Lo único que tiene de perverso la guerra contra el terrorismo es la retórica religiosa de EE UU.

Hace unos años paseaba por la ciudad iraní de Isfahán cuando me encontré con un grupo de adolescentes de pic-nic a orillas del río Zayandeh. Me senté con ellos a compartir un té y una pipa de agua. Al oír que hablaba persa con acento, uno me preguntó dónde vivía.

“Vivo en América”, respondí. Se hizo el silencio. Una chica de unos diecisiete años se inclinó y me preguntó en un susurro: “¿Cómo se vive en un Estado teocrático?”

Que una persona joven que vive en el único país del mundo en el que los líderes religiosos son, al mismo tiempo, las autoridades políticas pudiera creer que EE UU se ha convertido en una teocracia debería ser prueba suficiente para que los estadounidenses comprendan que la llamada guerra contra el terrorismo ha corrompido su imagen en el extranjero. Desde el instante en el que el presidente George W. Bush lanzó lo que llamó “una cruzada” contra los “malvados”, existe cada vez más la sensación –no sólo en el mundo musulmán sino incluso entre los más estrechos aliados de Washington– de que la política exterior de Estados Unidos pasa por el tamiz de una combinación de ideología religiosa y política sin precedentes.

Aunque podría perdonárseles a los políticos que utilicen un lenguaje con tintes religiosos para apelar al sentido innato de rectitud moral de los estadounidenses, no hay que olvidar que el país está envuelto en un conflicto planetario con un enemigo cuyo objetivo principal es convencer al mundo de que la guerra contra el terrorismo es, en realidad, una cruzada contra el islam. Siete años de retórica inflamatoria y maniquea sobre “el bien y el mal” por parte de la Casa Blanca no han servido más que para dar validez a esa idea. Ha permitido que los enemigos de EE UU establecieran el contexto y presunto significado de la guerra actual contra el terrorismo islamista.

El próximo presidente estadounidense tiene que trabajar, tanto con las palabras como con los hechos, para quitar a la guerra contra el terrorismo todas las connotaciones religiosas que le han impuesto de forma temeraria unos cuantos políticos. No sólo es necesario un cambio de la retórica, sino también una condena rápida y pública de quienes se atreven a promover sus intereses religiosos aprovechando este conflicto mundial, como es el caso de algunos miembros del Ejército estadounidense (como el teniente general William Boykin, que ha dicho que la guerra contra el terrorismo es una “batalla espiritual” contra “un tipo llamado Satán”), líderes religiosos con influencia política (como el reverendo Franklin Graham, hijo de Billy Graham, que ha calificado en público al islam de “religión malvada y perversa”) y políticos que fomentan las divisiones (como el congresista Tom Tancredo, que sugirió bombardear la Meca y Medina).

En una guerra de ideas, nuestras armas más potentes son las palabras. En un conflicto tan cargado de fanatismo como éste, la más mínima apariencia de motivación religiosa puede tener consecuencias desastrosas. No hay más que preguntarle a Osama Bin Laden: “Bush no ha dejado lugar a dudas”, anunció hace unos años. “Ha dicho que esta guerra es una cruzada… Nos lo ha quitado de la boca”. Y, cuando Bin Laden está de acuerdo con nosotros, ha llegado la hora de revisar el mensaje.