¿La crisis sanitaria global está erosionando equilibrios democráticos? ¿Serán las democracias capaces de sobrevivir y adaptarse a la pandemia?

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Si nos preguntamos en agosto de 2020 por los efectos de la pandemia sobre la democracia lo más prudente es decir que es demasiado temprano para saberlo. La respuesta no puede ser la misma en función de que se halle una vacuna a corto plazo que si se produce una segunda ola prolongada o incluso acaba desarrollándose algún tipo de inmunidad de grupo.

Sin embargo, en todas estas cuestiones hay variables que afectan especialmente a las democracias. ¿Cómo gestionar el equilibrio entre remunerar generosamente el esfuerzo de las empresas que están desarrollando vacunas y su accesibilidad general? ¿Pueden nuestras sociedades asumir nuevamente el coste –de libertades, económico y social– de un segundo confinamiento? ¿Y si se evita un segundo confinamiento, tienen los ciudadanos suficiente confianza en que los demás mantengan las medidas de higiene y distanciamiento y que las autoridades pongan suficientes medios como para mantener actividades cotidianas como tomar el metro, ir a clase o al cine? El régimen político importa en cada una de estas democracias y sugiere que debemos empezar a pensar en los efectos de la pandemia en la equidad, el sistema político y la confianza social. Sin embargo, como en otras áreas del sistema político y económico el virus tiene más efecto de aceleración de transformaciones en curso que de creación de nuevas tendencias. En este sentido la covid19 no es la causa del reforzamiento de los ejecutivos, de la disrupción de las esferas públicas o de la erosión de los servicios públicos.

En primer lugar, podríamos pensar que el recurso a medidas extraordinarias para confinar a la población –estados de alarma, excepción o emergencia– y el reforzamiento de los ejecutivos por encima de los parlamentos que se suele dar en cualquier crisis son los principales riesgos de la pandemia para la democracia. En efecto, en numerosos Estados la oposición ha criticado estas derivas y numerosos gobiernos han tenido dificultades para diseñar estrategias de salida de dichos estados de emergencia. Al principio de la pandemia el filósofo italiano Giorgio Agamben defendió que la pandemia era una invención para controlar mejor a la población mediante un estado de excepción semipermanente basado en una amenaza invisible. La gravedad de la enfermedad desmiente a Agamben sobre la naturaleza inventada del coronavirus, pero la gestión de estos meses revela que efectivamente una vez que se gobierna desde un estado de excepcionalidad resulta muy difícil recuperar la normalidad en la medida en que el miedo –a rebrotes, a la irresponsabilidad de los demás, al impacto en la economía global– sustituye al impacto sanitario del primer momento. En este sentido una vez que se diseña una estrategia de respuesta de emergencia esta crea una dependencia de más respuestas de este tipo en el futuro.

Una segunda consecuencia de la pandemia en la infraestructura de la democracia tiene menos que ver con el control al ejecutivo en las instituciones sino con el funcionamiento de la esfera pública y sus funciones de control al poder público y privado y de generación y circulación de alternativas. En las democracias en las que la competición política llevaba polarizándose desde hace años, el virus está contribuyendo –con excepciones como en Chile o India– a aumentar la distancia no solo partidista, sino probablemente a consolidar clivajes políticos que oponen posiciones liberales y autoritarias. En este sentido es factible que aparezca más claramente una oposición entre defensores del cierre de la comunidad nacional y aquellos que apoyan la cooperación global. Es cierto que a corto plazo la pandemia ha debilitado posiciones populistas, pero si provoca una crisis económica duradera es probable que dichas fuerzas puedan tener nuevas oportunidades de progresar.

Además, la pandemia está acelerando la circulación de bulos y rumores en redes sociales, tanto respecto a aspectos sanitarios –con mensajes contrarios a las vacunas o las mascarillas– como político-económicos, en los que se defienden teorías de la conspiración y se demoniza a determinados grupos. En los Estados en los que este clima de comunicación se suma a una fuerte polarización política esto puede crear dinámicas que excluyen a ciudadanos, actores e ideas más moderadas de la esfera pública, contribuyendo a un clima de desinterés por lo público e incluso de un cierto cinismo. Además, numerosos gobiernos e instituciones democráticos responden a la difusión de dichos bulos con estrategias de reificación de mensajes oficiales que excluyen otras fuentes cuando no aprovechan para generar propaganda oficial. Todo ello contribuye a su vez a unas esferas públicas menos plurales.

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Otro de los efectos negativos de la pandemia en el debate público puede ser el que acelere la introducción en la agenda de políticas o asuntos que no necesariamente han generado el suficiente consenso. Un ejemplo de ello puede encontrarse en que el uso de la tecnología, y sus efectos en la privacidad en todos los ámbitos, desde el trazado de contactos hasta la docencia online, esté introduciéndose sin un auténtico debate social y político sobre los equilibrios a alcanzar. En este sentido la pandemia puede aumentar la capacidad de que los emprendedores de causas diversas puedan saltar puntos de control democráticamente definidos.

