A: A mis compañeros ‘neocons’

DE: Joshua Muravchik

RE: Cómo salvarnos

Desde hace un tiempo los neoconservadores no salimos de nuestro asombro. ¿Quién hubiera imaginado hace seis años que unas historias disparatadas sobre nuestra influencia en la política exterior de EE UU se difundirían hasta en los rincones más alejados del mundo? No éramos más de cien personas mal organizadas las que, empujadas por las payasadas de los 60, migramos de la izquierda política a la derecha. Fuimos los perdedores en el juego de poder de Washington: la izquierda nos echó del Partido Demócrata, nos quitó la denominación de progresistas y consiguió etiquetarnos como neoconservadores. Evidentemente, no tenemos esa enorme influencia que las leyendas nos atribuyen. La mayoría no nos levantamos al amanecer para sentarnos en poderosos puestos del Gobierno. Pero es cierto que nuestras ideas han influido en la política del presidente George W. Bush, como lo hicieron en la de Ronald Reagan. Algo que no nos disgusta en absoluto. Nuestras aportaciones intelectuales ayudaron a derrotar al comunismo en el siglo pasado y, Dios mediante, ayudarán a acabar con el yihadismo en éste. También es agradable comprobar que una serie de jóvenes, y de conversos no tan jóvenes, engrosa nuestras filas.

El precio de este éxito es ser objeto permanente de injurias. Hoy, neocon es sinónimo de ultraconservador o, para algunos, de sucio judío. En una ocasión, un joven egipcio me dijo: "A nosotros, neoconservador nos suena como terrorista a vosotros". Me sorprende enterarme de que algunos de los nuestros, hartos de ese tipo de ataques, se distancian de la etiqueta neocon. ¿Dónde ha quedado la alegría del combate? Los principios fundamentales del neoconservadurismo —el convencimiento de que la paz mundial es indivisible, del poder de las ideas, de que la libertad y la democracia tienen validez universal y el mal existe y debe ser combatido— son tan válidos en la actualidad como cuando empezamos. Por eso debemos seguir luchando. Pero necesitamos perfilar mejor nuestro juego. He aquí algunas ideas sobre cómo hacerlo.

Aprender de nuestros errores. Somos culpables de no haber explicado bien el neoconservadurismo. ¿Cómo se pudo difundir el bulo de que las raíces de nuestra política exterior se remontaban a Leo Strauss y a León Trotsky? El primero de esos falsos vínculos lo inventó Lyndon LaRouche, activista político y perenne candidato a la presidencia de EE UU, además de un timador que vive de alertar a la humanidad sobre una conspiración organizada por el sionismo, Henry Kissinger y la reina Isabel. El segundo se lo debemos tal vez a unos estalinistas recalcitrantes. Afirmar que nuestras creencias siguen siendo válidas no significa aconsejar la autosuficiencia. Tuvimos suerte con Reagan. Siguió el camino que queríamos, sus políticas tuvieron gran éxito y acabó su mandato con un elevado apoyo. Bush es otra cosa. Siguió el sendero que deseábamos, pero sus políticas están teniendo resultados dudosos y su popularidad se ha desplomado. No reflexionar sobre ello sería dar muestras de cabezonería, pero debemos hacerlo sin abandonar a Bush. Sobre el papel, todas las políticas son perfectas pero en la práctica, ninguna lo es. El actual presidente de EE UU ha defendido tantas cosas en las que creemos que sería estúpido tomarnos a mal sus desviaciones. Ha reconocido la campaña terrorista contra Estados Unidos como lo que es: una guerra que debe ser luchada con la misma decisión, espíritu de sacrificio y perseverancia de la
guerra fría. Sabe que la forma de ganarla es transformar la cultura política de absolutismo y violencia que reina en Oriente Medio en una de tolerancia y transigencia.

¿ERRORES DE CÁLCULO ?
El Gobierno de EE UU ha cometido equivocaciones, pero nosotros también. Teníamos una idea simplista sobre cómo los iraquíes acogerían su liberación. ¿Apreciamos en su justa medida la intensidad del rencor que los recuerdos de la época colonial todavía generan en los árabes? ¿Subestimamos los daños sociales y humanos provocados por décadas de totalitarismo en Irak? ¿Se habrían desarrollado las cosas de otra manera si nuestras fuerzas de ocupación hubieran sido lo bastante numerosas como para garantizar la seguridad?

