La violencia urbana en el país debe ser la prioridad del Gobierno pakistaní para restablecer el orden y debilitar a los yihadistas.

 

 

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HASHAM AHMED/AFP/Getty Images
Atentado con coche bomba en Peshawar.

 

La violencia endémica en los centros urbanos de Pakistán pone de relieve los retos que afrontan el Gobierno federal y los provinciales a la hora de restablecer el orden y consolidar el mandato del Estado. El ejemplo más destacado es Karachi, que en 2013 experimentó su año más mortal, con 2.700 bajas, sobre todo de atentados selectivos, y la fuga de alrededor del 40% de las empresas fuera de la ciudad para eludir a unas redes de chantaje cada vez más poderosas. Pero todas las capitales de provincias y la capital de la nación sufren problemas y amenazas similares. Es necesario hacer una revisión general de la estrategia contra el crimen y el terrorismo, que hasta ahora ha recaído excesivamente al Ejército. Islamabad y las cuatro administraciones provinciales tienen que desarrollar un marco político coherente, basado en el buen gobierno y el refuerzo de las fuerzas civiles del orden, para poder hacer frente a la criminalidad y la amenaza de la yihad. Hasta entonces, las bandas criminales y las redes yihadistas seguirán causando el caos en las grandes ciudades del país y poniendo en peligro su estabilidad y su frágil transición democrática.

Varios de los peores atentados contra las minorías religiosas y sectarias en 2013 se cometieron en Quetta y en Peshawar: el atentado suicida con coche bomba en enero que mató a más de 100 personas, sobre todo chiíes, en Quetta; el ataque en febrero que acabó con la vida de más de 80, también fundamentalmente chiíes, en el distrito Hazara de la misma ciudad y la bomba que estalló en septiembre en una iglesia de Peshawar y en la que más de 80 personas fallecieron, en su mayoría cristianas.

Las capitales provinciales, Peshawar, Quetta, Karachi y Lahore, sirven como bases de operaciones y financiación para una serie de grupos extremistas y bandas criminales que aprovechan el mal gobierno y las deficiencias de las infraestructuras públicas para establecer redes de reclutamiento y apoyo. A medida que aumentan las poblaciones urbanas, la rivalidad por el acceso a los recursos, sobre todo tierras y agua, se vuelve cada vez más violenta.

La capital de Khyber Pakhtunkhwa (KPK), Pesahawar, y la de Baluchistán, Quetta, sufren las consecuencias de la situación general de la seguridad en la región. El conflicto en Afganistán y las relaciones transfronterizas entre Pakistán y los combatientes afganos han perjudicado la estabilidad en KPK y en las Áreas Tribales bajo Administración Federal (FATA en sus siglas en inglés). Las políticas antiterroristas dictadas por los militares, que oscilan entre el uso indiscriminado de la fuerza y los acuerdos para apaciguar a los militantes tribales, no han conseguido restablecer la paz, sino que, por el contrario, han fortalecido a los extremistas violentos. En Peshawar, que es la ciudad que más violencia terrorista ha sufrido, con un número sin precedentes de actos violentos, la policía no tiene ni apoyo político ni recursos y parece cada vez más incapaz de estar a la altura de las circunstancias. Los terroristas y los criminales actúan con frecuencia en la ciudad y la policía no tiene capacidad para actuar cuando se refugian en las FATA vecinas, porque su jurisdicción, según la Norma sobre Delitos Fronterizos 1901 (FCR en inglés), no se extiende a dichas áreas.

La situación de Baluchistán -limítrofe con el sur de Afganistán, la patria de los talibanes afganos- y la política tradicional paquistaní de respaldar a los islamistas afganos son, en parte, responsables del crecimiento de la militancia y el extremismo que amenaza hoy a Quetta. Con la ayuda de una red de ámbito nacional, los radicales suníes han asesinado a cientos de chiíes y sus aliados criminales han contribuido a llenar las arcas yihadistas, y las suyas propias, mediante secuestros por los que piden rescates. Los organismos policiales civiles no pueden contrarrestar esta marea de violencia sectaria y delincuencia porque están marginados por el Ejército y sus brazos paramilitares. Los militares, que siguen dictando y aplicando la política de seguridad, mantienen su obsesión por reprimir de forma brutal la insurgencia en la provincia de Baloch, espoleada por la negativa a concederles autonomía política y económica. El resultado de este ciclo es que hay más indignación en Baloch y más atentados yihadistas que perturban la paz en la capital de la provincia.

En Karachi, la ciudad más grande de Pakistán, que genera alrededor del 70% del PIB nacional, la violencia se debe en gran parte a la incapacidad del Estado de satisfacer las demandas de una población en rápido crecimiento y de hacer respetar la ley. En los últimos 10 años, la rivalidad por hacerse con territorios y recursos se ha vuelto cada vez más violenta. Los criminales y los grupos terroristas intentan atraer a los jóvenes a base de proporcionarles los servicios que el Estado no les garantiza, ofrecerles trabajo y dar un sentido a su vida. Los cambios demográficos alimentan las tensiones y rivalidades étnicas y políticas, acentuadas por los principales partidos políticos: el Partido del Pueblo Paquistaní (PPP), mayoritariamente sindi, el Movimiento Qaumi Muttahida (MQM), que representa a los mohajires, y el Partido Nacional Awami (ANP), pastún, vinculados a distintas bandas criminales.

Igual que Quetta y Peshawar, Karachi es un objetivo importante para los grupos sectarios violentos como Lashkar-e-Jhangvi (LeJ), que tiene su base en el Punjab. Dado que LeJ y otros grandes grupos yihadistas como Lashkar-e-Tayyaba/Jamaat-ud-Dawa (LeT/JD) y Jaish-e-Mohammed actúan dentro y fuera del país desde sus centros de operaciones en esa zona, la colaboración del Gobierno y la policía provinciales es fundamental para el éxito de cualquier campaña antiterrorista exhaustiva. Es imperativa una reforma de ambas instancias para hacer frente con eficacia a la amenaza terrorista. Para luchar contra las redes yihadistas también es necesaria la coordinación y colaboración entre el Ejecutivo y las fuerzas del orden federales y provinciales.

Los responsables políticos paquistaníes deben reconocer y abordar las desigualdades socioeconómicas que contribuyen a fomentar la delincuencia y el terrorismo en los centros urbanos. Para impedir que la violencia urbana se extienda también es necesaria una labor policial eficaz, transparente y dirigida por civiles. Sin embargo, las instituciones policiales de las cuatro capitales provinciales están lastradas por la falta de autonomía profesional y operativa, la escasez de personal y recursos y las malas condiciones de trabajo. En lugar de depender de las fuerzas militares o paramilitares para restablecer el orden, los gobiernos provinciales deben garantizar a los agentes de policía la seguridad del puesto de trabajo, acabar con las injerencias en su labor y elevarles la moral, para lo cual es necesario dar reconocimiento y apoyo público a una fuerza que es blanco constante de los terroristas. Asimismo, es importante que las cuatro provincias reformen y modernicen el sistema de policía urbana en función de las necesidades actuales.

Por encima de todo, el Estado debe adoptar una política de tolerancia cero frente a los grupos militantes. Los planes propuestos por el Gobierno federal y el de KPK para negociar con el grupo Tehreek-e-Taliban Pakistan (TTP) sin fijar condiciones previas ni una hoja de ruta son una insensatez. Esa estrategia está condenada al fracaso, como lo han estado en años recientes los sucesivos acuerdos de paz alcanzados por los militares con los militantes tribales, que solo han servido para ampliar el margen de maniobra de las redes yihadistas en las FATA, KPK y todo el país.

 

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