Solo la ficción puede expresar la grotesca realidad y el profundo malestar que vive el país.

 

AFP/Getty Images

En diciembre de 2010 envié los cambios a mi primera obra de ficción situada en Pakistán. Debería decir mi primera obra publicada, porque en realidad era la conclusión de un ciclo que había empezado 10 años antes con una novela fallida, me había llevado a la no ficción y a las memorias y me había devuelto al punto de partida, la novela. Las repetidas lecciones de este viaje fueron la base de mis primeras ideas sobre la ficción y la no ficción en el contexto especial que supone escribir sobre Pakistán, un lugar en el que los mejores esfuerzos de imaginación suelen quedar empequeñecidos ante la realidad.

Mi relación con el país siempre ha sido complicada. Mi padre era paquistaní, pero crecí con mi madre y lejos de él, en Nueva Delhi, y no les conocí ni a él ni Pakistán hasta cumplir 21 años, cuando fui por primera vez a Lahore en su busca. Aquel periodo, de gran agitación personal, coincidió con mi primer deseo de ser escritor, y, sin saber prácticamente nada sobre la mecánica de la ficción, pero seducido por su glamour, decidí escribir una novela sobre la experiencia.

Fue un fracaso total, un auténtico agujero negro. Intenté aplacar mis bien fundados temores sobre el libro y consolarme pensando en la gravedad y la importancia de las circunstancias que me habían inspirado. Pero ninguna realidad exterior, por irresistible que sea, puede rescatar una obra de ficción que no se sostiene por sí sola. Un escritor necesita distanciarse para crear un mundo ficticio autónomo en el que se destilen las complejidades de la experiencia vivida; no puede hacerlo si todavía está atrapado en la experiencia sobre la que está escribiendo.

Y yo, que por entonces tenía 22 o 23 años, estaba aún muy consumido por el gran drama de la búsqueda de mi padre. No había sido un proceso tranquilo; todavía no se habían revelado sus líneas generales. Al final, después de engañarme a mí mismo durante mucho tiempo, acabé por abandonar la novela –que se llamaba Un internamiento, un nombre muy apropiado, en mi opinión– y, con lo que me pareció aprovechable, escribí y publiqué en 2009 mi primer libro, memorias y libro de viajes al mismo tiempo, Stranger to History, que narraba la historia de mi relación con mi padre, entrelazada con el relato de un viaje de ocho meses de Estambul a Lahore.

En aquel momento, la no ficción me permitió dejar clara mi posición como propio y extraño en Pakistán. Para escribir ficción convincente sobre un sitio, hay que poseer un conocimiento profundo y casi natural de ese sitio. Se podría incluso afirmar, como hacía W. Somerset Maugham en El filo de la navaja, que “es muy difícil conocer a la gente, y no creo que una persona pueda conocer nunca verdaderamente a nadie más que sus propios compatriotas”. Sin embargo, Pakistán era, desde un punto de vista muy importante, mi país. No solo era el lugar de origen de mi padre; era también el sitio al que mi familia materna había llegado desde India en 1947, como refugiados; y, hasta esa Partición de 1947, India y Pakistán, en especial el Punjab, tenían en común todo tipo de cosas, desde el lenguaje y la literatura hasta la comida, la vestimenta y las canciones de boda. No obstante, 60 años de separación herméticamente sellada no son pocos; los países y las sociedades se van alejando. Para mí, Pakistán era un ámbito que me resultaba muy familiar y muy desconocido al mismo tiempo. La no ficción me permitió mostrar la aguda peculiaridad de mi lente sin dañar la credibilidad de la escritura.

Sin embargo, 10 años después, volví a la ficción. ¿Por qué?

En los últimos años, Pakistán ha sido un terreno fértil para la imaginación. Moth Smoke, de Mohsin Hamid, fue la primera obra de ficción que capturó el nihilismo y la violencia de la sociedad de Lahore, a través de la historia de un joven que se convierte en su víctima. Daniyal Mueenuddin fue más allá. En su libro In Other Rooms, Other Wonders, ocho exquisitos relatos de la vida feudal en Pakistán le permitieron expresar la terrible brutalidad subyacente del país. Esa misma capacidad de representar una cosa mientras, en realidad, se sugiere otra, se puede ver en el arte paquistaní contemporáneo. Por ejemplo, el joven pintor Salman Toor utiliza siempre escenas de aparente alegría, risa, diversión, para insinuar aspectos más siniestros y amenazadores de su sociedad, la rabia, la violencia, la crueldad y la opresión. En su cuadro Paradise Villas se ve a dos amantes de pie ante una mansión de color ocre en Lahore. La joven, con una larga cabellera, tiene su cabeza echada hacia atrás, reposando sobre el hombro de él. Parece casi a punto de desmayarse y tiene una copa de vino tinto en una mano y un teléfono móvil en la otra. En el fondo se ve a dos criados, uno que observa con aire adusto desde lejos y otro que lleva bebidas y hielo sobre una bandeja de plata. No hay nada concreto –salvo el atisbo de un cielo que se oscurece– que justifique el profundo desasosiego que se siente al ver el cuadro.