Un área que necesita ser reconsiderada es la revolución en la estrategia militar promovida por un ídolo para los neocons, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld [que dimitió el pasado 8 de noviembre tras las elecciones en EE UU]. Este romance con la tecnología ha dejado a nuestras Fuerzas Armadas pobres en tropas y recursos. Además, la deplorable actuación de los servicios de información estadounidense en Irak parece originarse, en parte, en su dependencia de las máquinas y no de personas. Tal vez nos hemos aferrado a la solución tecnológica para ahorrarnos la tarea de luchar por aumentar el presupuesto de defensa. Debemos abogar por un Ejército que sea lo bastante numeroso y bien abastecido —aunque sobre— . Que las armas milagrosas sean la guinda del pastel.

No limitar nuestro despliegue sólo a lo militar. Las recientes elecciones en los territorios palestinos y en Egipto han tenido unos resultados desconcertantes, que sugieren que la democratización de Oriente Medio puede ser más difícil de lo que nos imaginábamos. Que unos partidos tan carentes de atractivo para nosotros obtengan tan buenos resultados no debería ser, en sí, ninguna sorpresa —después de todo, es lo que pasa en Francia, gane quien gane—. Pero hay suficientes razones para pensar que, una vez en posesión del poder que les ha otorgado la democracia, Hamás y los Hermanos Musulmanes acabarán con ella.

Hay que reflexionar sobre cómo apoyar a los moderados de Oriente Medio. No están preparados para competir con los islamistas y cuando Estados Unidos les ayuda, se les tilda de títeres. Una posibilidad es actuar a través de grupos del sector privado, como Freedom House, y parcialmente privados como el National Endowment for Democracy. Ellos podrían usar muchos más recursos para formar a periodistas y locutores independientes, defensores de los derechos de la mujer, investigadores de derechos humanos, organismos de control y en la educación cívica de diferentes grupos, incluidos los imames. En Estados algo más abiertos, como Egipto, Jordania y muchos de los países del Golfo, los fondos procedentes de Middle East Partnership Initiative (Iniciativa de Asociación Estados Unidos-Oriente Medio) deberían permitir a diversas ONG estadounidenses mantener una presencia sobre el terreno. También tendríamos que desarrollar y financiar programas de formación en nuestro país que permitieran que los demócratas de Oriente Medio vinieran a EE UU —gratis— para mejorar sus conocimientos sobre elecciones, organización y relaciones públicas. James Carville, estratega de Bill Clinton, y Karl Rove, gurú de Bush, deberían encabezar este programa.

COMBATE IDEOLÓGICO
Arreglar el desastre de la diplomacia pública. La Administración Bush debe ser criticada por su incapacidad para mejorar el aparato estadounidense de relaciones públicas. Nadie, a no ser los neocons, sabe cómo hacerlo. Después de todo, somos un movimiento que se creó para combatir el antiamericanismo en EE UU. ¿Quién mejor, pues, para hacerlo en el exterior?

Lo bueno que se puede sacar del antiamericanismo es que toda ortodoxia rígida provoca que algunas personas, brillantes e independiente, se rebelen. Recibo un flujo regular de mensajes desde, por así decir, las líneas enemigas —Francia, Alemania, los países árabes e incluso la BBC— que dicen, por ejemplo: "Todo el mundo a mi alrededor odia Estados Unidos, pero a mí me encanta". Con el debido apoyo e inspiración, esas personas constituyen la mejor defensa contra el antiamericanismo. Necesitamos tener en cada país representantes con la misión de encontrar a esos individuos, conocerles y ponerles en contacto con otros que compartan ideas parecidas, y armarles de información.

Hoy no hay nadie en el servicio exterior de Estados Unidos preparado para esa misión. El mejor modelo para un programa así son los lovestonitas de los 40 y 50 del siglo XX, personas contratadas como agregados en las embajadas de EE UU en Europa y Rusia para librar la guerra de ideas contra el comunismo. Aprendieron a hacerlo combatiendo a los rojos en los sindicatos estadounidenses. Aunque no es posible reproducir la leche ideológica que Jay Lovestone, presidente del Partido Comunista estadounidense y al mismo tiempo colaborador de la CIA, dio de mamar a sus acólitos, necesitamos inventar una fórmula sintética. Funcionarios del servicio exterior deberían recibir formación sobre la lucha ideológica y algunos neocons deberíamos ofrecernos a enseñarles. Tendría que haber al menos una persona con esta formación en cada uno de los principales destinos en el extranjero.

