El 18 de mayo de 2010 tendrá lugar en Madrid la sexta Cumbre entre la Unión Europea y América Latina y el Caribe. El engorroso título del encuentro: “Hacia una nueva etapa en la asociación birregional: Innovación y Tecnología para el desarrollo sostenible y la cohesión social” no promete resultados impactantes, sino más de lo mismo.

La última vez que España ha sido el anfitrión de una cumbre entre la UE y ALC fue en mayo de 2002. En aquel entonces gobernaba José María Aznar, y la reunión en Madrid se celebró bajo el paraguas de la lucha contra el terrorismo. La declaración final, como todas las posteriores, es un popurrí de temas que la Unión podría haber firmado con cualquier otra región del mundo. También la cumbre podría haberse celebrado en cualquier otro lugar en vez de esperar un año más para hacerla coincidir con la Presidencia española.

Los dos gobiernos sucesivos de Aznar dejaron dos herencias en la política europea hacia América Latina: primero, la posición común de la UE hacia Cuba que ahora pretende eliminar el gobierno de Zapatero, y la participación de los países del Caribe en un encuentro que copió el formato de las Cumbres de las Américas. La UE mantiene un debate anual sobre Cuba y hasta hoy, estos eventos no han limado las diferencias entre América Latina y el Caribe anglófono.

Salvo sorpresas, ya se puede anticipar lo que quedará de los dos mandatos del gobierno de Zapatero: el giro del compromiso condicionado al compromiso incondicional en la política europea hacia Cuba y la creación de una Fundación Europeo-Latinoamericana (Caribeña). Poco más. Ni Aznar ni Zapatero afrontaron las grandes cuestiones de la agenda birregional: la Política Agrícola Común (PAC) defendida por España sigue impidiendo un acuerdo comercial entre la UE y Mercosur, así como no fue España sino Portugal quien sugirió crear una relación especial con Brasil. Tampoco fue Madrid el país que mediara en Honduras como portavoz de la UE, sino Estados Unidos junto a la Organización de Estados Americanos (OEA).

Más allá de los acalorados debates ideológicos entre Gobierno y oposición sobre Cuba, Honduras o Venezuela, es hora de desarrollar una política de Estado hacia América Latina. España tiene un Plan África, pero no ha diseñado un Plan América Latina. ¿Es suficiente sentirse parte de una Iberoamérica definida por España? ¿O merece la pena desarrollar una política hacia la región que sigue siendo el principal destino de la ayuda y de las inversiones españolas y con la que comparte un gran acervo cultural? Comparado con Alemania, un país sin intereses estratégicos en América Latina, Madrid carece de una visión a largo plazo hacia su principal socio fuera de Europa.





























           
En un mundo multipolar, sería una ventaja estratégica construir un bloque transatlántico entre las Américas y Europa
           

En los próximos meses, España tiene la oportunidad de dar un nuevo rumbo a las relaciones europeo-latinoamericanas. El estreno será la Cumbre de Madrid, la última bajo una presidencia española de la UE. No tiene sentido celebrar otro encuentro para afirmar las mismas cosas que ya se han dicho en reuniones anteriores. Tampoco hay que convocar a los Jefes de Estado y de Gobierno de 60 países para aprobar otro modesto programa de cooperación (Eurosocial en 2006 y Euroclima en 2008). Hay que evitar también que determinados presidentes conviertan estos eventos en un show personal que sólo se recuerdan por frases como “por qué no te callas” (¿o alguien recuerda el contenido de la dichosa cumbre?). Los resultados concretos presentados en encuentros anteriores (un acuerdo de libre comercio con Chile, negociaciones con América Central…) también se podrían haber logrado en reuniones bilaterales.

Con esto en mente, ¿qué es lo que debería hacer el gobierno de Zapatero de cara al 18 de mayo? En primer lugar, tendría que globalizar la cumbre y convertirla en un punto de encuentro entre socios políticos en pie de igualdad. No son los intereses (económicos o de seguridad), sino los valores que justifican crear una asociación estratégica euro-latinoamericana anunciada hace diez años y nunca llevada a cabo. Nuestras diferencias en cuanto a la democracia, la resolución de conflictos y otros temas políticos de la agenda internacional son menores comparadas con Asia o África, que también celebran cumbres con la UE.

Ante el reajuste del poder en claro detrimento de Europa y a favor de potencias emergentes como Brasil, las cumbres deberían convertirse en una plataforma para discutir las grandes cuestiones globales como el impacto de la crisis económica o la paz en Oriente Medio, Afganistán e Irak. También podría ser una oportunidad para discutir cuestiones sensibles como la redistribución de poder en el sistema internacional, incluyendo el FMI, el G-8 y el Consejo de Seguridad de la ONU.

Asimismo, corresponde a España, como impulsor de las Cumbres Iberoamericanas, Transatlánticas y Europeo-Latinoamericanas pensar en cómo se pueden conectar estos tres espacios en beneficio de todos. Sin duda, en un mundo multipolar, sería una ventaja estratégica construir un bloque transatlántico entre las Américas y Europa que comparten visiones y posiciones. Los 62 países juntos representan un tercio de los votos en la Asamblea de Naciones Unidas y somos casi la mitad en el G-20. Es en esta óptica global que España y sus socios en la UE deberían percibir a América Latina: no como un receptor de ayuda o una plataforma de proyecciones propias, sino como un socio político con el que construir un mundo mejor. Será la última presidencia española de la UE y quizás la última oportunidad de proyectar a América Latina en la agenda exterior europea.