Un desasosiego similar fue el que me hizo volver, tras el intento fallido de 10 años antes, a escribir ficción sobre Pakistán. Y ese desasosiego es también quizá lo que hace que, en esta época de incertidumbre, lo más apropiado para Pakistán –con la notable excepción de Entre los creyentes y Al límite de la fe, de V. S. Naipaul– sea la ficción. Varios libros recientes de no ficción, como Nuclear Deception, de Adrian Levy y Catherine Scott-Clark, Pakistan: A Hard Country, de Anatol Lieven, y Deadly Embrace, de Bruce Riedel, explican las repercusiones políticas de la confusa situación paquistaní, pero no captan el profundo malestar que impregna todo.

Un malestar que alcanzó su punto culminante cuando mataron a Benazir Bhutto en 2007. Yo estaba entonces en Lahore. Los días posteriores a la muerte de la antigua primera ministra estuvieron cargados de emociones. De golpe, el panorama político se había ensombrecido. En un país que vive de trauma en trauma, aquello provocó una demostración de dolor, golpes de pecho, disturbios y duelo. Pero el presentimiento que tuve, y que después me parecería demasiado sutil para expresarlo a través de la no ficción, fue de catarsis. Sentí que, bajo la gran exhibición emocional, había un sentimiento muy próximo a la euforia. Se parecía vagamente al décimo día del luto chií por Alí y Hussein, un aire casi de feria, en el que, bajo las autoflagelaciones y las lágrimas, se palpa la liberación. Y eso, ese rasgo grotesco de aquellos días, fue lo que me empujó de nuevo a la ficción.

Un par de semanas después de enviar mi novela a la editorial, mi padre, entonces gobernador de Punjab, murió asesinado por un miembro de su propio cuerpo de seguridad

Más o menos por la misma época topé con la historia del joven vástago de una rica familia paquistaní que, después de que alguien de su oficina le chantajee por un vídeo de contenido sexual, comete un acto de terrible violencia contra esa persona. No sé decir qué es lo que daba al caso su carácter tan típicamente paquistaní: algo en el cóctel de barbas y sexo, vídeos y violencia; algo al mismo tiempo moderno y medieval. Las dos cosas, la violencia catártica que rodeó a la muerte de Bhutto y la historia de aquel joven, se fundieron en mi imaginación. Tres años después, totalmente reconfiguradas, se convirtieron en una novela –Noon–, la primera que escribía situada en Pakistán.

Pero ni los hechos ni la ficción suelen mantenerse en su sitio en Pakistán. Un par de semanas después de enviar mi novela a la editorial, mi padre, entonces gobernador de Punjab, murió asesinado por un miembro de su propio cuerpo de seguridad. Y yo, en Nueva York, me encontré ante una tienda de Manhattan  viendo al asesino de mi padre, un joven de 26 años, en la primera página de The New York Times, y haciendo un esfuerzo desesperado para separar lo real de lo surrealista.

Con la muerte de mi padre, la violencia que yo solo había presentido en 2007 –la violencia como liberación— afloró a la superficie. A su asesino le cayeron lluvias de pétalos de rosa; se levantaron carteles con su rostro en todo Lahore; los hombres le llevaban comida y dinero para agradecerle lo que había hecho; hubo enormes concentraciones para exigir que lo pusieran en libertad.

En parte, lo había anunciado en mi novela. Había escrito: “Fuera, una especie de violencia orquestal alcanzó su clímax. Los cantos arreciaron y, de vez en cuando, se hacía añicos un cristal, que arrancaba un aullido eufórico de la muchedumbre”.

Pero Pakistán superó mis expectativas. Y, recién regresado a la ficción, vi que mi imaginación volvía a atrofiarse ante la evolución de una realidad nueva y peor.

 

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