TEHERÁN Y LAS ELECCIONES EN EL PUNTO DE MIRA
Prepararse para atacar Irán. Bush tendrá que llevar a cabo una acción bélica contra las instalaciones nucleares de este país antes del fin de su mandato. Teherán no aceptará un incentivo pacífico para abandonar su carrera hacia la bomba atómica. Sus dirigentes son unos fanáticos que no cambiarán por un plato de lentejas lo que consideran su derecho inalienable al estatus de gran potencia. Un Irán con armas nucleares invalidaría cualquier progreso que se lograse en Irak. Que el régimen de los ayatolás fuera potencia atómica envalentonaría más a los terroristas y yihadistas. La trifulca internacional contra Bush cuando apriete el gatillo será monumental y tendrá eco en EE UU. Por ello, necesitamos allanar el terreno intelectual y estar preparados para defender la acción cuando llegue. Debemos ayudar a que la gente se imagine cómo será el mundo con un Irán nuclear. Porque, además del peligro de un ataque a Israel o de una maleta-bomba en Washington, supondría el fin del régimen internacional de no proliferación y el inicio del dominio iraní en Oriente Medio.

Esta defensa debería ser global. En las guerras ideológicas actuales se necesita algo similar a lo que en la guerra fría fue el Congreso por la Libertad de la Cultura, un círculo mundial de intelectuales y figuras públicas que compartan su devoción por la democracia. Entre los líderes de este movimiento se incluirían a Tony Blair, Václav Havel o Anwar Ibrahim.

Reclutar a Joe Lieberman para las elecciones de 2008. En el último cuarto de siglo, hemos tenido en dos ocasiones la fortuna de ver elegir a presidentes que simpatizaban con nuestra visión del mundo. En 2008 nos jugamos mucho. A la guerra contra el terrorismo todavía le queda un largo camino. El Partido Demócrata ya ha demostrado que su adicción a la contemporización es incurable, mientras que los realistas en el Partido Republicano esperan poder anular el legado de George W. Bush. Tanto el senador John McCain como el
ex alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, parecen capaces de proseguir la guerra contra el terror con firmeza y con ese pensamiento innovador que los realistas odian y el país necesita. Para candidatos a la vicepresidencia, ¿qué tal Condoleezza Rice o incluso Joe Lieberman? Éste último dice que sigue siendo demócrata, pero en ese partido no hay sitio para él. Como nosotros, es un refugiado. Ya ha soportado los rigores de la carrera presidencial y en 2008 merece mejor suerte, esta vez con un compañero de carrera mejor que Al Gore.


A: A mis compañeros ‘neocons’

DE: Joshua Muravchik

RE: Cómo salvarnos

Desde hace un tiempo los neoconservadores no salimos de nuestro asombro. ¿Quién hubiera imaginado hace seis años que unas historias disparatadas sobre nuestra influencia en la política exterior de EE UU se difundirían hasta en los rincones más alejados del mundo? No éramos más de cien personas mal organizadas las que, empujadas por las payasadas de los 60, migramos de la izquierda política a la derecha. Fuimos los perdedores en el juego de poder de Washington: la izquierda nos echó del Partido Demócrata, nos quitó la denominación de progresistas y consiguió etiquetarnos como neoconservadores. Evidentemente, no tenemos esa enorme influencia que las leyendas nos atribuyen. La mayoría no nos levantamos al amanecer para sentarnos en poderosos puestos del Gobierno. Pero es cierto que nuestras ideas han influido en la política del presidente George W. Bush, como lo hicieron en la de Ronald Reagan. Algo que no nos disgusta en absoluto. Nuestras aportaciones intelectuales ayudaron a derrotar al comunismo en el siglo pasado y, Dios mediante, ayudarán a acabar con el yihadismo en éste. También es agradable comprobar que una serie de jóvenes, y de conversos no tan jóvenes, engrosa nuestras filas.

El precio de este éxito es ser objeto permanente de injurias. Hoy, neocon es sinónimo de ultraconservador o, para algunos, de sucio judío. En una ocasión, un joven egipcio me dijo: "A nosotros, neoconservador nos suena como terrorista a vosotros". Me sorprende enterarme de que algunos de los nuestros, hartos de ese tipo de ataques, se distancian de la etiqueta neocon. ¿Dónde ha quedado la alegría del combate? Los principios fundamentales del neoconservadurismo —el convencimiento de que la paz mundial es indivisible, del poder de las ideas, de que la libertad y la democracia tienen validez universal y el mal existe y debe ser combatido— son tan válidos en la actualidad como cuando empezamos. Por eso debemos seguir luchando. Pero necesitamos perfilar mejor nuestro juego. He aquí algunas ideas sobre cómo hacerlo.

