Creíamos que 2016 iba a ser un año con convulsiones pero no desde luego revolucionario, que es lo que ha terminado siendo gracias a la emergencia de figuras como Donald Trump y  fenómenos como el Brexit. Esas revoluciones se extenderán a 2017.

Si las previsiones sobre las grandes tendencias económicas son un ejercicio difícil en contextos tranquilos, lo cierto es que transformaciones políticas profundas como las de ahora las convierten en un deporte de alto riesgo. A pesar de todo, sabemos algunas cosas.

Sabemos que Trump cumplirá parte de su programa electoral y que eso ya supondrá un cambio importante en la dinámica de las relaciones comerciales internacionales, que los países avanzados necesitan seguir estimulando sus economías para consolidar la recuperación, que los bancos centrales han empezado a comprender que sus políticas pierden fuelle, que los emergentes se verán afectados por ello, que China tiene que seguir decelerándose para garantizar su transición a otro modelo productivo, que la economía mundial, en principio, crecerá menos de lo esperado, que el proyecto europeo está en peligro y sus relaciones con Londres también, que los grandes acuerdos globales resultarán muchísimo más difíciles y que en 2017 la transparencia de los paraísos fiscales dará un paso decisivo. No son pocas claves.

Periódico chino con la imagen del presidente electo de EE UU, Donald Trump, cubierto parcialmente por un billete de 100 yuanes. Greg Baker/AFP/Getty Images

El ascenso del proteccionismo. El proteccionismo había perdido desde hace décadas prestigio intelectual y apoyo entre los líderes políticos y la población de los países desarrollados hasta el punto de que la globalización y la emergencia de bloques comerciales cada vez más gigantescos parecían irreversibles. Este año ha destrozado aquel consenso y el que viene subrayará la tendencia.

No en vano Donald Trump ha empezado a hacer valer sus promesas electorales con grandes anuncios como la defunción del Tratado Transpacífico y otros más pequeños como la llegada de los esperados impuestos sobre las importaciones o la presión desde el Twitter del Presidente electo contra la deslocalización de algunas factorías. También hay que tener en cuenta la probable reacción de China ante el previsible castigo a sus productos en Estados Unidos, la posible reducción en los intercambios comerciales entre Londres y la UE por culpa de la elevación de las tasas aduaneras tras el Brexit y la aparición de fracturas y amenazas de revisión en el tratado de libre comercio de Norteamérica (NAFTA) por la tensión de las relaciones entre EE UU y México.

Nuevos estímulos en las economías avanzadas. La distancia entre lo que producen y lo que podrían producir al máximo de su rendimiento los Estados más modernos sigue siendo considerable según el FMI, sus salarios apenas suben y la inflación es relativamente baja. En estas circunstancias, parece previsible que las grandes economías recurrirán a los estímulos el año que viene para animar el crecimiento y reducir el desempleo. Como sus altísimas tasas de endeudamiento no les van a permitir lanzar grandes planes de gasto o recortes de impuestos, lo más probable es que la mayoría apueste por mantener bajos los tipos de interés.

Hay que tener muy presente que Estados Unidos, casi con certeza, va a convertirse en una formidable excepción. Donald Trump ha prometido modernizar sustancialmente el armamento y la Defensa, lanzar un programa muy ambicioso de renovación de infraestructuras (ha anunciado un billón de dólares de gasto pero lo más probable es que se quede en la mitad, que ya es una cantidad fabulosa) y aplicar drásticos recortes de impuestos (hablamos de reducir la recaudación en nueve billones de dólares durante la próxima década). Al mismo tiempo, la Reserva Federal prevé aumentar los tipos de interés  tres veces  a lo largo de 2017.

Banderas se reflejan en el edificio del Banco Central Europeo. Frankfurt, Alemania. Hannelore Foerster/Getty Images

Los grandes bancos centrales tendrán que aceptar sus límites… y algunos emergentes asumirán las consecuencias. Los cuatro grandes bancos centrales de las economías avanzadas –Estados Unidos, Unión Europea, Reino Unido y Japón– han triplicado sus balances en los últimos años hasta los 18.000 millones de euros, sobre todo, con programas heterodoxos que han mantenido bajos los tipos de interés a corto plazo con la intención de salvaguardar la frágil recuperación de sus economías. Aunque la estrategia ha conseguido sus objetivos con nota, lo cierto es que su eficacia lleva tiempo disminuyendo a gran velocidad.

Así las cosas, la Reserva Federal de EE UU ha pisado el acelerador en 2016 para volver cuanto antes a la normalidad (les preocupa que se creen burbujas si convergen una economía pujante y unos tipos demasiado bajos). Esta normalización va a seguir dañando las finanzas de los países emergentes que más se beneficiaron de la fugas de capitales de Occidente (en un contexto de dólar por los suelos, los inversores empezaron a apostar por las economías que ofrecieran más rentabilidad en mitad de la crisis). Más claro: los Estados emergentes, que estén muy expuestos a la inversión de la tendencia y dependan en exceso de unas materias primas que se recuperan con lentitud, sufrirán las consecuencias de, por ejemplo, las subidas de los tipos por parte de la Reserva Federal en 2017. En este sentido merece la pena prestar una atención especial a África subsahariana.

Aceleración de la economía mundial. Las principales instituciones internacionales coinciden en que la economía global acelerará, aunque algo menos de lo esperado, su recuperación en 2017. Los grandes motores son la salida de la recesión de países emergentes como Argentina y Brasil (la primera lo hará con fuerza después de una profunda contracción y Brasil sólo ligeramente), la evidente estabilización de algunas de las economías desarrolladas que peor lo habían pasado durante la crisis (tres ejemplos: España, Grecia e Irlanda), unos tipos de interés mundiales que seguirán relativamente bajos incluso si suben en algunos países como Estados Unidos y unos precios de la energía que mantendrán el crudo en niveles inferiores a 2006.

