmarcando la historia en un contexto histórico más amplio, Joshua Kurlantzick recuerda sin embargo a sus lectores que para comprender los objetivos actuales del Partido Comunista Chino se deben recordar las políticas revolucionarias de Pekín bajo Mao, cuyas iniciativas incluyeron campañas de poder duro por parte de pequeños grupos revolucionarios comunistas armados. En Beijing’s Global Media Offensive, el autor narra metódicamente el ascenso de China al estatus de gran potencia en las décadas de 1990 y 2000. La mayoría de los observadores extranjeros se centraron en el poder económico del país y su creciente poder militar. Esos mismos observadores parecían estar de acuerdo en que la capacidad de China para proyectar poder blando a través de sus medios de comunicación era bastante limitada y la que tenía para ejercer influencia dentro de la política interna de otros países era inexistente.

Los observadores de China tienen en la actualidad pensamientos menos optimistas, ya que los institutos Confucio se han multiplicado en los últimos años y algunos países como Estados Unidos han dado pasos de manera activa para cerrar muchos de ellos. El autor advierte a sus lectores que tanto el alarmismo como el no prestar atención, o la complacencia, conllevan sus propios peligros. Reaccionar de forma exagerada a los aspectos menos peligrosos de las políticas chinas podría en realidad socavar las respuestas de los diferentes gobiernos al distraer la atención del peligro real y creciente que él percibe en el poco tratado mundo de los acuerdos mediáticos y la infraestructura de comunicaciones físicas, que pueden transmitir el mensaje de Pekín sin conocimiento de las audiencias extranjeras. Mientras que el poder blando está diseñado para atraer y persuadir, el poder afilado tiene el propósito de confundir y desinformar. China tiene una amplia variedad de herramientas a su disposición. Más allá de los medios de comunicación tradicionales y los institutos Confucio, se pueden incluir también los denominados “barcos prestados” (acuerdos de intercambio de contenido y coproducción en medios extranjeros) y los “barcos comprados” (adquisiciones de propiedad que ejercen una influencia encubierta). En África, China a menudo ha tomado el control de los canales de información, como redes de telecomunicaciones y plataformas de distribución de contenido. El objetivo es evitar historias poco favorables o hacer más cara su distribución.

En la propia China, los periodistas extranjeros son acosados y vigilados mucho más que en el pasado, mientras que los periódicos extranjeros se enfrentan a amenazas cuando publican historias que critican a los líderes, que es lo que le sucedió a The New York Times cuando destapó una red de inversión extranjera que conducía a la familia de Xi Ping. Las críticas airadas contra Occidente están presentes a la vista de todos en lo que respecta a las narrativas occidentales sobre Hong Kong y los uigures de la región de Xinjiang.

El crac financiero de 2008 sembró la discordia en las democracias occidentales y los políticos autoritarios explotaron el descontento generalizado con los medios de comunicación tradicionales: los sistemas de medios abiertos de Occidente permitieron la entrada del “dragón de Troya”, que siguió al “oso de Troya” ruso. Pekín ofrece un modelo de crecimiento económico y gobierno autoritario que es muy atractivo para muchos países del sur, especialmente para aquellos que han sufrido el dominio colonial occidental —y, me atrevería a decir, su desprecio— durante décadas.

El autor argumenta que Occidente necesita reforzar su propia, y bastante “deslucida”, democracia, y recuperar a los medios y la sociedad, por no hablar de las instituciones y normas occidentales. Esto ha comenzado ya en Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda, donde se ha hecho retroceder la intromisión política china, hasta cierto punto. Sin embargo, el problema de la desinformación es ampliamente compartido: los culpables no son solo chinos o rusos. Reconstruir la credibilidad de Occidente en el propio Occidente es esencial, pero resulta más fácil decirlo que hacerlo. Después de todo, hay que recordar que, hasta hace poco, las empresas chinas suministraban equipamiento de vigilancia a determinados departamentos gubernamentales de Estados Unidos y el Reino Unido.

La conclusión del autor es que el desacoplamiento no es la mejor respuesta a la situación actual. Pero las democracias occidentales deben considerar el sector de los medios y la información como algo crucial para la seguridad nacional. Desafortunadamente, el gobierno del Reino Unido está muy ocupado poniendo frenos al Servicio Mundial de la BBC, construido a lo largo de 80 años y cuya “credibilidad” en todo el mundo sigue siendo enorme. Un claro ejemplo de lo que es pegarse un tiro en el pie.