Puede que Kim Jong Il esté a punto de morir, pero no se espera que su sucesor cambie Corea del Norte.

El 2 de noviembre, los medios de comunicación norcoreanos, bajo control estatal, publicaron varias fotos de un sonriente Kim Jong Il disfrutando de un partido de fútbol. Normalmente, mostrar la asistencia del presidente de Corea del Norte a este tipo de eventos ordinarios tiene como única finalidad reforzar el culto a su personalidad. Pero estas instantáneas tenían otro objetivo: demostrar que el Querido Líder está vivo y sano, y mantiene el control de su dictadura.

AFP/Getty Images

Desde hace meses circulan rumores de que Kim, que tiene 66 años, está gravemente enfermo. En septiembre, no acudió a un importante desfile militar con motivo del 60 aniversario de la fundación del país, y su ausencia unas semanas después durante las celebraciones del aniversario del Partido Comunista resultó evidente. A finales de octubre, no acudió al funeral de un alto cargo.

Dado que las autoridades de EE UU, Japón y Corea del Sur creen que Kim sufrió en agosto un derrame cerebral, que posiblemente le dejó incapacitado, sus inusuales ausencias desataron una avalancha de especulaciones sobre el futuro del país. Las fotografías publicadas han servido de poco para acallar el debate, ya que el régimen no desveló la fecha en que tuvo lugar el partido de fútbol. Es más, los observadores de Corea del Norte, habituados a interpretar la más mínima señal, se dieron cuenta de que en las fotos el dictador no usa su brazo izquierdo, lo que podría indicar que lo tiene paralizado.

Pero como la información fiable sobre la situación interna de Corea del Norte es tan escasa, hay poco consenso sobre cómo podría ser el país tras la muerte de Kim. Existe sólo una sensación generalizada de que el comportamiento del régimen cambiará –a mejor o a peor. Para algunos, es probable que un nuevo líder ponga fin a una dictadura larga y cruel, haciendo posible que llegue la paz a la península de Corea. Sin embargo, la mayoría de los observadores son mucho más pesimistas. Temen que, si el presidente norcoreano muere, una transferencia de poder desordenada desate el caos: una gigantesca marea de refugiados hacia Corea del Sur y un vacío de poder en el corazón del régimen. Una perspectiva aterradora si tenemos en cuenta que Corea del Norte es una potencia nuclear.

En cualquier caso, antes de activar la alerta, merece la pena hacer un repaso de las consecuencias que sobre la política exterior han tenido los fallecimientos naturales de los gobernantes a lo largo de la historia. Más de 200 jefes de Estado han muerto en ejercicio desde 1875, casi todos por causas naturales. Y, contrariamente a lo que piensan los partidarios de la teoría del gran hombre, no hubo muchos cambios cuando éstos murieron. Normalmente, los dictadores no se marchan con estrépito, sino que se apagan en un lamento sin gloria. Al final, las fuerzas estructurales de las relaciones internacionales pesan más que las características individuales de los líderes. El poder y la política triunfan sobre la personalidad.

Es así incluso en las autocracias más autocráticas, hasta en países como Corea del Norte, donde el poder está tan concentrado que cabría esperar giros políticos radicales tras la muerte del líder. Poco cambió para los habitantes de Haití y sus vecinos después de que en 1971 Jean Claude Duvalier sucediese a su padre François. La cleptocracia de los Duvalier continuó sin apenas interrupción, lo mismo que sus tensas relaciones con la República Dominicana. Nada fue distinto en Corea del Norte cuando en 1994 Kim Jong Il sucedió a su padre, Kim Il Sung. El nivel de vida de los norcoreanos siguió hundiéndose mientras el Gobierno destinaba sus limitados recursos al programa nuclear. Y en Cuba, pocos previeron lo poco que han cambiado las cosas desde que Fidel Castro renunció a su cargo a principios de año. Su hermano Raúl ha mostrado escasa tendencia a marcar otro rumbo.

A primera vista, podría parecer que la transición de poder que se avecina en Corea del Norte –si es que ocurre– se saldrá de este patrón histórico. Para empezar –y a diferencia de su padre, que desde los 70 empezó a preparar a su heredero– Kim no tiene un sustituto claro (su hijo mayor, Kim Jong Nam, seguramente se inhabilitó para la sucesión cuando le pillaron con un pasaporte de la República Dominicana falsificado durante una escapada a Japón cuyo punto culminante era ir al Disneyland de Tokio). Y como el régimen está tan basado en el culto a la personalidad, podría parecer que la desaparición de su figura central desataría una lucha caótica por el poder.

Sin embargo, en opinión de Hwang Jang Yop –antiguo hombre del régimen que dirigió el Partido de los Trabadores de Corea del Norte y dio clases a Kim, hasta que en 1997 desertó y se pasó a Corea del Sur– la sucesión no cambiará nada. “Cualquiera que sustituya a Kim puede gobernar el régimen”, dijo en septiembre ante los diputados surcoreanos. De hecho, ya están empezando a surgir de entre la niebla candidatos al cargo. El mejor posicionado parece ser Jang Song Taek, cuñado de Kim y poderoso mandamás del partido.

Si el presidente norcoreano está en uso de sus facultades y le preocupa la seguridad del país, le interesará evitar que se produzca una lucha por el poder. A corto plazo, podría querer mostrarse estratégicamente ambiguo y mantener al mundo en vilo preguntándose quién será su heredero pero, a largo plazo, la incertidumbre internacional en torno a Corea del Norte no conviene a nadie. Una sucesión titubeante alimentaría la percepción de que el régimen es débil. Y si algo sabemos de este país, es que le preocupa parecer débil.

Es tentador culpar de la insolencia del régimen norcoreano a un dictador irracional. Pero mirémoslo desde el punto de vista de Pyongyang. Al otro lado de la zona desmilitarizada, en Corea del Sur, Estados Unidos tiene desplegados 26.000 soldados; al Este, en Japón, tiene otros 33.000. La única superpotencia mundial –que ahora tiene invasiones preventivas en su historial– ha incluido a Corea del Norte entre los miembros del eje del mal, y el principal aliado estadounidense en la región, Japón, podría conseguir la bomba atómica en cuestión de meses si quisiese. Teniendo esto en mente, sí que parece lógico conseguir armas nucleares como elemento disuasorio.

Independientemente de quién suceda a Kim Jong Il, o qué forma adopte el nuevo Gobierno, la situación estratégica del país al día siguiente de su muerte será idéntica a la situación que había el día anterior. Corea del Norte continuará queriendo tener armas nucleares, seguirá deseando recibir ayuda económica, e intentará que la tengan en cuenta. Así que no esperemos mayor amabilidad. Oponerse a Estados Unidos es un componente indisoluble de la identidad del país, no una orden de Kim.

Tratándose de uno de los regímenes más opacos del mundo, cualquiera puede especular sobre qué ocurrirá cuando el líder norcoreano muera, y es normal que la diplomacia se ponga nerviosa. Pero si la historia sirve de guía, no es de esperar ni que cunda el pánico ni que se produzcan progresos en la península. Sólo más de lo mismo.

 

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