Al mismo tiempo, es de esperar el incremento de las exportaciones de materias primas en los países emergentes, que responderán a una demanda global algo más vigorosa, el ligero aumento del precio de esas materias primas gracias al nuevo consumo y a decisiones políticas como la de la OPEP con respecto a los combustibles fósiles y, por fin, una ralentización pacífica del crecimiento chino, que seguirá incrementándose a pesar de todo un 6% anualmente a medio plazo.

Un inversor en la Bolsa de Pekín, noviembre 2016. Wang Zhao/AFP/Getty Images

Enfriamiento de China. Pekín posee recursos para facilitar un aterrizaje suave de la economía mientras lleva a cabo las reformas y los está empleando para mitigar su impacto, pero eso no significa que no sea un aterrizaje o que éste no vaya a afectar al resto del mundo.

Es obvio que el ritmo de crecimiento seguirá descendiendo debido a una demanda global que se recupera pero que no es claramente la de los viejos tiempos (recordemos que China tiene que ajustar más el exceso de su capacidad productiva a una demanda menor y que la competitividad de sus exportaciones se debilita), que la deuda privada –especialmente la de las entidades financieras tanto si son empresas controladas por el Estado, bancos comerciales o firmas de inversión– sigue siendo gigantesca y que la transición hacia un modelo basado más en los servicios, el consumo y la industria ligera que en la inversión masiva en infraestructuras, la industria pesada o las exportaciones arroja en todos los países donde se implanta cifras de crecimiento del PIB menores que durante la fase de industrialización masiva.

La primera ministra británica, Theresa May, en una conferencia de prensa en Bruselas, octubre de 2016. Jack Taylor/Getty Images

Incertidumbre sobre el Brexit y el futuro UE. La economía mundial no vive, ni mucho menos, en el vacío y las circunstancias políticas pueden cambiar totalmente su tendencia. Un ejemplo es la incertidumbre sobre la consolidación de la salida del Reino Unido de la Unión Europea, que debería adquirir carta de naturaleza cuando la primera ministra británica, Theresa May, la solicite formalmente después de que se la avale la Cámara de los Comunes a finales en marzo.

La primera duda es si algunos de los parlamentarios conservadores, que se alinearon con el ex primer ministro británico David Cameron y no están de acuerdo con el Brexit, apoyarán como parece la decisión de ruptura del Gobierno de May. La segunda es cómo quedará el dibujo final de la hoja de ruta de dos años que ha anunciado la premier británica para formalizar el divorcio con Bruselas (no está claro qué quiere hacer Londres y tampoco hasta qué punto la UE se va a decantar por una separación amistosa o beligerante). La tercera, por supuesto, es qué efecto tendrá la eventual salida en el ascenso de los movimientos contrarios al proyecto comunitario y en el euroescepticismo en países cardinales para el futuro de la UE como Holanda, Alemania o Francia. Todo ello se traduce a corto plazo en volatilidad, que es el reflejo de la incertidumbre en los mercados, pero las consecuencias económicas pueden ser mucho mayores dependiendo de cómo se despejen las incógnitas.

El año de la discordia. Todo parece apuntar a que la integración de las políticas de Donald Trump y su estilo de liderazgo en el denso tejido de las regulaciones e instituciones internacionales no va a ser sencillo… y que eso significa que los consensos ante los desafíos acuciantes van a resultar mucho más complejos y, en ocasiones, hasta van a sufrir una revisión.

Debemos recordar que buena parte de las medidas cruciales que se tomaron para salir de la crisis y evitar una recaída se produjeron como el resultado de acuerdos y consensos planetarios. Aquí ya no sólo hablamos del clásico proteccionismo de Trump, que ha supuesto la defunción de los dos mayores pactos comerciales de la historia de la humanidad (el Tratado Transpacífico y, antes de nacer, el tratado entre la UE y EE UU), sino de otro tipo de posibles decisiones con graves consecuencias económicas.

Destacan entre ellas la retirada estadounidense del histórico acuerdo de París sobre el cambio climático, la reducción de la independencia de la Reserva Federal, la derogación de las regulaciones que han limitado las actividades especulativas de los grandes bancos de Wall Street tras la crisis y las nuevas dificultades para que Bruselas y Washington colaboren en la solución de desafíos globales de todo tipo justo ahora que la economía mundial encara una frágil recuperación y en el mismo momento en el que el la formalización del Brexit en 2017 puede desestabilizar un proyecto europeo asediado con el populismo.

© Yabresse

Empieza el asedio (de verdad) contra los paraísos fiscales. Se pone en marcha en 2017 un estricto protocolo internacional llamado CRS (Common Reporting Standard), que exige que las entidades financieras, incluidas las gestoras de activos y las aseguradoras, compartan los datos fiscales de sus clientes automáticamente con las agencias tributarias de los Estados donde residen. La primera oleada de esta norma afectará a 54 regiones y países en 2017 (entre los que se encuentran las Islas Caimán, las Islas Vírgenes, Bermudas, Liechtenstein o Gibraltar) y a otras 47 jurisdicciones en 2018. Las únicas excepciones son Bahréin, Nauru y Vanuatu, aunque es cierto que Estados Unidos tiene que asimilar su propio sistema de intercambio de información (FATCA) al CRS y que, hasta ahora, no lo ha hecho.