Aprender de nuestros errores. Somos culpables de no haber explicado bien el neoconservadurismo. ¿Cómo se pudo difundir el bulo de que las raíces de nuestra política exterior se remontaban a Leo Strauss y a León Trotsky? El primero de esos falsos vínculos lo inventó Lyndon LaRouche, activista político y perenne candidato a la presidencia de EE UU, además de un timador que vive de alertar a la humanidad sobre una conspiración organizada por el sionismo, Henry Kissinger y la reina Isabel. El segundo se lo debemos tal vez a unos estalinistas recalcitrantes. Afirmar que nuestras creencias siguen siendo válidas no significa aconsejar la autosuficiencia. Tuvimos suerte con Reagan. Siguió el camino que queríamos, sus políticas tuvieron gran éxito y acabó su mandato con un elevado apoyo. Bush es otra cosa. Siguió el sendero que deseábamos, pero sus políticas están teniendo resultados dudosos y su popularidad se ha desplomado. No reflexionar sobre ello sería dar muestras de cabezonería, pero debemos hacerlo sin abandonar a Bush. Sobre el papel, todas las políticas son perfectas pero en la práctica, ninguna lo es. El actual presidente de EE UU ha defendido tantas cosas en las que creemos que sería estúpido tomarnos a mal sus desviaciones. Ha reconocido la campaña terrorista contra Estados Unidos como lo que es: una guerra que debe ser luchada con la misma decisión, espíritu de sacrificio y perseverancia de la
guerra fría. Sabe que la forma de ganarla es transformar la cultura política de absolutismo y violencia que reina en Oriente Medio en una de tolerancia y transigencia.

¿ERRORES DE CÁLCULO ?
El Gobierno de EE UU ha cometido equivocaciones, pero nosotros también. Teníamos una idea simplista sobre cómo los iraquíes acogerían su liberación. ¿Apreciamos en su justa medida la intensidad del rencor que los recuerdos de la época colonial todavía generan en los árabes? ¿Subestimamos los daños sociales y humanos provocados por décadas de totalitarismo en Irak? ¿Se habrían desarrollado las cosas de otra manera si nuestras fuerzas de ocupación hubieran sido lo bastante numerosas como para garantizar la seguridad?

Un área que necesita ser reconsiderada es la revolución en la estrategia militar promovida por un ídolo para los neocons, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld [que dimitió el pasado 8 de noviembre tras las elecciones en EE UU]. Este romance con la tecnología ha dejado a nuestras Fuerzas Armadas pobres en tropas y recursos. Además, la deplorable actuación de los servicios de información estadounidense en Irak parece originarse, en parte, en su dependencia de las máquinas y no de personas. Tal vez nos hemos aferrado a la solución tecnológica para ahorrarnos la tarea de luchar por aumentar el presupuesto de defensa. Debemos abogar por un Ejército que sea lo bastante numeroso y bien abastecido —aunque sobre— . Que las armas milagrosas sean la guinda del pastel.

No limitar nuestro despliegue sólo a lo militar. Las recientes elecciones en los territorios palestinos y en Egipto han tenido unos resultados desconcertantes, que sugieren que la democratización de Oriente Medio puede ser más difícil de lo que nos imaginábamos. Que unos partidos tan carentes de atractivo para nosotros obtengan tan buenos resultados no debería ser, en sí, ninguna sorpresa —después de todo, es lo que pasa en Francia, gane quien gane—. Pero hay suficientes razones para pensar que, una vez en posesión del poder que les ha otorgado la democracia, Hamás y los Hermanos Musulmanes acabarán con ella.

Hay que reflexionar sobre cómo apoyar a los moderados de Oriente Medio. No están preparados para competir con los islamistas y cuando Estados Unidos les ayuda, se les tilda de títeres. Una posibilidad es actuar a través de grupos del sector privado, como Freedom House, y parcialmente privados como el National Endowment for Democracy. Ellos podrían usar muchos más recursos para formar a periodistas y locutores independientes, defensores de los derechos de la mujer, investigadores de derechos humanos, organismos de control y en la educación cívica de diferentes grupos, incluidos los imames. En Estados algo más abiertos, como Egipto, Jordania y muchos de los países del Golfo, los fondos procedentes de Middle East Partnership Initiative (Iniciativa de Asociación Estados Unidos-Oriente Medio) deberían permitir a diversas ONG estadounidenses mantener una presencia sobre el terreno. También tendríamos que desarrollar y financiar programas de formación en nuestro país que permitieran que los demócratas de Oriente Medio vinieran a EE UU —gratis— para mejorar sus conocimientos sobre elecciones, organización y relaciones públicas. James Carville, estratega de Bill Clinton, y Karl Rove, gurú de Bush, deberían encabezar este programa.