Por lo tanto, la pandemia puede afectar a –o más bien, continuar la erosión– de los procedimientos constitucionales y comunicativos que garantizan el control del poder en democracia. Sin embargo, es probablemente demasiado pesimista pensar que una crisis ojalá coyuntural pueda dañar de manera duradera las instituciones democráticas: podemos asumir que hay más de torpeza y de falta de medios que de pulsión autoritaria en las dificultades de muchos gobiernos para salir de la excepción, e incluso en los casos en los que dicha tendencia pudiera estar presente las democracias cuentan con mecanismos para protegerse. En este sentido ya tenemos varios ejemplos de Estados que han organizado elecciones después de la pandemia con una cierta normalidad, aunque con consecuencias negativas en los niveles de participación electoral e integridad del proceso. Pero también hemos presenciado cómo en Europa, una de las zonas del mundo en las que la democracia se daba por consolidada, tanto en Estados miembros de la UE –Polonia y sobre todo Hungría– como en candidatos a la adhesión a la misma –Serbia o Turquía– la democracia ha retrocedido como resultado de una progresiva erosión a la que las instituciones y opiniones públicas no han podido o querido resistir.

Pero si la democracia es procedimiento, también es resultado. Ningún sistema democrático puede sobrevivir si no garantiza determinados niveles de bienestar, y la salud y la protección de la vida están sin duda en lo más alto de dichas prioridades. En este sentido la pandemia ilustra no solo distintos equilibrios entre valores que son compatibles con la democracia –en la que al fin y al cabo el pluralismo es un valor fundamental– como diferentes capacidades de aplicar medidas de contención y confinamiento. La evolución de la pandemia demuestra que el dilema entre economía y salud tiene mucho de falsedad en la medida en que con la enfermedad descontrolada los operadores económicos retraen ellos mismos decisiones de inversión y consumo, pero en un primer momento algunos gobiernos optaron por estrategias de mayor exposición al virus, asumiendo que los ciudadanos eran capaces de calcular y asumir su propia exposición al riesgo. Dentro de una zona política y culturalmente conectada como Europa se ha observado que los gobiernos han articulado diferentes arbitrajes entre mantenimiento de la actividad económica y social y medidas de distanciamiento físico. Dichos equilibrios entre valores están basados en diferentes preferencias sociales y sujetos a la rendición de cuentas en democracia.

Sin embargo, una vez que se demuestra que las medidas de distanciamiento inteligente o parcial no consiguen contener el virus se plantea un problema quizá más grave, diferencias significativas en la capacidad del Estado. A lo largo de estos meses hemos presenciado que hay democracias que o no pueden permitirse el confinamiento o no son capaces de aplicarlo de manera eficaz. Incluso en los Estados que han podido asumir –al menos en un primer embate– los costes del confinamiento la covid19 ha llevado al límite a sistemas sanitarios que presumían de encontrarse entre los mejores del mundo. Aunque la cotidianidad de ningún sistema estaba preparada para el desafío extraordinario de esta pandemia, las imágenes de largas semanas sin mascarillas o respiradores demuestran los problemas de algunos sistemas para hacer frente a la crisis sanitaria global. Si se repiten situaciones parecidas en la desescalada –por imposibilidad de trazar contactos o confinar brotes de manera más o menos precisa– la confianza de los ciudadanos en los sistemas de salud pública puede verse seriamente afectada y, por lo tanto, afectar a la legitimidad de resultados de los sistemas democráticos. Similar razonamiento puede aplicarse en caso de que la crisis económica se traduzca en una prolongada crisis social, sobre todo en aquellos Estados que no habían terminado de superar la anterior crisis económica.

Hasta ahora las democracias han aguantado con éxito el embate de la pandemia, organizando elecciones, saliendo de los estados de alarma y respondiendo a las necesidades de los ciudadanos, con problemas de cierta importancia. Pero la propia respuesta puede estar erosionando importantes equilibrios democráticos y habrá que ver cómo reaccionan los actores a impactos políticos inesperados como, por ejemplo, un cambio súbito de la opinión pública que haga perder a un candidato ganador. Sin embargo, las democracias también han demostrado a lo largo de la historia que su capacidad de supervivencia tiene mucho que ver con su habilidad para adaptarse. En este sentido quizá sea el momento de abrir un debate amplio y transversal en la agenda pública y en la política sobre qué bienes se tienen que priorizar en caso de que las democracias tengan que acostumbrarse a convivir con la pandemia.

Este artículo forma parte del especial

‘El futuro que viene: cómo el coronavirus está cambiando el mundo’.

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