Los libros escolares conservan su poder para el adoctrinamiento religioso y político.

 

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Las personas que comen carne tienden a mentir, robar y cometer delitos sexuales. Tal aserto puede encontrarse en New Healthway, un libro de texto distribuido en India y destinado a alumnos de entre 11 y 12 años. La atrevida conclusión de este manual didáctico se fundamenta en argumentos falaces, cuando no racistas (en sus páginas llega a afirmarse que los esquimales son de naturaleza perezosa a causa de su dieta basada en la carne). En otros casos, esta desafortunada defensa del vegetarianismo se apoya en razonamientos que ignoran totalmente el hecho abordado, como cuando se elogia el vigor del pueblo japonés y se vincula a una dieta basada en las algas y otros vegetales, obviando que el pescado es la columna vertebral de la alimentación nipona.

Es probable que en un país en el que las prácticas culinarias no estuvieran tan asociadas al credo y a la moral del individuo, los comentarios del manual hubieran causado menos revuelo. En India, sin embargo, constituyen un intento deliberado de defender la preeminencia moral de la mayoría hindú y vegetariana sobre otros credos y formas de vida. Al mismo tiempo, es un llamamiento para mantener vivas las conductas primigenias frente a las doctrinas occidentales que hacen cada vez mayor acto de presencia en el país. Pero, sobre todo, es una forma rotundamente equivocada de defender el indiscutible valor ético del vegetarianismo.

El libro lleva en circulación desde 2008 y está editado por una de las grandes empresas indias del sector, S Chand Group. Los editores se han comprometido a interrumpir su publicación o a revisar la totalidad de sus contenidos, pero es imposible saber cuántos ejemplares circulan por el país ni cuántos colegios continúan utilizándolos. El episodio, más allá de su carácter anecdótico, ha reavivado el debate sobre las múltiples falsedades e interpretaciones de naturaleza fanática o propagandística que colman los libros de texto indios y que tanto pueden nutrir la ya indomable polarización social, étnica y religiosa del país.

La preocupación por los contenidos propagados por los editores privados indios en el ámbito de la enseñanza se ha venido manifestando desde los 80. Un informe preparado en 2005 por diferentes académicos concluyó que los libros de texto utilizados por centros educativos dirigidos por instituciones religiosas y sociales contenían una inmensa cantidad de propaganda. Para elaborar su informe, analizaron el material empleado tanto por escuelas nacionalistas hindúes como por madrasas musulmanas en once Estados del país. Tras dar a conocer el documento, los expertos recomendaron la creación de un Consejo Nacional de los Libros de Texto para supervisar y aprobar el contenido de los mismos. La idea fue rechazada este año por una mayoría de grupos parlamentarios, a pesar de que poco después mostraron su preocupación por hechos como la existencia de ilustraciones ofensivas en los libros de texto, una de las flaquezas que la institución propuesta se encargaría de rectificar.

La publicación de un libreto propagandístico chino calificando las autoinmolaciones de los activistas tibetanos como “estupideces” fue respondida el mes pasado por cuatro nuevos mártires prendiéndose fuego

El Consejo funcionaría como una entidad independiente encargada de verificar los contenidos y de proporcionar a los ciudadanos una plataforma en la que registrar quejas o dudas al respecto. Sin embargo, la propuesta se emponzoñó en el recurrente debate centro-periferia y los representantes de Estados como Gujarat, Bengala y Tamil Nadu recalcaron que la creación de los libros de textos debe ser una atribución exclusiva de estos territorios, mejores conocedores de las realidades y sensibilidades locales y, por tanto, más aptos que el gobierno central para el diseño de estos objetos potencialmente peligrosos. En realidad, la iniciativa ni siquiera encontró un apoyo sólido entre los miembros del Ejecutivo, con excepción del ministerio del Interior y Asuntos de las Minorías, que era precisamente el promotor de la creación del Consejo.

Las tensiones sobre los libros de texto no son un asunto que afecte exclusivamente a India, por mucho que allí tengan una especial importancia. La cuestión reverbera en todo el mundo. Los políticos son plenamente conscientes de la fuerza a medio y largo plazo que se deriva del adoctrinamiento por medio de libros que, para muchos alumnos, son prácticamente su única experiencia formativa en un proceso de aprendizaje encauzado por las autoridades. Son incontables los gobiernos que han recurrido y recurren al control doctrinario de los libros de texto, y múltiples son también las iniciativas privadas destinadas a contradecir la norma fijada por el gobierno.

En Tibet, por ejemplo, la discriminación de la lengua local en los libros de texto usados en ese territorio ha llevado a miles de personas a protestar contra el régimen chino. En octubre de 2010, el Gobierno estableció nuevas reglas para fortalecer el uso del mandarín en los libros de texto, bajo el pretexto de asegurar que los jóvenes tibetanos puedan integrarse y conseguir trabajo con más facilidad. Sin embargo, los mismos estudiantes a los que se les tendía esa dudosa mano salieron a la calle a protestar, y recientemente han vuelto a hacerlo por motivos similares. En 2002, el afán propagandístico de algunos manuales didácticos obligó al propio George W. Bush a pedir a los estudiantes de una universidad de Pekín que hicieran caso omiso de los libros de texto chinos que retratan a Estados Unidos como un país que abusa de los débiles y reprime a los pobres.

Más allá del ámbito particular de los libros de texto, Tibet muestra un ejemplo reciente de cómo la política continúa sirviéndose de las páginas, y de las reacciones que estas propician: la publicación de un libreto propagandístico chino calificando las autoinmolaciones de los activistas tibetanos como “estupideces” fue respondida el mes pasado por cuatro nuevos mártires prendiéndose fuego. Incluso en esta época en la que las redes sociales actúan como arma prioritaria de movilización masiva e instantánea, los libros mantienen parte de sus posibilidades incendiarias. Los políticos lo saben, y los educadores también. Está en manos de ambos utilizarlos para formar en la objetividad, o bien para insistir en nociones rencillosas, manipulaciones y calumnias con las que desgastar aún más la frágil convivencia.

 

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