COMBATE IDEOLÓGICO
Arreglar el desastre de la diplomacia pública. La Administración Bush debe ser criticada por su incapacidad para mejorar el aparato estadounidense de relaciones públicas. Nadie, a no ser los neocons, sabe cómo hacerlo. Después de todo, somos un movimiento que se creó para combatir el antiamericanismo en EE UU. ¿Quién mejor, pues, para hacerlo en el exterior?

Lo bueno que se puede sacar del antiamericanismo es que toda ortodoxia rígida provoca que algunas personas, brillantes e independiente, se rebelen. Recibo un flujo regular de mensajes desde, por así decir, las líneas enemigas —Francia, Alemania, los países árabes e incluso la BBC— que dicen, por ejemplo: "Todo el mundo a mi alrededor odia Estados Unidos, pero a mí me encanta". Con el debido apoyo e inspiración, esas personas constituyen la mejor defensa contra el antiamericanismo. Necesitamos tener en cada país representantes con la misión de encontrar a esos individuos, conocerles y ponerles en contacto con otros que compartan ideas parecidas, y armarles de información.

Hoy no hay nadie en el servicio exterior de Estados Unidos preparado para esa misión. El mejor modelo para un programa así son los lovestonitas de los 40 y 50 del siglo XX, personas contratadas como agregados en las embajadas de EE UU en Europa y Rusia para librar la guerra de ideas contra el comunismo. Aprendieron a hacerlo combatiendo a los rojos en los sindicatos estadounidenses. Aunque no es posible reproducir la leche ideológica que Jay Lovestone, presidente del Partido Comunista estadounidense y al mismo tiempo colaborador de la CIA, dio de mamar a sus acólitos, necesitamos inventar una fórmula sintética. Funcionarios del servicio exterior deberían recibir formación sobre la lucha ideológica y algunos neocons deberíamos ofrecernos a enseñarles. Tendría que haber al menos una persona con esta formación en cada uno de los principales destinos en el extranjero.

TEHERÁN Y LAS ELECCIONES EN EL PUNTO DE MIRA
Prepararse para atacar Irán. Bush tendrá que llevar a cabo una acción bélica contra las instalaciones nucleares de este país antes del fin de su mandato. Teherán no aceptará un incentivo pacífico para abandonar su carrera hacia la bomba atómica. Sus dirigentes son unos fanáticos que no cambiarán por un plato de lentejas lo que consideran su derecho inalienable al estatus de gran potencia. Un Irán con armas nucleares invalidaría cualquier progreso que se lograse en Irak. Que el régimen de los ayatolás fuera potencia atómica envalentonaría más a los terroristas y yihadistas. La trifulca internacional contra Bush cuando apriete el gatillo será monumental y tendrá eco en EE UU. Por ello, necesitamos allanar el terreno intelectual y estar preparados para defender la acción cuando llegue. Debemos ayudar a que la gente se imagine cómo será el mundo con un Irán nuclear. Porque, además del peligro de un ataque a Israel o de una maleta-bomba en Washington, supondría el fin del régimen internacional de no proliferación y el inicio del dominio iraní en Oriente Medio.

Esta defensa debería ser global. En las guerras ideológicas actuales se necesita algo similar a lo que en la guerra fría fue el Congreso por la Libertad de la Cultura, un círculo mundial de intelectuales y figuras públicas que compartan su devoción por la democracia. Entre los líderes de este movimiento se incluirían a Tony Blair, Václav Havel o Anwar Ibrahim.

Reclutar a Joe Lieberman para las elecciones de 2008. En el último cuarto de siglo, hemos tenido en dos ocasiones la fortuna de ver elegir a presidentes que simpatizaban con nuestra visión del mundo. En 2008 nos jugamos mucho. A la guerra contra el terrorismo todavía le queda un largo camino. El Partido Demócrata ya ha demostrado que su adicción a la contemporización es incurable, mientras que los realistas en el Partido Republicano esperan poder anular el legado de George W. Bush. Tanto el senador John McCain como el
ex alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, parecen capaces de proseguir la guerra contra el terror con firmeza y con ese pensamiento innovador que los realistas odian y el país necesita. Para candidatos a la vicepresidencia, ¿qué tal Condoleezza Rice o incluso Joe Lieberman? Éste último dice que sigue siendo demócrata, pero en ese partido no hay sitio para él. Como nosotros, es un refugiado. Ya ha soportado los rigores de la carrera presidencial y en 2008 merece mejor suerte, esta vez con un compañero de carrera mejor que Al Gore.

Joshua Muravchik es investigador residente en el think tank American Enterprise Institute (Washington, EE UU).