La situación de los mercados de los bienes inmuebles es voluble en países desarrollados y emergentes. Mientras el mundo trata de recuperarse de la última crisis financiera, lo cierto es que las burbujas del ladrillo continúan apareciendo y marcando el paso de las economías globales.

(Lintao Zhang/Getty Images)
(Lintao Zhang/Getty Images)

Uno de los economistas que predijo el estallido de la crisis financiera en Estados Unidos, Nouriel Roubini, detectó en noviembre síntomas de burbuja inmobiliaria en los cimientos de hasta 12 países desarrollados. Suiza, Suecia, Noruega, Finlandia, Francia, Alemania, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Reino Unido, Singapur e Israel junto a una nación emergente, China, son los Estados que colman esta lista. Por si fuera poco, Roubini anunció que ésa era también la explicación de la escalada en los precios de las grandes urbes turcas, indias, indonesias y brasileñas. La inclusión en esta lista se debe a que habían dado positivo en tres indicadores claves: aumentaban a toda velocidad el valor de sus inmuebles, la proporción que éste representaba sobre los salarios de la gente y, finalmente, el "peso muerto" de las hipotecas sobre la deuda total de los hogares. ¿Por qué esta situación estaba ocurriendo? ¿Qué podían esperar si la pompa especulativa saltaba por los aires?

 

Para que emerja una burbuja del ladrillo de enormes proporciones, que es lo que podría terminar ocurriendo en los emplazamientos que identificó el experto estadounidense, tienen que alinearse factores tanto económicos como sociales. Hace falta que la liquidez sea desbordante, bien porque la cree el banco central o bien porque los inversores extranjeros estén especulando con fuerza en el mercado inmobiliario. El remate sería que la inflación convenza a cualquier familia con recursos de que es irracional dejar que los precios devoren sus ahorros. El dinero en el banco o bajo el colchón cada vez vale menos, la vida cada vez vale más y, por lo general, la Bolsa y los pisos se disparan y baten récords continuamente. También ayuda que nadie necesite un curso avanzado en finanzas para adquirir una vivienda y sentarse a disfrutar del espectáculo que ofrece contemplar nuestros activos mientras se inflan como un gigantesco suflé.

En la siguiente fase de la burbuja, el dinero barato permite la multiplicación del gasto público en infraestructuras pues casi todo parece fácil de pagar cuando la financiación apenas cuesta nada. Esto anima a los bancos a conceder créditos, que luego serán considerados irresponsables, y por los que, en más de una ocasión, tendrán que ser rescatados con los impuestos de todos. Cientos de miles de jóvenes llegan entonces a la conclusión de que abandonar los estudios y optar por el sector de la construcción no significa arriesgar su futuro, sino demostrar personalidad abrazando un presente donde sus salarios de hoy batirán a los que obtendrán sus compañeros muchos años después de haber pasado por la universidad. Otros profesionales, que llevan trabajando décadas de sol a sol por lo que ahora ganarían en pocos meses en la Bolsa o en la compraventa de pisos, abandonan sus sectores para participar en la inmensa fiesta que prometen los inmuebles. Mientras todo esto ocurre, las familias se endeudan a gran velocidad porque la financiación es barata, porque temen quedarse sin poder acceder a una vivienda que parece condenada a romper techos y resistencias y porque, al elevarse el precio de los pisos que poseen, los bancos les conceden créditos aún mayores cuando los ponen como garantía.

El terreno está ya abonado para, lo que podríamos llamar, una explosión de euforia que, al igual que la guerra, suele deformar la verdad hasta el ridículo. Aquí nacen mitos optimistas sobre la imposibilidad de que los inmuebles bajen, sobre la facilidad con la que cualquiera puede hacerse millonario con pocos conocimientos y esfuerzo, sobre la imbatibilidad de las constructoras y bancos locales en la escena internacional; también sobre la grandeza recuperada de un país que ha encontrado la misteriosa receta de la prosperidad mientras los otros se conforman con añadir sólo décimas a su PIB. Si la burbuja estalla con fuerza, llegarán leyendas pesimistas sobre la ineptitud de las constructoras y los bancos y su compra sistemática del poder político, sobre el lógico regreso del país a la irrelevancia mundial que le corresponde y sobre la desconfianza que debe provocar cualquier cifra que invite a pensar que las viviendas van a dejar de caer o que pueda haber millonarios que hayan ganado su dinero a base de educación y esfuerzo.

 

¿Y si no estalla?

A pesar de que la burbuja inmobiliaria no vuele en pedazos, y como recuerda el premio Nobel de Economía, Robert Shiller, son muchas las que nunca lo hacen. La enorme turbulencia va a dejar tras de sí una herencia corrosiva no sólo para los que se vean afectados directamente por el aterrizaje más o menos violento de los pisos, sino también para el conjunto de la sociedad.

En los países desarrollados, como podrían ser los que están en riesgo de padecer una explosión de la burbuja, las cifras de abandono escolar lastrarían la productividad durante décadas. El reciclaje de muchos de los profesionales que apostaron por el ladrillo se convertiría en un desafío muy difícil de resolver para el Estado y de terrible solución para unas familias con docenas de padres condenados a una cadena perpetua de empleos precarios y temporales. Muchos hogares perderían lo que más les ha costado conseguir: la vivienda. Muchos otros se verían obligados a recortar, para pagar sus abultadas deudas, no sólo el gasto superfluo, sino partidas tan fundamentales como la educación de los hijos.

Mientras tanto, los boquetes en los balances de los bancos retirarían el crédito a empresas, que ya no podrán hacer frente a sus gastos y a las nóminas de sus empleados; su necesaria recapitalización, junto con la ira que provocarán la nueva pobreza y el paro, abrirían la puerta a un peligroso populismo. Una de las heridas más profundas que dejaría la crisis sería, seguramente, la falta de esperanza y la convicción de que el capitalismo es injusto en esencia, que los políticos son corruptos por naturaleza y que el sistema castiga a quien más confía en él. El Estado, concluirían, no impone austeridad porque esté tan endeudado como las familias, sino porque los miembros del Gobierno no sólo no saben lo que es necesitar ayuda, sino que se están repartiendo las subvenciones en vez de dárselas a los ya no pueden llegar a fin de mes. Pagar impuestos o cumplir con las obligaciones cívicas sería, a partir de ahora, más difícil de justificar.

A estas dificultades se añadirían otras nuevas en los emergentes como China o en aquellas grandes ciudades turcas, indias, indonesias o brasileñas a las que se refería Roubini. La ausencia de una adecuada red de asistencia social haría que los excluidos primero por el alza de los precios y los desahuciados después por su caída, no sólo vieran en peligro su nivel de vida, sino también las posibilidades de sobrevivir a la espiral de la pobreza a la que se verán abocados. La desconfianza y frustración hacia Gobierno y empresas, que podría provocar conductas incívicas o desórdenes en los países desarrollados, multiplicaría las opciones de que las instituciones de los emergentes se tambaleasen y abriesen así la puerta a líderes más populistas y autoritarios de los que ya tienen. En el transcurso de la burbuja, además, se habrían destinado considerables recursos a infraestructuras innecesarias cuando podrían haberse canalizado a educación, bienestar o innovación productiva. Los sueños de prosperidad que habrían esperado legar a sus hijos se evaporarían en un instante, devolviéndolos a un presente condenado a repetir un trágico pasado, lleno de esperanzas truncadas, generaciones perdidas y nuevas burbujas inmobiliarias.

 

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