Islamabad está a punto de alcanzar otro pacto con los líderes tribales del país. Estos acuerdos no suelen durar mucho y no parecen ayudar a nadie aparte de a los terroristas y a los militantes más duros. Sin embargo, Washington debería respaldar las negociaciones, al menos durante un poco más de tiempo.

Los paquistaníes están volviendo a pactar acuerdos con los líderes tribales. Parece que Islamabad se encuentra en la fase final de unas prolongadas negociaciones con los dirigentes de la tribu Mehsud del sur de Waziristán, una de las siete zonas semiautónomas del área fronteriza entre Pakistán y Afganistán. La historia reciente de estas negociaciones no ha sido feliz. Todo parece indicar que los talibanes y Al Qaeda han aprovechado al máximo el margen de maniobra del que disponen en las zonas tribales para llevar a cabo atentados en Pakistán, Afganistán y más allá de las fronteras de ambos países. Los estadounidenses más escépticos tienen todo el derecho a preguntarse si el último acuerdo firmado por Islamabad es una de esas formas de apaciguamiento que puede reducir la violencia en Pakistán a corto plazo pero que si, a la larga, promete engendrar una insurgencia y una amenaza terrorista todavía más peligrosas.

Momento de calma: un acuerdo de paz podría proporcionar al Ejército pakistaní una oportunidad para recuperarse de un año de brutal violencia.

Y que no se engañen paquistaníes y estadounidenses: de aquí a unos meses, quizás antes, el acuerdo se vendrá abajo. Aun en el caso de que los líderes tribales tengan la intención de cumplir sus obligaciones –cosa dudosa–, no son capaces de expulsar a unos militantes armados y endurecidos en el combate.

Entonces, ¿debe apresurarse el Gobierno Bush a acabar con las constantes negociaciones de Pakistán con los combatientes? No. Porque, pese a las apariencias, Islamabad no está dando una puñalada en la espalda a Washington, ni actuando de forma irracional o ignorando deliberadamente la amenaza que representan esos militantes. Aunque EE UU hace bien en sospechar de cualquier tregua que cuente con la bendición de unos políticos paquistaníes y unos islamistas, existen motivos válidos por los que debería apoyar las negociaciones, al menos por ahora.

En primer lugar, aunque las condiciones específicas del último acuerdo no se han hecho públicas todavía, Islamabad parece haber aprendido algo de sus errores. Hasta ahora, por ejemplo, Pakistán no había reconocido que sólo se puede alcanzar un acuerdo con los líderes tribales, y había cometido el error de firmar pactos directamente con las organizaciones militantes. En esta ocasión, en vez de negociar directamente con estas últimas, los dirigentes tribales han sido los principales interlocutores. Además, el Ejecutivo paquistaní es consciente de que tiene que pactar desde una posición de fuerza. Este acuerdo llega tras un largo bloqueo impuesto por el Ejército a los territorios de los Mehsud –base del famoso Baitulá Mehsud, acusado de ser el cerebro del asesinato de Benazir Bhuto– que obligó a muchos miembros de tribus a abandonar sus hogares. Con la demostración de que el Estado tiene capacidad para infligir castigo, los negociadores del Gobierno han fortalecido su posición frente a las tribus.

Segundo, el trato tendrá ventajas tácticas importantes para los paquistaníes. Según los términos que se conocen, se supone que debe haber un alto el fuego durante los próximos meses. Al nuevo Gobierno le vendrá bien contar con cierto margen de maniobra después de una temporada política que ha sido tumultuosa, complicada por luchas sectarias, preguntas sin resolver sobre el futuro del presidente, Pervez Musharraf, y la inexperiencia de muchos nuevos dirigentes en la capital y en las provincias.

Tercero, un periodo de calma relativa también podría dar al Ejército y al Cuerpo de Fronteras –unos paramilitares destinados a las zonas tribales–  un poco más de tiempo para recuperarse de un año agotador de violencia y problemas sin precedentes que han hecho mella en su moral. Aunque 90 días no es tiempo suficiente para que estas tropas se conviertan en unas fuerzas anti-insurgencia eficientes, varias iniciativas recientes respaldadas por EE UU para entrenarlas  y equiparlas y establecer centros de coordinación a lo largo de la frontera entre Pakistán y Afganistán saldrían beneficiadas de unos cuantos meses de calma relativa.

Por último, el alto el fuego podría ofrecer la oportunidad de poner en marcha una serie de nuevos proyectos de desarrollo en zonas del país que se han visto inundadas por la violencia. Algunos proyectos a pequeña escala, como la rehabilitación de escuelas y las clínicas ambulantes, pueden avanzar con relativa rapidez y ayudar al Gobierno paquistaní (y a los donantes internacionales) a establecer relaciones más sólidas con remotas poblaciones tribales como las que habitan en zonas del sur de Waziristán. El acceso del Gobierno es un paso pequeño pero importante hacia unos programas de desarrollo más ambiciosos, dirigidos a reducir la pobreza, la marginación popular y, con el tiempo, la militancia.

En opinión de Washington, no hay duda de que cada vez que Pakistán firma un acuerdo con los combatientes existe peligro para EE UU. El cálculo fundamental para los responsables estadounidenses es si las ventajas tácticas de las negociaciones de Islamabad, combinadas con el deseo de la Administración Bush por empezar con buen pie en sus relaciones con los nuevos dirigentes civiles del país, pesan más que los riesgos para los intereses de seguridad de EE UU. Por ahora, ese riesgo todavía merece la pena, aunque por poco.

Como es natural, hay unos límites que Washington no debe permitir cruzar a Islamabad. Sobre todo, no puede dejar que un acuerdo imperfecto obstaculice la oportunidad de detener o eliminar a los máximos jefes de Al Qaeda que han encontrado refugio en el terreno escarpado de la frontera afgano-paquistaní. Por lo demás, Estados Unidos tendrá que juzgar sobre la marcha –a lo largo de semanas y, quizás, de meses– si el acuerdo contribuye directamente a un aumento inaceptable de ataques al otro lado de la frontera, en Afganistán, o si la distracción le impide al Gobierno hacer respetar las condiciones que hacían que el pacto fuera beneficioso desde el punto de vista táctico.

Washington no debe esperar sentado a ver cómo evoluciona este acuerdo ni ningún otro. Debe vigilar de cerca la evolución de los acontecimientos, empezar a coordinarse con Islamabad ante la posibilidad de que fracase y centrarse en ofrecer apoyo y proporcionar información para las operaciones paquistaníes de castigo contra los militantes y terroristas del sur de Waziristán. Asimismo tiene que entablar una discusión detallada sobre el próximo acuerdo con los líderes militares y civiles de Islamabad, que debería incluir unas disposiciones claras sobre los atentados al otro lado de la frontera, en Afganistán, y exigir a los líderes tribales que presenten un aval importante –en forma de propiedades inmobiliarias o dinero–  como muestra de que su intención es seria.

Dado que Pakistán no dispone de una solución puramente militar a los problemas de seguridad de las áreas tribales, si hay algo más seguro que el fracaso de este último acuerdo es que Islamabad volverá a negociar. Washington necesita ser consciente de ese hecho y de que no tiene por qué estar en la habitación para tener un sitio en la mesa.

 

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